CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Sartre

Los bulevares periféricos

01 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Henry Miller, Ocupación, París, Patrick Modiano, Platón, Premio Nobel, Proust, Sartre

Estos días, antes de que nos dieran la noticia de que Patrick Modiano acababa de recibir el Nobel, una frase de Henry Miller que había leído hacía tiempo en Primavera Negra, daba vueltas en mi cabeza: Lo que no está en plena calle es falso, inventado, es decir literatura. No dudo de que la frase no deja indiferente a quien la escucha o lee, pero luego, con el Nobel y la alegría que me produjo que éste fuera a parar a manos de Modiano, la frase de Miller, como por un prodigio inesperado, se acabó dando la vuelta: Lo que no es literatura es falso, es decir inexistente.

Eso quería decir que Modiano, a quien leí por primera vez en la edición de Alfagura de Los bulevares periféricos, y luego seguí leyendo en la colección Folio de Gallimard, porque las editoriales de aquí no se decidían a traducirlo de forma coherente, se había apoderado de mi pensamiento. Sartre escribió que un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura y, fuera de esta figura no hay nada. En referencia al genio del artista, Sartre quería significar que el genio de Proust se hallaba comprendido en la totalidad de la obra de Proust, del mismo modo que el genio de Racine es la serie de sus tragedias.

Parafraseando pues a Sartre, (que así habla en El existencialismo es un humanismo) yo creo poder afirmar que todo lo reseñable en Modiano se encuentra desde el principio en la obra de Patrick Modiano, y no existe o se pierde, entre los límites de esa zona neutra que puede reconocerse en ciertos barrios de París tan bien descrita en En el café de la juventud perdida, cualquier otro que no aparezca en su escritura; como se pierden las hojas muertas que el viento y la lluvia arrastran en invierno, o esas gentes que en una hora punta se ven desaparecer bajo la boca del metro.

Desde que en 1968 Patrick Modiano publicó en Francia La place de l’étoile, a la que siguieron Ronda nocturna y Los bulevares periféricos en los cuatro años siguientes, su vida se ha ido convirtiendo, en un sentido que no quiere hacer concesiones, en una vida sólo para ser dicha, escrita. Como si fuera falsa (flujo anónimo imposible de fijar en una experiencia propia o auténtica) la que no ha pasado a través de la escritura. Ser en consecuencia es ser escrito y no hay posible verdad, fuera del lenguaje de la literatura.

Se ha querido ver en Modiano un nuevo Proust, vuelto hacia el pasado con el propósito de comprender lo sucedido en Francia durante el periodo de la ocupación, la persecución encarnizada contra los judíos, la vergüenza que prolonga el sufrimiento de toda una época; yo creo en cambio que el tiempo en que Modiano se busca, su tiempo perdido, no es tanto el pasado como el presente, que ha ido engrosándose capa a capa, desde los años inmediatamente posteriores a la liberación (que vivió en falso -según explica en las páginas de Un pedigree– porque los vivió en transparencia, como quien contempla inmóvil unos hechos en los que no participa) hasta la actualidad, donde los jóvenes se reúnen para jugar con el iPhone; un tiempo presente, con esos días todos iguales, con su luz sin brillo en la que nos da la impresión de estar sobreviviendo, que solo a cambio de su recreación posterior podría llegar a existir.

De ahí la importancia que en muchos de sus libros tienen las libretas de notas donde se registran los más pequeños detalles: un número de teléfono o la hora de una cita que aparece subrayada para que veinte años después sirvan de indicio de que ese mundo deslucido y monótono fue un día presente. Necesitaba puntos de referencia, nombres de estaciones de metro, números de edificios, pedrigrees de perros, repite la misma voz, como si temiese que de un momento a otro, las personas y las cosas nos esquivasen o desapareciesen y fuera necesario conservar al menos una prueba de su existencia.

Es la fría noche del olvido, lo que desvela a Patrick Modiano y empuja a sus personajes a recorrer las vacías calles de París en silencio, la materia oscura de cuyo fondo no irradia ningún sentido; el no ser que acecha al ser para cumplir con su disolución; esto es, creo yo, lo que él más teme. La posibilidad de que su memoria obedezca al desinterés, la culpa del superviviente.

De ahí los necesarios testigos y los informes en que registra esa abundancia de nombres propios y hechos nimios que de otro modo desaparecerían. De ahí el ansia por recuperar y dar forma a las voces (lo más difícil de recordar), los fragmentos que asaltan los recuerdos discontinuos antes de que se borren como dibujos en la arena. De ahí el desorden de semillas que aguardan pacientemente la eclosión que acaso no llegue a producirse nunca. Como nunca he vuelto a ver a ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra.

Y así como aprendimos con Platón que conocer es recordar, se diría que Modiano quiere mostrarnos, que vivir no puede ser otra cosa que revivir. Y este vivir de nuevo, que es la creación, solo podrá darse en el eterno retorno de esa historia repetida (siempre la misma) en que se ha convertido su literatura. Porque nuestro único objetivo para el viaje era ir al corazón del verano, allí donde el tiempo se detiene y las agujas del reloj marcan siempre la misma hora: mediodía.

Autor que maneja como nadie las gradaciones del gris que van sobreponiéndose al negro, Modiano nos sumerge con cada uno de sus libros en un cuento de nunca acabar que rehúye explicarse de forma concluyente, logrando así transmitirnos sus perplejidades, guiándonos de la mano a recorrer las pistas de esos caminos vagamente intuidos que acaso no lleven a ninguna parte, efectos de déjà-vu obsesivos que nos perturban cuando la misma idea expuesta en diferentes obras, llega incluso a sernos dicha con las mismas palabras, en un ejercicio único de autorreferencia que exige del lector toda su memoria y atención; donde la precisión y el detalle de la mirada que se resiste a ser cómplice del olvido, se vuelve tan misteriosa como la niebla que respira, donde lo soñado y lo vivido se mezclan en su imaginación sin hacer apenas distingos.

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Sabio, maestro, mago

08 sábado Dic 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Ernst Jünger, Hans Blumenberg, Julien Hervier, Musil, Nietzsche, Platón, Sartre, Schopenhauer

De las muchas obras que llegó a escribir Ernst Jünger parece que existe acuerdo, por parte de la crítica, en considerar que Sobre los acantilados de mármol fue su obra maestra como novelista. Sobre el sentido que esta obra encierra, en cambio, las opiniones son diversas. Según Hans Blumenberg, La mirada de Jünger parte de la sospecha de que lo visible no es sino la aparente envoltura de algo más esencial. En este aspecto, los sucesos descritos en Los acantilados apuntarían hacia una realidad más originaria y próxima al mito, cuyo fin no sería otro que asegurarse la pervivencia en la memoria del lector.

El propio Jünger, respondiendo en una conversación a Julien Hervier, en referencia a esta obra (que en el momento de su aparición muchos interpretaron como un alegato contra el nazismo que provocó que en 1940 fuera prohibida) comenta que todos los datos políticos son efímeros pero lo demoníaco, lo titánico, lo místico, que se disimula detrás, se conserva constante y guarda un valor inmutable.

Jünger no oculta su platonismo. Entre los autores a los que siempre acabó volviendo se encuentran Nietzsche y Schopenhauer (según propia confesión éste último fue el filósofo que le enseñó a pensar) pero también Platón; y su empeño decidido fue siempre buscar estructuras invariantes. Por eso, como comenta Sánchez Pascual (su mejor traductor al castellano) al referirse a El trabajador, el libro peor comprendido de su producción, resulta difícil hacer que sus obras se lean en clave estrictamente política. Jünger señala siempre más lejos; aunque a algunos les pueda parecer la suya una maniobra de evasión o de enmascaramiento.

En sueños, dice Jünger, en esa misma conversación que mantuvo con Hervier, se encuentra primeramente el tipo. Después en la realidad, se encuentra la encarnación del tipo en forma debilitada. Y así, el elemento desencadenante de “Sobre los  acantilados de mármol”,  fue el sueño de una noche única.

Durante algún tiempo Ernst Jünger gozó de un prestigio ambiguo. Fueron años en que más de uno temiendo que le pudieran ver estrechando sus manos, prefería situarse lejos de su zona de irradiación. Jean Paul Sartre sin ir más lejos, que las llevó siempre sucias de tinta, decía odiarlo, no tanto por sus opiniones políticas, como cabría esperar, sino porque le molestaba su porte aristocrático. Como si un gusto extremo por lo claro y luminoso tuviera que combinarse necesariamente con una conciencia turbia y oscura. La prosa de Jünger es a veces tan vibrante que parece que esté a punto de quebrarse como un cristal. Pero Sartre se equivocaba. Se sabe que el denostado autor tuvo el valor de rechazar el ofrecimiento de formar parte de la depurada Academia Alemana de Poesía y que llegó incluso a prohibir a los nazis que hicieran el menor uso de sus escritos.

La aristocracia de Ernst Jünger era de raíz nietzscheana y en este sentido libre, fruto sólo del compromiso consigo mismo. Con todo, no es extraño que confunda y asombre que aquel hombre que fue capaz de mostrar tantas agallas en momentos de dificultad excepcional, tuviera tiempo en plena guerra para dedicarse a la caza sutil, la captura de pequeños coleópteros, que fue siempre para él una de sus grandes aficiones, al igual que lo fue también clasificar plantas y coleccionar relojes de arena. Gustos todos ellos refinados que remitían a un estilo de vida arcádico que se situaba espiritualmente, lejos de la era de los titanes en la que la humanidad estaba siendo embarcada a grandes pasos, como consecuencia del desarrollo de la técnica. Curioso también que en la segunda guerra mundial anotara en sus diarios, con pleno convencimiento, que el arte requerido para  juntar veinte palabras en una frase perfecta podía valer más la pena que guiar veinte regimientos al combate. Sobre todo si se tenía en cuenta que en la primera guerra, aquella misma mano había escrito que él (Ernst Jünger) y otros jóvenes de su generación partían hacia el frente bajo una lluvia de flores en una embriagada atmósfera de rosas y sangre.

En su apariencia externa y en su juventud, podía recordar a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos: elástico y bien dotado para el deporte; parecía siempre a punto de experimentar con posibilidades nuevas. Mirado en el detalle, en cambio, era fácil descubrir que Jünger no sentía el aprecio casi reverencial por la ciencia del que hacía gala Musil, ni tendría escrúpulos en colocarla al mismo nivel que la magia o el consumo de drogas. En su obra Acercamientos, donde su mirada se acera con ayuda de sustancias, no duda en analizar la influencia que su consumo ha podido tener en todos los tiempos sobre las diferentes culturas.

Jünger, es evidente, tiene poco que ver con el austríaco Ulrich, alter ego de Musil. Su personalidad emboscada es la propia del anarca que se encuentra mejor dentro de una ermita forrada de libros que en el gimnasio preparándose con ejercicios físicos, o rodeado irónicamente de gente elegante y poderosa que se entretiene pensando cómo evitar que una sociedad caduca y arruinada se desplome. Ni siquiera porque Jünger y Ulrich hubieran afilado sus ideas en las muelas del nihilismo dispuestas previamente por Nietzsche. Lo que no quiere decir que Jünger no acostumbrara a abandonar su refugio y se mostrara en el ágora al aire libre.

Contra las apariencias, el autor de la Visita a Godenholm  no es tan frío en su dominio, ni elude el ser impetuoso. De ahí que Scwarzenberg, el sabio, maestro y mago, retirado en su pequeña isla escandinava, sea capaz con su sola presencia de parar la inquietud que acelera nuestro mundo; ya que cualquier término árido de la lengua de los sabios cobraba gracias a él una luz nueva y desconocida hasta entonces. Ello hace comprensible que pueda decirle a Moltner (afectado por un sentimiento de indigencia que le hace estar al acecho de ayudas milagrosas) que Godenholm, el lugar a donde ha ido a visitarlo, cargado con padecimientos que no despiertan su interés, no es ningún sanatorio sino un laboratorio.

No estamos tampoco en los Alpes suizos, cerca de Davos, cuando se pensaba aún que la enfermedad podía ser combatida con métodos tradicionales, pues ahora las enfermedades ¿no es el nihilismo una de ellas?  son  preguntas  en las que lo decisivo es como se llevan. Después de todo, dice Scwarzenberg, su casa es como una posada española donde los huéspedes no encuentran más que lo que traen consigo de equipaje.

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Comediante y mártir

27 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Bernard-Henri Lévy, Céline, Jean Genet, Nietzsche, Roland Barthes, Sartre, Simone de Beauvoir

Nos recuerda Eduardo Grüner en la presentación de San Genet, comediante y mártir (estudio biográfico sobre la obra de Jean Genet que realizó Sartre) que ya en la década de los sesenta del siglo pasado, en los años en que estaba consolidándose la fiebre estructuralista en Francia, Roland Barthes se atrevió a vaticinar que cuando hiciera falta de nuevo una ética, volveríamos a Sartre. Las palabras de Barthes daban a entender que muerto el perro, podía ser que no se acabara la rabia. Sartre era el perro y ello obligaba a conceder algún crédito a la teoría del eterno retorno.

Había repetido en diferentes ocasiones que valía más ser inmortal antes de la muerte porque no había seguridad de llegar a serlo después. Había descubierto que la vida se juega en cada momento y que ese momento es ciego mientras no se cierra el círculo. Como sucede con el tiempo circular que concibió Nietzsche, el origen se encuentra en el futuro. Es éste el que ilumina cada uno de los momentos pasados. Así Sartre podía ser que fuera más nietzscheano de lo que siempre había dado a entender y llevara toda la vida preparando su vuelta. Luego lo que decía Barthes podía ser algo más que una broma.

Pero nadie quería imaginar al perro resucitado. Es un signo de los tiempos, que empezaba ya a reconocerse, el que la moda acabe volviendo y Sartre había acaparado no sólo la pasarela sino también la mayoría de los aparadores. La estrategia no podía ser otra que, una vez que llegara el momento, nadie absolutamente se acordara de él. Y para ello había que empezar pronto, mientras estuviera vivo, confrontándolo con su diferencia.

Como a Sócrates, a Sartre le acusaron de corromper a la juventud. ¿Existe una línea que vaya más allá de la fealdad que comparten ambos filósofos, que los conecte? ¿Acaso el idealismo que Sartre reconoció en Las palabras del que tardó treinta años en liberarse y del que puede que en verdad no se liberara nunca? ¿Extrañan estos paralelismos? ¿Sería absurdo pensar que llegado el caso Sartre habría estado dispuesto a tomar la cicuta? ¿Cómo interpretar las siguientes palabras tomadas de su autobiografía que presentan la imagen del que sería el futuro escritor, reducido a sesenta kilos de papel, dieciocho mil páginas de texto en veinticinco tomos? Me toman, me abren, me extienden en la mesa, me alisan con la palma de la mano y a veces me hacen crujir.

No en vano, el libro citado sobre Jean Genet, con quien Sartre tenía una extraña afinidad, incluye en el título, más allá de la ironía que expresa, la palabra mártir. Existen análisis en esta obra monumental que describe una personalidad en construcción, que recuerdan demasiado a los que aparecen en su ensayo de autobiografía  Las palabras.

Sin que pudiera comprender tanta inquina como dirigieron contra él, Bernard-Henry Levy, en su espléndido estudio Sartre y su tiempo publicado en Francia con la llegada del nuevo milenio, se preguntaba: ¿Cuántos escritores franceses de la segunda mitad del siglo XX  han tenido, en vida, sus obras en el Índice del Santo Oficio, so pena de excomunión para sus lectores, mientras los curas maldecían su nombre desde los púlpitos? Pues no había suficiente con que pudiera contestarse que los libros de Sartre despedían un inmundo olor a letrina, como publicaba Le Monde (efectivamente no son pocas las veces en que huele mal, el título La náusea, sin ir más lejos, no es agradable) o que representaban el triunfo de la desidia y la mugre. O que él era al fin y al cabo un pobre tipo que presumía de que pudieran reconocerlo por las manos sucias que indicaban que se había pasado las horas escribiendo (la tinta de la estilográfica debía chorrear cuando escribía sin parar hasta que la muñeca se le acababa quebrando) como si fuera un trabajador manual.

¿Faltan o sobran datos? Nadie puede creer en estas razones. Ni siquiera porque se equivocó al no querer juzgar los crímenes del Estalinismo mientras denigraba a Soljenitsin, o porque se negó a aceptar el Premio Nobel ofendiendo a un mismo tiempo a la Academia sueca y a los franceses, que quedaban puestos en evidencia por un orgulloso desagradecido.

Como señala desconcertado Bernard-Henri Levy, se pusieron bombas dos veces en su piso, le atacaron en nombre de Dios y de la ciencia, de la moral y la decencia, de la juventud y la vejez, de la extrema derecha, de la extrema izquierda, del comunismo y del anticomunismo. Céline, a quien Sartre tenía en la mayor consideración como escritor (puede que Céline sea el único que quede de nosotros, le comentó Sartre una vez a Simone de Beauvoir) le llamó condenado desecho podrido. Claro que Sartre había escrito de él que se había vendido a los nazis por dinero. Por lo demás, La náusea se abre con una cita suya que se mantuvo cuando ambos habían dejado de tenerse en cuenta.

Todo ello no basta. Aunque Sartre mismo en Las palabras (libro que sorprendentemente dejó interrumpido cuando el pequeño Jean Paul alcanza la edad de doce años) reconociera que a partir de un momento se volvió traidor y que ya no dejó nunca de serlo. Por mucho que me meta en lo que hago, que me entregue sin reservas al trabajo, a la ira, a la amistad, sé que en cualquier instante renegaré de ello, lo quiero así y me traiciono, ya en plena pasión, por el alegre presentimiento de mi futura traición. Tal era su temor a petrificarse, su angustia a quedar fijado para siempre bajo una categoría psicológica, política o sociológica.

No obstante y volviendo a la cita del principio, yo creo que ese tiempo a que hacía referencia Roland Barthes, después de que la bestia del neoliberalismo representada por el mercado haya campado durante los últimos veinte años a sus anchas por el paisaje europeo expoliándolo, ha llegado. Sin embargo el propio Sartre había repetido más de una vez que lo que confería valor a los libros, eran las circunstancias que habían inspirado su nacimiento. Sartre escribió siempre pensando en las urgencias que le imponía el presente, asumiendo el desgaste que implica la fricción constante con los hechos. No otra cosa es la existencia entendida desde sus posiciones filosóficas: un hallarse arrojado en mitad de la vida con la responsabilidad, quiéralo o no la persona, de tener que elegir. Éste es el sentido del aislamiento, del desamparo que transmiten y respiran todos sus personajes.

Sólo por una apuesta que expresa la libertad radical que lo separa del resto (son los otros los que desde la práctica que acompaña a su mala fe, quieren cosificarlo encerrándolo en un espacio y tiempo irreales) puede el hombre reconocer a sus semejantes. Sus libros son máquinas pensadas en primer lugar para el combate (hay que cambiar la mirada que serializa) y no tanto para contribuir al goce estético. Lo real no es bello para Sartre, lo dijo en Lo imaginario y La náusea es su ejemplo vivo. Sin embargo durante la lectura de la novela se descubren perlas en la basura.  No es algo distinto lo que significa para él la noción escritura comprometida.

Se aborde desde el ámbito en que se aborde: filosofía, novela, teatro, o biografía (géneros en los que Sartre se desenvolvió y llegó a escribir obras con igual soltura) la sustancia de los libros, que él equipara a la de la realidad, está trenzada con palabras. Y ser consciente del poder que estas palabras ejercen es lo que los convierte en armas aptas para lucha. Pues cada palabra pronunciada, escrita, leída, dejada caer y captada por la conciencia, al liberarlas ésta de su espesor, contribuye a desvelar el mundo. Y desvelarlo (Sartre insiste en precisar su concepto de acción) supone ya cambiarlo. Cuando uno vive, dice Roquentin el protagonista de La náusea, su alter ego, no sucede nada, los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo (…) pero al contar la vida todo cambia. Sólo que es un cambio que nadie nota.

Bernard-Henri Lévy lo ve claro: su concepto de compromiso no es un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, es un concepto filosófico que designa los poderes metafísicos del lenguaje. ¿No podría ser sencillamente que la indiferencia con que a partir de un momento se pretendió sepultar su obra y que aún hoy, treinta y dos años después de su muerte, dura, tenga algo que ver con que Sartre, que sabía lo que hacía y a qué se exponía, aunque no por ello fuera a detenerse, decidió meter su dedo sucio y libre en la llaga donde a todos dolía?

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Sobrevivir en un espacio imaginario (2)

06 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Dostoievski, Ernst Jünger, Hölderlin, Sartre, Unamuno

Una de las responsabilidades del escritor es hacer que se le entienda, velar en la medida de lo posible porque no se malinterpreten sus textos. La noción de autor remite entre otras muchas, a esta clase de responsabilidad. En el caso de Unamuno su preocupación por evitar los malentendidos se muestra paradigmática, aunque la manera de desarrollarse su prosa justamente los favorezca. Y acaso sea la angustia de que no le comprendan, que sintió siempre atenazarle, una de las razones de su falta de actualidad.

El profesor Unamuno debía saber (lo saben todos los que se dedican a este oficio) que las palabras leídas, al igual que aquellas que simplemente se escuchan, tienen tantas formas de ser interpretadas como personas las oyen o las leen. Basta que un profesor en un momento dado plantee a sus alumnos qué acaba de decir o qué han comprendido de una lectura, para que no hagan falta otras comprobaciones. Por eso no he acabado de entender nunca ese afán suyo por justificar sus libros, de explicarlos con prólogos y epílogos, con comentarios a esos mismos prólogos que proponen nuevas consideraciones al lector, ciñéndole el pensamiento hasta un punto que se diría a veces que quiere ser excesivo a propósito.

¿Será ésta la razón por la que de Unamuno se ocupan hoy sobre todo los profesores y los estudiantes que han de leerlo para superar exámenes?  Sería una lástima que lo más temido por él, que la fuerza de sus ideas se desgastara en esquemas, estuviera a punto de cumplirse.

Día a día, mientras duró su exilio en Hendaya, debió de comprobar que las ideas suyas se adelgazaban, y empezaban a traslucir el esqueleto. Durante su estancia en este pueblo de la frontera vascofrancesa, huido de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a presentirlo: me aburro, dijo, y aburrirse alguien era para él hacerse mortal. Yo creo sinceramente que en Hendaya, Unamuno vislumbró al fin la posibilidad real de su muerte. E igual que le ocurrió a Don Quijote, que en un momento inesperado según lo entendió Dostoievski, sintió nostalgia del realismo ¿Cómo un caballero por grande que sea su fuerza, puede derrotar a un ejército de cien mil hombres en unas horas, ni siquiera en un día, no dejando uno solo con vida? Unamuno imaginó el cansancio de la vida eterna, siendo seducido por la idea de la finitud ¡Qué ganas tengo de dormir, dice Manuel Bueno poco antes de su muerte, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡olvidando el sueño!

Y así Unamuno, mientras se aburre, descubre que puede morir en condiciones de fugitivo, lejos de su mujer, de sus hijos, fuera de España. Se hace, como él temía reconocer, mortal; como si la muerte propia fuera todavía un asunto de voluntad; viendo cómo avanza la nada, cómo se apodera de él la angustia que le hace adquirir conciencia de su ser anonadado e indefenso frente a toda clase de acontecimientos que escapan a su control.

Tres años después, con la caída del régimen que aplastaba a España en aquel momento, se le abriría la posibilidad de una tregua que habría de permitirle escribir y publicar, hacer aún la novela San Manuel Bueno, mártir, una de las mejores que escribió, sin duda, las más sincera, en la que cede su última palabra a los personajes a los que ha dado vida para que ocupen su lugar.

Si el aburrimiento implicaba la muerte, la acción en la que puede verse volcado ahora le ofrece la posibilidad de seguir siendo. Hacerse novela, había escrito, es hacerse alguien, inmortalizarse. En las nuevas circunstancias, su anhelo de inmortalidad se relaja, se le presenta bajo una especie de metáfora. No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años. De nuevo son palabras de Manuel Bueno, dichas al oído de su confidente (que no se entere nadie del pueblo de que no cree, que sigan manteniendo viva la ilusión). Del golpe recibido en Hendaya parece que Unamuno no se recompondría nunca del todo.

Sorprende que hubiera tardado tanto en descubrir el valor de las apariencias, él que dedicó su vida al conocimiento del Quijote. Decía Ernst Jünger que cuando un autor se descubre en su substancia, sin tratar de ejercer una influencia por un esfuerzo de voluntad, esto puede producir repercusiones más importantes que si se lanzara a una argumentación política. Para adecuar esta idea a la personalidad de Unamuno, bastaría con sustituir la palabra política por teológica.  Pues no es lo que alguien sea lo que importa (pienso ahora en aquella pregunta que lo había atormentado estando en París ¿cómo soy, como me creo yo o como me creen los demás?) sino lo que parezca y muestre a fin de cuentas de sí mismo: lo que haga.

Para Sartre el infierno eran los otros, lo he escrito otra vez; para Unamuno, haciendo de los versos de Hölderlin, quizás un motivo para seguir viviendo, allí donde se presenta el peligro se encuentra lo que salva, los otros son quienes custodian la puerta del paraíso.

Ser inmortal es vivir en la memoria de los demás, tal sería en mi opinión, el resultado de su vuelta del destierro. Éste es Manuel Bueno: Miguel de Unamuno, acaso mártir. E igual que ocurrió con su amadísimo don Quijote, la gloria que le espera, será o no será de acuerdo al lugar que ocupe en el imaginario colectivo. Ahora sabe que también su yo es figura de ficción, autor, como dios mismo, que debe su existencia, sólo a sus criaturas. No existen otras diferencias entre estas formas de ser.

Así el destino de Augusto, el protagonista de su novela Niebla que le suplicaba a su creador, que por piedad le evitara tener que sentirse condenado a morir, dependía tanto de Unamuno, como la supervivencia de éste depende del favor de sus lectores. Y para esto importan poco los prólogos justificativos, los epílogos, los comentarios aclaratorios. Después de todo, pasado el tiempo de la refriega, sólo la obra cuenta.

 

 

 

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Como un oso solitario (1)

08 sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Flaubert, Sartre, Turguéniev, Unamuno

El 13 de noviembre de 1872, en una carta dirigida a su amigo Ivan Turgéniev, Gustave Flaubert, refiriéndose al estado social de su época, le escribió las siguientes palabras: nunca el odio a cualquier grandeza, el desdén por lo bello, la aversión, en fin, a la literatura, han sido tan palpables. Unas líneas antes, en esa misma carta, el autor de Madame Bovary, víctima de una gran aflicción, (en tres años había perdido a casi todas las personas que quería) se había estado quejando de cómo la estupidez pública le desbordaba. Cosa que no quería decir que fuera a dejarse abatir por el desaliento y acabara confesándole al amigo, que estaba preparando un libro en el que iba a procurar escupir toda su bilis.

Se sabe por su correspondencia que Flaubert alimentaba este bilioso propósito, como mínimo desde 1852. Y si es cierta la anécdota que se cuenta de que a los nueve años concibió la idea de ir recogiendo por escrito las tonterías que oía decir a la gente que iba a visitar a sus padres, se podría pensar que había aguardado pacientemente toda la vida con la sola esperanza de que un día llegara ese momento. En su retiro, siempre he procurado vivir en mi torre de marfil, Flaubert no está dispuesto a no hacerse oír. Siquiera sea porque está cansado de ver cómo una marea de mierda bate sus muros para derrumbarla impidiéndole hablar con nadie sin encolerizarse, haciéndole decir que todo lo que lee sobre la actualidad le enfurece.

Flaubert inicia la redacción del libro anunciado el 1 de agosto de 1874, después de dos años de grandes preparativos.  Me lo he jurado. Ya no puedo dar marcha atrás. ¡Pero qué miedo tengo! ¡Qué congoja! Su ánimo es el de aquél que ha comprendido que va a amarrarse al potro para el resto de su vida. Porque Bouvard y Pecuchet (tal es el nombre con el que decidirá titular la obra -el mismo que el de sus protagonistas) se publicaría sólo póstumamente en 1880 después de que su autor sufriera una congestión cerebral que habría de impedir que lo acabara, negándole la suerte de ver cumplido su propósito.

Pero la relación que expresa esa dependencia incómoda que Flaubert establece con sus libros y sus personajes, a los que a menudo no puede oírles hablar sin irritarse, no es nueva en él. La larga correspondencia que mantuvo con Louise Colet durante la redacción de Madame Bovary, abunda en expresiones que ilustran un sentir que se alimenta de la pasión obsesiva que forman el amor y el odio. Un odio dinámico, que se caracteriza por el deseo de venganza que Flaubert siente contra la clase social que constituye la burguesía de su época (a la que él mismo pertenece) y a la que se cebará en describir con punzante ironía en la mayoría de sus obras; una clase social, cuyo desconcierto es tal, según le explica a Turguéniev, que ni siquiera tiene el instinto de defenderse. Aunque fuera el suyo, un odio no sangriento que podía aplacarse gracias a la fuerza y los límites que le imponía su amor por las palabras.

Porque Bouvard y Pecuchet es, como se ha dicho tantas veces, una gran Enciclopedia de la tontería humana (Flaubert mismo, un año antes de morir, había propuesto ese subtítulo para su publicación) o de la idiotez, como prefería decirlo Sartre con una palabra más incisiva, al considerar que Flaubert identificaba la tontería con el mal y al tonto con el opresor, hallando de esta forma una razón que explicara su necesidad de enfrentamiento; o la estulticia como se prefiere también traducir más delicadamente el término francés bêtise. Pero lo cierto es que es también un libro (al menos ésta ha sido mi experiencia confirmada con cada nueva lectura) donde no faltan los motivos para admirarse de la entrega sin condiciones que Flaubert hace a la humanidad por medio de la práctica de la literatura, que le hace cómplice de forma inevitable de aquello que ataca y critica. En el mes de setiembre haré excursiones arqueológicas y geológicas por la Baja Normandía; como siempre para mi pareja de idiotas. Tengo miedo de serlo yo también, le dice, una vez más, a Turguéniev, con quien a través de las cartas aprovecha para sincerarse.

El amor por las palabras que experimenta, desde su particular vivencia, como un ideal inalcanzable y que siente, aunque se empeñe en aparentar lo contrario, por sus criaturas, haciendo que se embarque con ellas en los proyectos más osados. Como le ocurrió sin duda a Cervantes al comprender el destino amargo que aguardaba a Alonso Quijano a quien, ya próximo el final de su historia, decidió devolverle la cordura. ¡Cómo sino mantener la fuerza necesaria para no flaquear y seguir firme ante la mediocre aspiración de una época que le hace imaginarse como un oso solitario!

Sin estar totalmente de acuerdo con Miguel de Unamuno, que creyó adivinar en el destino de los protagonistas de la novela un destino trágico, donde otros sólo habían visto el resultado de una tarea absurda e idiota, Bouvard y Pecuchet es para mí una obra que se podría rodear de esa aureola, pero en la que la visión lúcida de la escritura en ella expuesta, consigue que el transcurso del tiempo no haga sino multiplicar las ideas que sugiere; que no renuncia a hacer escarnio de sí misma y que muestra una extraña ternura por esos dos entusiastas que no se rinden y continúan desplegando después de cada fracaso, una energía mayor que cuando debieron ser jóvenes. En el momento en que se retiran para emprender la segunda parte del libro que debía titularse La copia, Bouvard y Pecuchet deben frisar ya los ochenta años y no parece que esa circunstancia haya dejado en ellos ninguna mella.

Así, el paso del tiempo contra el que Flaubert se rebela ideando para sus protagonistas una especie de juventud eterna, cuando la mente no se proyecta ya naturalmente hacia el porvenir, es que uno se ha hecho viejo, al asociarse con la imposibilidad de un progreso en el que no cree, el futuro es lo peor que hay en el presente, resultará ser a la postre lo que los salve del destino trágico que en una lectura tendente al patetismo les había asignado Unamuno.

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