CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Hölderlin

El paseo, la pereza

22 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

≈ 4 comentarios

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Alfred Kubin, Canetti, Carl Seelig, Claudio Magris, Coetzee, Dostoievski, Hölderlin, Kafka, Lovekraft, Nietzsche, Robert Walser, Walter Benjamin

En un texto sobre Robert Walser que puede leerse en La provincia del hombre, Canetti ha escrito que la experiencia más íntima de este escritor fue el miedo. Tanto es así que llega a considerar que el conjunto de su obra literaria no es otra cosa que un intento por silenciar ese miedo que solo se hará explícito, cuando más tarde se formen las voces que vengarán en él todo lo ocultado.

Sin referirse directamente a ello, Canetti hace referencia a la circunstancia que llevaría a Robert Walser a ingresar voluntariamente en un hospital mental, después de que un año antes pasara por una clínica de reposo y llevara a cabo un intento de suicidio frustrado porque, como diría él mismo, ni siquiera pude hacer una horca correcta.

No obstante, y más allá de que fuera preciso establecer un diagnóstico que justificara las razones del ingreso, depresión marcada y severa inhibición, se sabe por el informe médico (así lo ha subrayado J.M. Coetzee), que en evaluaciones posteriores los doctores no se pusieron de acuerdo e incluso le alentaron a que viviera en el exterior nuevamente. En términos objetivos se habló de una madre depresiva crónica, así como de que uno de sus hermanos se había suicidado y otro había muerto en un psiquiátrico.

Contrariamente al punto de vista de Elias Canetti, Benjamin reconoce que todos los héroes de las novelas de Robert Walser, participan de cierta frustración pero enseguida añade que no es por timidez ante el mundo como podría pensarse, o resentimiento moral, o por patetismo, sino por razones puramente epicúreas. Desconozco las razones que tenía Canetti para establecer su diagnóstico pero la razón que esgrime Benjamin para fundamentar su interpretación es que nadie disfruta tanto de sí mismo como aquél que está en proceso de curación. De ahí, que añada que observa en sus personajes más importantes una nobleza no acostumbrada.

Tener miedo o estar en un proceso feliz de curación, abren vías interpretativas no siempre conciliables. Coetzze reconoce la originalidad de la interpretación de Benjamin, aunque advierte, (no sé si porque pone en duda su valor), que el conocimiento que este tenía de su obra era más bien escaso. Por otro lado, analizando el carácter de Jakob von Gunten, el protagonista de la novela homónima de Robert Walser, Coetzze ha destacado la influencia que esta obra tuvo en Kafka, quien, según cuenta Max Brod, la leía con deleite en voz alta. Aquí, Canetti, Benjamin, Coetzze (los tres citan en sus estudios a ambos autores) estarían de acuerdo, pues el aire de familia entre Robert Walser y Kafka es incontestable. Con todo y con ello, Coetzze, aunque no pretenda restarle originalidad, afirma en Mecanismos internos que como personaje literario Jakob von Gunten no carece de precedentes: en el placer que obtiene cuestionando sus propios motivos, nos recuerda al hombre del subsuelo de Dostoievski y, tras él, al Jean Jacques Rousseau de las Confesiones.

No estoy seguro de si Claudio Magris, otro intérprete destacado, reconoce esta doble herencia pero sí consta que suscribe la del primero y la aprovecha para afirmar en En las regiones inferiores (breve ensayo que Magris sitúa en el contexto de la crítica a la violencia metafísica que según Nietzsche y Heidegger se halla implícita en todo gran estilo), que Robert Walser rechaza categóricamente la función de la conciencia.

Como ocurre con el protagonista de Memorias del subsuelo; como ocurre con Nietzsche, de quien considero que Robert Walser recibió una influencia determinante (no importa que en sus conversaciones con Carl Seelig le censure que se vengaba de que ninguna mujer le hubiera amado), su experiencia al respecto es inequívoca: la conciencia es su enfermedad; en su manifestación hipertrofiada, yo añadiría que paradójicamente, se convierte en el punto de inflexión que anuncia su propio fin; la vida en el manicomio en el único espacio de salud donde esta puede seguir desarrollándose.

Se trata sin duda de una apuesta arriesgada en la que se concitan por igual pasiones nobles y mezquinas: timidez miedo, vergüenza, pereza, envidia, orgullo, coraje, audacia…, apuesta que a la postre acabará desbordando la exterioridad literaria llegando a devenir forma de intransigente rebeldía, transformación interior que acabará apartándolo incluso de la escritura.

No se han encontrado textos que fueran escritos después de 1932, pero Coetzee ha advertido de qué modo, a través de su implicación emocional, fue capaz de vislumbrar, al describir la vida que se desarrolla en el Instituto Benjementa, en Jakob von Gunten, el surgimiento de esa clase de varón pequeño burgués que en una época de gran confusión social encontraría atractivas las camisas pardas de Hitler.

Atrapado en una encrucijada existencial que le obliga a elegir entre convertirse en víctima o favorecer al sádico despótico, Robert Walser se niega a dar pábulo a la monstruosidad que se avecina. Y es por ello que, con una coherencia semejante a la de Franz Kafka, renuncia a formar parte del mundo administrado que acabará identificándose con el horror.

El paseo, la pereza, las manifestaciones de incompetencia que no ocultan sus personajes, de las cuales incluso alardean, camufladas por una aureola de pudor y de vergüenza que roza el ridículo desde el momento en que se saben descubiertos por la mirada ajena, no indican la falta de compromiso que lo empuja a empequeñecerse y pasar desapercibido para salvarse sin más, como ha insinuado Canetti, sino que son la forma, en mi opinión, en que su compleja personalidad afirma la rebelión de brazos caídos, una vez que ha decidido sobrevivir en la única institución que en lo sucesivo representa la cordura.

El caos empieza, las órdenes desaparecen, llega a decir el protagonista de El paseo, poco antes de que la vida se vuelva un sueño y lo hasta entonces comprendido resulte incomprensible. Toda jerarquía se anula con el vagabundeo y así, el caminar derecho conduce a menudo al error, mientras el erróneo, acaba siendo un acierto. De igual modo que el elegante traje con que las fotografías nos han acostumbrado a reconocer la imagen de Robert Walser, demanda imaginar la presencia de un cuello de camisa ajado y una corbata torcida si es que hay que ser fieles a la verdad. No. Tiene que estar abierto, le responde al doctor cuando antes de salir con Carl Seelig, aquél pretende abrocharle el último botón del chaleco.

Nietzsche afirmó que tener fe en el cuerpo es más importante que tener fe en el alma, y consiguió convencernos de que la pretendida unidad de la conciencia no había hecho sino empeorar la condición del ser humano. Yo creo que Robert Walser, con no menos voluntad, dispuso las estrategias para acabar con su propio yo, volviéndose inservible antes que formar parte de la maquinaria social y verse reflejado en su estructura de dominación.

Así, tornarse arena o polvo capaz de introducirse sin ser visto en las grietas del sistema para hacer crujir los engranajes que hacen funcionar su estructura, sería un aliciente cercano a la felicidad. Ya lo anunció Hölderlin: El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa.

Post scriptum: En las regiones inferiores, que es una expresión incompleta que Robert Walser pone en boca de Jacob von Gunten hacia el final de la novela, solo puedo respirar en las regiones inferiores, y que Canetti considera que podría ser el lema de los escritores, a mí me sugiere el título de un relato de terror sobrenatural, que bien podrían haber escrito Lovekraft o Alfred Kubin.

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Regiones dañadas (2)

20 sábado Sep 2014

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Carlos Fuentes, Eloisa Lezama, Hölderlin, Herman Hesse, Lezama Lima, Thomas Mann

Lezama Lima dejó escrito y repitió en diferentes ocasiones, que sólo lo difícil es estimulante. Pero ¿qué es lo difícil? En La expresión americana lo dio a entender con una imagen: lo sumergido en las maternales aguas de lo oscuro o lo originario sin causalidad. De ahí el agotador espanto de sumergirse a pleno pulmón en sus profundidades; sobre todo si se tiene en cuenta que Lezama era asmático y acusaba con especial sensibilidad la falta de aire.

En un diálogo en Paradiso, en el que Rialta habla con su hijo después de la muerte del padre, con la intención de infundirle un temple de ánimo digno de su linaje, Lezama, le hace decir: cuando un hombre a través de sus días ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa.

Y así, con ese “sabe” enfático, el pequeño Cemí queda advertido de que el valor reside no en la dificultad misma sino en las implicaciones existenciales que conlleva. Para la viuda del coronel, retrato fiel de la madre de Lezama Lima, que conocía bien a su hijo, según el testimonio de su hermana Eloisa, no hay duda; lo difícil, hacia lo que ella cree que ha de empujarle, debe unirse indisolublemente a lo peligroso. Como en los versos de Hölderlin: donde hay peligro crece también lo salvador.

¿Se trataría entonces de afrontar el peligro para salvarse? ¿Se encuentra ahí lo difícil? ¿De qué aguas profundas –maternales aguas de lo oscuro– nos está hablando Lezama? En el capítulo II de esta obra, José Cemí que apenas tiene diez años, parecería haberlo vislumbrado por primera vez al ser descubierto escribiendo cosas en el muro que trastornan a los viejos en sus relaciones con los jóvenes.

Lezama describe este suceso a su manera hermética: Al fin apoyó la tiza como si conversase con el paredón. La tiza comenzó a manar su blanco (…). Llegaba la prolongada tiza al fin del paredón, cuando la personalidad hasta entonces indiscutible de la tiza fue reemplazada por una mano que lo asía. La mano que lo ha acechado en la sombra, la misma que lo denuncia acusándolo en público de acercarse a otros niños buscando el pecado. Sin más ánimo que transcribir lo sucedido, Lezama se limita a decir que en ese momento el joven Cemí estaba atontado, aunque todo en esa circunstancia haga suponer que debió sentir fundirse en su interior el temor y la vergüenza.

Cemí escribe en el paredón, según interpreta Eloisa Lezama en el prólogo a la novela, porque quiere salir al mundo y al sexo, porque necesita a otros niños, quiere jugar, quiere conocerlos en sentido bíblico. La tiza es un símbolo fálico pero también un medio para obtener el diálogo.

Más adelante, en el capítulo VII, se confirmará de nuevo dónde se encuentra el peligro y cómo, segregándose de él, Cemí intuye lo que podría salvarle cuando descubre las causas de la atracción que le despierta su tío Alberto, un auténtico bala perdida, que indirectamente ha de venir a mostrarle el poder de la imaginación y las palabras. Cemí corrió hacia la sala para buscar los papelitos que había leído su tío Alberto, los fue revisando con calmosa insistencia, todos estaban vacíos de escritura. Entonces fue cuando comprendió a pesar de sus espaciadas visitas, la compañía que le daba su tío.

No hay que olvidar que por su forma desordenada de vivir, y las malas inclinaciones que ofendían tanto a la abuela doña Augusta, el tío Alberto acabará sufriendo una muerte estúpida en el interior de un coche que no conduce cuando sea arrollado por una locomotora.

Es notorio que la personalidad de Lezama ha sido caracterizada como fuertemente edípica, del mismo modo que los son los caracteres de los personajes más importantes de la novela, todos ellos jóvenes que se buscan a sí mismos en algo de lo que solo están ciertos de su ausencia pero que ansían ver compartido por una minoría muy selecta.

Su propia hermana Eloisa al evocar a su madre nos recuerda cómo esta, al referirse a su hijo adoptaba el tono de estar hablando de un niño grande: Me temo que cuando algo muy desagradable ocurra –quería decir cuando ella muriera– va a dar a una casa de huéspedes, donde lo burlen y lo juzguen un excéntrico candoroso… Lo considerarán una víctima de la alta cultura, como existen esas víctimas de las novelas policiales, que prefieren entrar en su casa por la ventana.

Pero más allá del ansia a la que empuja el deseo, se trata de abandonar el círculo familiar, de enfrentarse a la hostilidad que representa el mundo para el adolescente, acrecentada por las circunstancias históricas y personales en que le tocaría crecer y desarrollarse. Hablo de Cuba y la revolución, de la homosexualidad mal enmascarada de Lezama. No es algo nuevo. Antes bien, se trata de una problemática abordada con frecuencia por la literatura romántica existencial, que recuperó el tirón en las primeras décadas del siglo pasado, con la obra de Herman Hesse y Thomas Mann en Europa. Pues Paradiso es, entre las muchas lecturas que ofrece, en la sobreabundancia de metáforas que la hacen extraviarse por el continuo de la imagen, una gran novela de iniciación y aprendizaje, una auténtica bildungsroman barroca y salvaje en la que las plumas al pollo (un pavo real en realidad) como puede comprobarse al final de su desarrollo, llegan a crecerle tanto que le impiden volar.

Su hermana Eloisa ha interpretado que en el piso añadido que es Oppiano Licario, José Lezama Lima salva a los tres amigos Cemí, Foción y Fronesis porque los tres son inocentes. Debo reconocer que no puedo estar de acuerdo. Como lo observó también Carlos Fuentes, la amistad se pierde. La promesa de juventud se disipa. La trinidad Fronesis-Foción-Cemí se dispersa. La comunidad de intereses espirituales que los había reunido en un principio no puede constituirse como imán ni centro.

La arenga de Fronesis (el más ético de los tres) en Oppiano Licario, que acaba con las palabras más duras dirigidas al grupo que rodea a Champollion en París, qué alegre, qué primitivo, qué sencillamente creador, un mundo donde ya ustedes no estén. (…) El calor es en ustedes, dispénsenme, no la cualificación de la vida, sino el preludio de la calcinación. No deseo la menor posibilidad tangencial con vuestro mundo, ni siquiera me despido, pues como muertos no podéis contestar a mi despedida, obtiene por toda réplica un sonoro pedo. La necesaria comunicación que anhelaba Cemí se trunca hasta quedar burlada. Como si el daño que sufrieron todos fuera irreparable.

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Sobrevivir en un espacio imaginario (2)

06 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Dostoievski, Ernst Jünger, Hölderlin, Sartre, Unamuno

Una de las responsabilidades del escritor es hacer que se le entienda, velar en la medida de lo posible porque no se malinterpreten sus textos. La noción de autor remite entre otras muchas, a esta clase de responsabilidad. En el caso de Unamuno su preocupación por evitar los malentendidos se muestra paradigmática, aunque la manera de desarrollarse su prosa justamente los favorezca. Y acaso sea la angustia de que no le comprendan, que sintió siempre atenazarle, una de las razones de su falta de actualidad.

El profesor Unamuno debía saber (lo saben todos los que se dedican a este oficio) que las palabras leídas, al igual que aquellas que simplemente se escuchan, tienen tantas formas de ser interpretadas como personas las oyen o las leen. Basta que un profesor en un momento dado plantee a sus alumnos qué acaba de decir o qué han comprendido de una lectura, para que no hagan falta otras comprobaciones. Por eso no he acabado de entender nunca ese afán suyo por justificar sus libros, de explicarlos con prólogos y epílogos, con comentarios a esos mismos prólogos que proponen nuevas consideraciones al lector, ciñéndole el pensamiento hasta un punto que se diría a veces que quiere ser excesivo a propósito.

¿Será ésta la razón por la que de Unamuno se ocupan hoy sobre todo los profesores y los estudiantes que han de leerlo para superar exámenes?  Sería una lástima que lo más temido por él, que la fuerza de sus ideas se desgastara en esquemas, estuviera a punto de cumplirse.

Día a día, mientras duró su exilio en Hendaya, debió de comprobar que las ideas suyas se adelgazaban, y empezaban a traslucir el esqueleto. Durante su estancia en este pueblo de la frontera vascofrancesa, huido de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a presentirlo: me aburro, dijo, y aburrirse alguien era para él hacerse mortal. Yo creo sinceramente que en Hendaya, Unamuno vislumbró al fin la posibilidad real de su muerte. E igual que le ocurrió a Don Quijote, que en un momento inesperado según lo entendió Dostoievski, sintió nostalgia del realismo ¿Cómo un caballero por grande que sea su fuerza, puede derrotar a un ejército de cien mil hombres en unas horas, ni siquiera en un día, no dejando uno solo con vida? Unamuno imaginó el cansancio de la vida eterna, siendo seducido por la idea de la finitud ¡Qué ganas tengo de dormir, dice Manuel Bueno poco antes de su muerte, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡olvidando el sueño!

Y así Unamuno, mientras se aburre, descubre que puede morir en condiciones de fugitivo, lejos de su mujer, de sus hijos, fuera de España. Se hace, como él temía reconocer, mortal; como si la muerte propia fuera todavía un asunto de voluntad; viendo cómo avanza la nada, cómo se apodera de él la angustia que le hace adquirir conciencia de su ser anonadado e indefenso frente a toda clase de acontecimientos que escapan a su control.

Tres años después, con la caída del régimen que aplastaba a España en aquel momento, se le abriría la posibilidad de una tregua que habría de permitirle escribir y publicar, hacer aún la novela San Manuel Bueno, mártir, una de las mejores que escribió, sin duda, las más sincera, en la que cede su última palabra a los personajes a los que ha dado vida para que ocupen su lugar.

Si el aburrimiento implicaba la muerte, la acción en la que puede verse volcado ahora le ofrece la posibilidad de seguir siendo. Hacerse novela, había escrito, es hacerse alguien, inmortalizarse. En las nuevas circunstancias, su anhelo de inmortalidad se relaja, se le presenta bajo una especie de metáfora. No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años. De nuevo son palabras de Manuel Bueno, dichas al oído de su confidente (que no se entere nadie del pueblo de que no cree, que sigan manteniendo viva la ilusión). Del golpe recibido en Hendaya parece que Unamuno no se recompondría nunca del todo.

Sorprende que hubiera tardado tanto en descubrir el valor de las apariencias, él que dedicó su vida al conocimiento del Quijote. Decía Ernst Jünger que cuando un autor se descubre en su substancia, sin tratar de ejercer una influencia por un esfuerzo de voluntad, esto puede producir repercusiones más importantes que si se lanzara a una argumentación política. Para adecuar esta idea a la personalidad de Unamuno, bastaría con sustituir la palabra política por teológica.  Pues no es lo que alguien sea lo que importa (pienso ahora en aquella pregunta que lo había atormentado estando en París ¿cómo soy, como me creo yo o como me creen los demás?) sino lo que parezca y muestre a fin de cuentas de sí mismo: lo que haga.

Para Sartre el infierno eran los otros, lo he escrito otra vez; para Unamuno, haciendo de los versos de Hölderlin, quizás un motivo para seguir viviendo, allí donde se presenta el peligro se encuentra lo que salva, los otros son quienes custodian la puerta del paraíso.

Ser inmortal es vivir en la memoria de los demás, tal sería en mi opinión, el resultado de su vuelta del destierro. Éste es Manuel Bueno: Miguel de Unamuno, acaso mártir. E igual que ocurrió con su amadísimo don Quijote, la gloria que le espera, será o no será de acuerdo al lugar que ocupe en el imaginario colectivo. Ahora sabe que también su yo es figura de ficción, autor, como dios mismo, que debe su existencia, sólo a sus criaturas. No existen otras diferencias entre estas formas de ser.

Así el destino de Augusto, el protagonista de su novela Niebla que le suplicaba a su creador, que por piedad le evitara tener que sentirse condenado a morir, dependía tanto de Unamuno, como la supervivencia de éste depende del favor de sus lectores. Y para esto importan poco los prólogos justificativos, los epílogos, los comentarios aclaratorios. Después de todo, pasado el tiempo de la refriega, sólo la obra cuenta.

 

 

 

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