CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

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Por los caminos de Proust (I, II, III)

30 miércoles Dic 2015

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Barthes, Beckett, Bergson, Deleuze, Descartes, Gide, Leibniz, Nabokov, Nerval, Nietzsche, Platón, Proust, Schopenhauer

I

Suele ocurrir que quien se acerca a la gran obra de Proust, En busca del tiempo perdido, por primera vez, antes de decidirse a emprender su lectura, se pregunte si los siete volúmenes que la componen pueden leerse independientemente o es necesario leerlos uno tras otro, desde el primero hasta último, para comprender su sentido. Conscientes de estas dudas que tantas veces se le plantean al lector, algunas editoriales de nuestro país han optado por publicar únicamente el primer volumen o la segunda parte de este primer volumen, ya que su contenido, puede considerarse hasta cierto punto autónomo. Aunque también se ha llegado a publicar una parte del quinto volumen bajo el título de Albertina desaparecida, que es el que figuraba en la primera edición francesa completa, en dieciséis volúmenes, que realizó la Nouvelle Revue Française para enmendar el grave error que cometió Gide al rechazarla primeramente, y que a juicio de Samuel Bekett, (así al menos lo expresa este autor en la nota liminar que aparece en su estudio sobre Proust) se trata de una edición literalmente abominable. The references are to the abominable edition of the, in sixteen volumes.

En cualquier caso, si es cierto que la estructura de la obra, una vez que se ha llevado a cabo una primera lectura, permite que se la relea siguiendo un orden que puede incluso llegar a ser el inverso, parece una obviedad que empezar por el primer volumen es lo recomendable. Y no solo porque esta fórmula responde al deseo y la intención del autor, siendo el orden en que fue apareciendo publicada, sino porque en el primer volumen, Por el camino de Swann, el lector se sumerge en el universo no solo más poético y sensitivo de Proust, sino también -aunque quizás sea esta una opinión demasiado subjetiva- en el Proust más feliz. Pero además, porque en este volumen se enuncian y se presentan todos los temas que irán desarrollándose a lo largo de la obra, así como el sistema poético que utiliza Proust, (el uso de la metáfora como forma de superar, de ir más allá de la inmediatez con que se nos presentan los datos en el lenguaje de las sensaciones) y porque las nociones y los temas que en él se tratan, muchos de ellos cotidianos, son de fácil comprensión para un lector al que solo se le pide que mantenga la necesaria atención.

Con todo, el sentido pleno del libro, considerando los siete volúmenes como una gran unidad, no aparece hasta el último de los volúmenes, El tiempo recobrado. Se expone en este, el método conforme al cual se establecen las claves interpretativas de la obra y el modo de proceder para alcanzar el objetivo planteado por su autor: el camino a las esencias que solo la memoria involuntaria puede desvelar, es decir el ascenso/descenso hacia la verdad que persigue la obra de arte y que es en cierto modo una verdad que permanece platónicamente inmutable y a salvo de los efectos destructivos de la temporalidad en la que se desarrolla la vida.
Los otros cinco volúmenes, que no son en modo alguno del todo independientes, pues son múltiples los envíos, que desde cualquiera de ellos se dirigen entre sí, se despliegan según un orden interno que lleva al narrador, protagonista de la novela, a discurrir por los mundos en que este va a desenvolverse, y cuyo sentido existencial solo se le hará claro cuando en el último volumen, por medio de una aprehensión lúcida e inequívoca de la inteligencia, no solo comprenderá la forma en que desde su infancia ha ido construyendo su vida, sino la que, en lo sucesivo, por medio de la renuncia a la vida mundana y una dedicación exclusiva a la literatura, va a determinarla.

Pero ¿Qué es la Recherche, de qué trata propiamente, qué sentido tiene esta novela que impulsó a Proust a retirarse igual que si fuera un monje para escribir un millón y medio de palabras y que según sugiere Michel Schneider, se escribe porque nadie escucha, en su libro Maman, Proust pudo haberse visto motivado a escribirla por el sentimiento de abandono que arrastró toda su vida a causa de su relación con la madre?

Es común que si no se le ha leído todavía pero sí se ha oído hablar de él, se piense en la anécdota de la magdalena. Quien no sabe nada de su obra, sabe al menos que un día este escritor al saborear una magdalena mojada en el té, recordó de pronto toda su infancia. Así relatado, este acontecimiento, no deja de ser una simplificación del episodio que se describe en el primer volumen, pero es un hecho que es de dominio público. Casi tanto como que el Quijote enloqueció de tanto leer y que Sancho Panza tendía a la gordura.

Otra de las características, más o menos divulgada, acerca de su estilo, es que este puede requerir más de treinta páginas para explicarnos las dificultades del protagonista para conciliar el sueño. La malicia que encierra esta caracterización, que insinúa que se trata de una obra en la que no pasa casi nada y que por ello ha de resultar aburrida, puede que se deba al hecho de que cuando Proust buscaba un editor para su obra, Alfred Humblot comentara al respecto: Quizás sea yo tonto de remate y totalmente insensible, pero por mucho que me esfuerce no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido.

Pero vuelvo a la pregunta. ¿Qué es la Recherche? ¿De qué trata? Según lo expone Roland Barthes en su ensayo Proust y los nombres, esta novela es la historia de una escritura que se desarrolla en tres actos o como también él dice, tres desilusiones.

Personalmente no me atrevo a asegurar que esta apreciación última esté justificada ya que, solo desde un entusiasmo vital extraordinario, puedo concebir que alguien renuncie a seguir viviendo como lo ha hecho hasta entonces, para consagrarse íntegramente a convertir lo que tuvo su origen en un mero accidente de la biología, en una forma de destino, es decir, que se disponga convertir su vida en un libro. O dicho con otras palabras a convertir el azar en necesidad.

Voy a seguir no obstante, y un poco a mi manera, según me convenga, el esquema de Barthes, pues va a resultarme útil para presentar lo que quiero exponer. Desde esta perspectiva, según la cual la Recherche es la historia de una escritura, en el primer acto se enuncia fundamentalmente la voluntad de escribir, motivada por el placer y la admiración que el protagonista de la novela siente sobre todo por la obra de Bergotte, (escritor que frecuenta la casa de Swann, amigo de la familia) y la alegría relativa que le procura haber sido capaz de describir los campanarios de Martinville en un intento por penetrar la fascinación que en un momento determinado, le produjo verlos.

En el segundo acto la acción se desarrollaría a partir de la impotencia para escribir que experimenta el narrador, provocada por las grandes dificultades que se le presentan, no solo para encontrar un tema de altura que le merezca el esfuerzo, sino también su insensibilidad creciente frente a la naturaleza que le hace imposible disfrutar de la belleza de la que había gozado en otro tiempo. Esta insensibilidad quedaría reflejada al inicio del Tiempo recobrado, en un pasaje en el que el protagonista vuelve de visita a Combray, el espacio mítico de su infancia, a partir del cual cristalizará toda la novela: ¿Cómo no iba a sentir más vivamente aún que antaño, camino de Guermantes, el sentimiento de que nunca sabría escribir, al que se sumaba otro, el de que mi imaginación y mi sensibilidad se habían debilitado, cuando vi la poca curiosidad que me inspiraba Combray? ¡Qué estrecho y qué feo me parecía el Vivonne junto al camino de sirga (…) Otra de mis sorpresas fue ver las fuentes del Vivonne, que yo me figuraba como algo tan extraterrestre como la entrada de los infiernos y que no era más que una especie de lavadero cuadrado del que salían burbujas.

Por último llegaríamos al tercer acto, que como bien ha advertido Barthes, se desarrolla después de que el protagonista ha tocado fondo, cuando este acaba renunciando a la escritura dada su nulidad para alcanzar un lugar destacado en el mundo de las letras. No es ningún secreto que durante mucho tiempo, al igual que le ocurre al narrador de la novela, Proust sufría debido a una falta de confianza en sus capacidades como escritor. Este tercer acto lo ocupa el tiempo recuperado y se produce a partir del momento en que de forma casi encabalgada, le suceden al narrador tres episodios que resultarán trascendentales. Tres episodios que están relacionados con otros semejantes que ya se le habían presentado en otros momentos de su vida pero a los que entonces, no les había dedicado el suficiente cuidado. Estos episodios tienen que ver con la serie de reminiscencias que sorprenden al narrador en la biblioteca del hotel de Guermantes. Lo característico de todos ellos es que las reminiscencias se le presentan de forma inesperada, espontáneamente, proporcionándole una felicidad extraordinaria, debida al hecho de haber descubierto una verdad que hasta aquel momento permanecía velada.

He aquí cómo se prepara el momento en el que una tras otra irán apareciendo las tres epifanías principales, todas ellas vinculadas a las sensaciones que le producen, por un lado, el desnivel de unas baldosas que lo transportan al baptisterio de San Marcos en Venecia, donde tiempo atrás pisó dos baldosas desiguales, el ruido que provoca un criado al hacer chocar una cuchara contra un plato, y la rigidez de una servilleta que el protagonista se lleva a la boca para limpiarse: Rumiando los tristes pensamientos que decía hace un momento, entré en el patio del hotel de Guermantes y en mi distracción no pude ver un coche que avanzaba; el grito del wattman solo me dio tiempo para apartarme bruscamente, y retrocedí lo bastante para chocar sin querer contra el pavimento bastante desigual tras el cual estaba la cochera. Pero en el momento en que rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaran un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión. La felicidad que acababa de sentir era, en efecto, la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces. La diferencia, puramente material, radicaba en las imágenes evocadas.

Se trata de un momento clave para el desarrollo del tercer acto, pues el narrador, que ha decidido enseñar todas sus cartas, pasa a exponernos su teoría sobre la literatura; el lector puede comprobar que se trata de la teoría conforme a la cual, el escritor ha construido su obra. A continuación, el narrador comunica que ha tomado la decisión de aplicarse sistemáticamente a explorar el sentido de su existencia a través de los signos por medio de los cuales esta se le ha ido mostrando; decisión que al mismo tiempo hará que se determine de una vez por todas a emplear los años que le quedan de vida a escribir esa obra única que le estaría destinada a todo gran escritor. Porque los grandes literatos no han hecho nunca más que una sola obra.

Lo asombroso, lo que resulta paradójico para mí en ese gesto, es que acaba provocando, igual que si se le diera la vuelta a un guante, una inversión del sentido del tiempo vivido. Pues desde ese momento, la pereza, el tiempo perdido, en su acepción literal, la errancia y el vagabundeo espiritual por el amor y los salones, se le aparecerá al narrador como obedeciendo a un plan determinado; o dicho de otra manera: el sentido de su pasado es vivido en ese instante como el efecto causado por su propia determinación. Pues si la comprensión habitual y científica de los fenómenos nos ha hecho considerar que la dirección del tiempo se mueve desde el pasado al presente para llegar así al futuro, después de esa experiencia privilegiada, a la que se entrega el narrador, el instante en que se lleva a cabo la determinación de convertirse en el escritor que siempre ha deseado ser, será el que determine su pasado, confiriéndole de esta forma un sentido que nunca antes podía haber imaginado. Nietzsche y la teoría del eterno retorno, así como las implicaciones éticas que la acompañan, más allá de las críticas que Proust manifestó a partir de un momento por un filósofo al que admiró en la época en que escribió Los placeres y los días, se cuelan inesperadamente en la novela.

II

He planteado qué es la Recherche, y valiéndome, al empezar a escribir, de Roland Barthes, creo haberme aproximado a lo que sería una respuesta. Pero la Recherche es también una peculiar y compleja novela de aprendizaje, tanto como un viaje iniciático.

En una carta escrita a Antoine Bibesco, le comunica Proust: Ahora que por primera vez tras este largo letargo, he dirigido la vista hacia los pensamientos que albergo en mi fuero interno, comprendo cuán vacía ha sido mi vida y veo a cientos de personajes novelescos y miles de ideas que me suplican que les dé cuerpo, como fantasmas homéricos que piden a Ulises los sorbos de sangre que pueden darles la vida.

Por lo que atañe a la consideración de la novela como novela de aprendizaje, el propio Proust apunta en esta dirección al señalar las diferencias entre el narrador protagonista de su novela y Werter en un momento en que aquél se halla inmerso en el análisis de su relación con Albertine, análisis que se extiende por los volúmenes quinto y sexto de la obra. Los tres estadios vitales que recorren el libro a lo largo del aprendizaje serían los siguientes.

Uno: donde el narrador, siendo todavía un niño, experimenta la voluntad de ser que le impone el deseo, siendo el caso que ha de contentarse con el amor que es capaz de despertar en su madre. Este asunto, que se elabora sobre todo en Combray, la primera parte de Por el camino de Swann, vuelve una y otra vez convirtiéndose en una de las razones que explicarían el porqué de los fracasos amorosos que va conociendo el narrador a lo largo de la novela. En el contexto de la obra, se trata de un momento que se materializa bajo circunstancias precisas: siendo el narrador todavía un niño, este se queda esperando el beso de buenas noches de su madre; beso que mientras lo espera, temiendo que no llegue, él sigue en la cama sin poderse dormir, sintiendo como si estuviera a punto de suspender su existencia. Murmuré sin querer estas palabras, que no oyó nadie: estoy perdido.

Se trata, sin duda, de un episodio necesario, de capital importancia, no solo para la historia que se cuenta, sino para la vida del autor, pues no puede ser casual que ese tema del beso que se espera y no llega, Proust lo haya tratado, además de en la Recherche, en otras tres ocasiones: en Jean Santeuil, y en dos relatos que forman parte de Los placeres y los días.

Un segundo momento o estadio vital del aprendizaje sería el que hace referencia a la impotencia y al fracaso que vive el protagonista al constatar que la pérdida de ese amor, de claros tintes incestuosos que se ve obligado a reprimir, lo arroja inevitablemente a la intemperie, fuera del hogar, hacia los Campos Elíseos, donde la falta y la carencia de besos de la madre, (una madre que en la percepción del joven narrador se muestra tan insensible que es capaz de hacerlo casi todo por impedir que otras fuentes de cariño puedan suplir su carencia) es sustituida por la expectativa de felicidad que una adolescente, que los frecuenta en compañía de su niñera, le despierta. Se trata de Gilberta, la hija de Swann (espejo en el que el joven narrador verá reflejado más adelante su propio fracaso amoroso). Esta relación que no obstante no acaba de ser del todo satisfactoria, como por lo demás no llegan a serlo ninguna de sus relaciones amorosas al darse el caso de que el narrador, afectado de un síntoma característico del amor romántico, como subraya Painter no ama a una persona sino a un ideal, a un deseo personificado, y una proyección del propio ser, lo llevará a penetrar más adelante en el mundo de las muchachas en flor y así hasta introducirse en el gran mundo de los salones, que si bien le resulta frívolo e incomprensible al principio (tantos son los signos que hay que descifrar), ha de conquistar necesariamente si quiere ver satisfechas sus aspiraciones.

No es un asunto menor que los mundos por los que se mueve el protagonista sean diversos, dado que lo que permite descifrar las claves por donde discurren cada uno de estos mundos, son distintas. Cada uno tiene su propio código que ha de descifrarse. Pues todo en ellos remite a otra cosa que no es clara en primera instancia. Respecto a la multiplicidad de señales que el protagonista ha de desentrañar, en su obra Proust y los signos, Deleuze ha escrito: El primer mundo de la Recherche es la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios tan reducidos y a una velocidad tan grande. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien es recibido en determinado mundo, por qué alguien deja de serlo, a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes.

Dice el narrador a propósito de su conocimiento temprano de Albertine: Mi exceso de sabiduría tocante a la vida iba a dar provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué puede uno afirmar toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso enseguida y resulta en tercer lugar verdadero?

Porque el narrador, (al igual que le ocurría a Swann) ante la posibilidad de que las hipótesis que se plantea sean erróneas, o las observaciones insuficientes, no se detiene, y contrariamente, sigue insistiendo en un movimiento dialéctico negativo, para el cual el descubrimiento de dos mentiras consecutivas sobre una misma cuestión no se traduce en una síntesis positiva, una experiencia de la verdad, sino que solo muestra cuán lejos de ella se encuentra el sujeto que la busca. Los personajes que nos fascinan, por los cuales sentimos admiración no se agotan, nos trasladan a su mundo, constituyen por ellos mismos, un mundo.

En relación con los diferentes espacios por los que el protagonista de la novela ha de transitar, Deleuze ha destacado fundamentalmente cuatro mundos: el mundo de los salones, el mundo del amor, el mundo de las impresiones o de las cualidades sensibles y el mundo del arte. Según yo lo veo, el mundo de las cualidades sensibles resulta especialmente importante para Proust porque está implicado en las reminiscencias o epifanías y son estas en cierto modo las que preparan la ocasión para el arte, igual que el eros platónico es una condición previa para captar la idea de la belleza. De modo que ser sensible a las señales que emite este mundo es el primer requisito para que el arte se produzca, ya que sin esta sensibilidad el arte perdería el suelo material que lo soporta. Por lo demás, el mundo del arte es sin duda el único que permite extraer, de sus manifestaciones, una verdad esencial que supere el conocimiento derivado tanto de meros principios, como ocurre con la filosofía académica, como de las hipótesis de la ciencia en su aproximación a la realidad; siendo estas disciplinas, expresiones del espíritu con las que, según yo creo, Proust quiere marcar distancias.

Así, el mundo del arte es un mundo transversal que recorre la obra desde el primero hasta el último volumen, como un río subterráneo, igual que ocurre con la frase musical de Vinteuil. Y por la potencia que despliega, resulta el único capaz de dar unidad al conjunto. Desde la admiración que manifiesta el narrador por Bergotte al principio de la obra pasando por la pintura de Elstir y la escucha del septuor de Vinteuil en La fugitiva, donde el narrador nos da las primeras claves para interpretar su novela, hasta el final donde se hace tema explícito de su significado, el arte está siempre presente. Pues en la literatura y el arte la capacidad para descifrar los signos es determinante si es que en el mundo a la postre se ha de reconocer un sentido. La crítica al realismo simplón que lleva a cabo Proust en El tiempo recobrado sirve de ejemplo para mostrar que es éste un camino inútil, errado y vacío que lo convierte en el mejor de los casos en un esfuerzo redundante; si bien, por el efecto de distanciamiento que le exige, le permite confluir con espíritus más afines, como Nerval en Silvie…

El tercer momento o estadio vital, es por último aquél en que podemos considerar que la ambición del “héroe” se ve cumplida, si bien la recompensa, el éxito al fin logrado, no está libre de amargura. Ello se debe a que desde el momento en que el protagonista acaba descubriendo que aquello que ha perseguido desde su infancia, el “reconocimiento del otro” (sea este “otro” entrar definitivamente en la historia de la literatura o llenar el vacío de amor de una madre nunca suficientemente presente), acabará contrayendo un compromiso de renuncia tan severo con la mundanidad, como no había podido imaginárselo nunca el pequeño Marcel: Se escribe porque nadie escucha, efectivamente, como ha escrito con gran acierto Michel Schneider.

En tanto viaje iniciático, este se configuraría como un viaje a través del mito y de los años que cubre el espacio y el tiempo que van desde la expulsión del paraíso (simbolizado sobre todo por el paisaje de Combray con que se inicia la novela, donde el narrador descubre los dos caminos por donde conducirá su vida, el que le conduce a Swann y el que le conduce a Guermantes) hasta el momento en que pasados los años, el narrador regresa de nuevo a Combray, para tomar conciencia, (antes de que su verdadero destino le sea revelado), no solo de que allí no le espera nadie, sino que como ya se indicó, nada le dice nada, porque en ese proceso de ida y vuelta se ha vuelto incapaz de oír.

Y así como, en un tiempo pasado, en su vida se llegaron a producir ciertas reminiscencias que le brindaron la ocasión de trascender la inmediatez de las sensaciones, la magdalena, los campanarios… etc, ahora en cambio, el protagonista está totalmente preso de ellas, hechizado por lo que se muestra meramente a los sentidos, o lo que de ellos arrastra su memoria incapaz, presa del vano recuerdo. De modo que la vuelta a Combray, la patria del origen, solo le ofrecerá la cruda verdad de que los únicos paraísos son los perdidos.

Y es que la obra de Proust es sobre todo y fundamentalmente, una larga y minuciosa búsqueda de la verdad, que arrastra al protagonista, que ha de ir superando prueba tras prueba para ver cumplida su aventura, desde la búsqueda del ideal, al triste lodo; pues esta exploración es un desciframiento de la verdad oscurecida, alterada, desfigurada por las contingencias a las que se encuentra sometida la vida de su narrador. Dado que para Proust no existe otra verdad que la del individuo concreto que no se contenta con lo que de antemano le ofrece la vida, que no casa con lo establecido y se atormenta inquiriendo mientras sufre, porque la respuesta que podría apaciguar su ansia no le llega. Yo no sé y dudo que nadie llegue a tener la certeza, de si eso que no llega, fue efectivamente el beso de mamá que se insinúa en la obra de Michel Schneider u otra ansia más originaria a la que el beso le prestó dolorosamente su carácter de símbolo.

Querría detenerme aún en el concepto de verdad que maneja Proust y que, a mi modo de ver, por la forma en que lo describe, me recuerda tanto al concepto de verdad de Platón, aletheia, para el cual la verdad era ya una especie de desvelamiento, de descubrimiento en el sentido casi literal de la palabra; como sería el retirar las sábanas para ver el cuerpo desnudo que ocultan. Efecto de descubrir lo que se ha cubierto, de eliminar la sucesión de capas que se interponen entre el sujeto y la realidad, impidiendo que esta realidad, la realidad verdadera que retiene su esencia, se experimente, para que desde la oscuridad, surja la luz como la maravilla del relámpago; aunque solo dure un instante antes de que se produzca de nuevo su ocultación, la degradación del hábito y la costumbre, la inercia que acompaña inevitablemente a la vida en su manifestación empírica y fenomenal, antes de que esta corra de nuevo por entre los surcos del tiempo…

III

… el amor, los celos, la escritura, como ya se ha visto, el fracaso, la frustación… los sueños, tan denostados en la literatura actual… el sueño, el tiempo perdido… ¿Por qué entonces ese título, En busca del tiempo perdido? ¿No habría sido más correcto decir que la Recherche es una historia sobre la verdad del tiempo, ese monstruo de dos cabezas, de condena y salvación como lo definió Samuel Bekett, ya que si no podemos negar que la obra es una búsqueda de la verdad, tampoco parece admisible pensar que esa verdad sea ajena al tiempo? ¿Es absurdo pensar que para Marcel Proust, al igual que para su narrador, el tiempo sea la espuma que baña las costas que lo mantienen aislado en el espacio mítico que él ha construido?
En cualquier caso, cabría precisar qué sentido puede tener en la obra la expresión el tiempo perdido.

Porque el tiempo perdido es el tiempo que ha pasado, el tiempo que hemos ido dejando atrás, pero también el tiempo que se desperdicia sin hacer nada, el tiempo que se ha invertido en los salones, en la frivolidad del amor y los celos, en las mentiras, ese tiempo que solo la obra de arte, al recuperarlo, convertirá en ganancia, aunque el narrador hasta que llegue ese momento no comprenda su finalidad ni le de valor e importancia.

Tal como pregunta Deleuze: ¿por qué hay que perder el tiempo, ser mundano, enamorarse más bien que trabajar y realizar obras de arte? Proust se encargará de hacer que en El tiempo recobrado, el narrador responda: Entonces surgió en mí una nueva luz, menos resplandeciente sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el tiempo perdido. Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados en mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano, poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta. Lo mismo que el grano, podía yo morir cuando la planta se desarrollara y resultaba que había vivido para ella sin saberlo.

Una luz que, por no haberse producido en la época en que Albertina fue su prisionera, ante estas palabras de Francisca: ¡Ah, si el señor en lugar de esa chica que le hace perder todo el tiempo, tuviera un pequeño secretario bien instruido que arreglara todos los papelotes del señor! (…), ese mismo narrador llegó a plantearse si Francisca no tendría razón, pero que ahora en cambio, le permite responder: Albertina haciéndome perder el tiempo, causándome pena, quizás me fue más útil desde el punto de vista literario, que un secretario que me arreglara los papelotes. (.…) Sin creer ni por un momento en el amor de Albertina, veinte veces quise matarme por ella, por ella me arruiné, destruí mi salud. Cuando se trata de escribir, somos escrupulosos, miramos muy de cerca, rechazamos todo lo que no es verdad. Pero cuando se trata de la vida, nos arruinamos, enfermamos, nos matamos por mentiras. Verdad es que solo de la ganga de esas mentiras podemos extraer (si ha pasado la edad de ser poeta) un poco de verdad.

Visto lo anterior, lo que no es la Recherche, es una búsqueda del tiempo perdido en el sentido en que a veces, ingenuamente, utilizamos esta expresión, como cuando desearíamos volver atrás con la esperanza de enmendarle la plana al tiempo. Es decir como cuando pensamos en el pasado como si el tiempo no hubiera transcurrido. No es posible esta aproximación y es absurdo plantearla porque el mundo en el que se ha vivido, de cuya carne forma parte también su espíritu, ha ido envejeciendo con nosotros. Es su efecto el que provoca esa dolorosa insensibilidad del narrador, ante la belleza de Combray, a su vuelta.

Beckett lo explica también con palabras muy rotundas: No hay escapatoria posible de las horas ni de los días. Tampoco del mañana ni del ayer. No se puede huir del ayer porque el ayer nos ha deformado y ha sido deformado por nosotros, forma parte de nosotros, se encuentra dentro de nosotros. Y Deleuze: porque el tiempo para hacerse visible busca cuerpos. O si se quiere: no podemos volver atrás porque mucho antes de que tengamos conciencia de sus efectos, el diente del tiempo ha empezado a roernos, somos sus víctimas. La imagen de Saturno devorando a sus hijos guía en este viaje toda la reflexión de Proust.

Nabokov ha escrito a su vez que las ideas fundamentales de Proust acerca del fluir del tiempo giran en torno a la evolución constante de la personalidad en términos de duración. Lo que viene a significar que la persona, al igual que el tiempo, no es divisible en partes, como tampoco lo es el tiempo en instantes, sino que forma un continuo igual que lo formaría un cuerpo de estructura elástica, por poner un ejemplo, que al estirarse se contiene íntegro durante su recorrido o, en un sentido diferente, una bola de nieve que engorda a medida que se arrastra. El concepto de duración es un concepto que cabe atribuírselo a Bergson, y acaso no sea extraño que Proust lo utilice, pues fue en su juventud, (cuando todo cala más profundamente y se funde confundiéndose el pensamiento propio con el ajeno) cuando Proust estudió su filosofía, más o menos por la misma época en que admiraba el pensamiento de Nietzsche, antes de que le atribuyera a este último demasiada estima por la inteligencia, llevándole en consecuencia a mantenerse en guardia frente a su filosofía.

Esta personalidad que dura en el tiempo, siendo muy dinámica, se mantiene siempre actual, de forma análoga a como ocurre con el inconsciente freudiano. Y aunque no muestra en primera instancia más que el aspecto superficial que suele identificarse con la conciencia, es clave en la concepción psicológica de Proust; ya que aunque se produzcan en ella cambios que pueden ser decisivos para comprender la dirección que adopta su movimiento a lo largo de su evolución, no deja de ser una y la misma.

Hay que señalar que este concepto de duración, tal como es elaborado por Proust, ciertamente a su manera, también resulta indispensable para entender su idea del arte, así como la función que tiene su literatura, que no es otra que extraer de la profundidad del sujeto, por medio de una forma bella que sea accesible a la inteligencia, los contenidos esenciales que constituyen su verdadera realidad, oculta y silenciosa para la conciencia. Nuestro yo está hecho de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esa superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Se producen perpetuamente levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos. Estos estratos antiguos que contienen asimismo vivencias esenciales que en ocasiones llegan a aflorar, son los que irrumpen inopinadamente en la conciencia, de forma azarosa y espontánea, provocando que se produzca en el individuo, la reminiscencia que viene a acompañar a la verdad que debe desvelar el arte.

Ahora bien, qué elementos sean esos que se mantienen idénticos e inalterados en lo más profundo de la persona, que son capaces de atravesar la capa protectora de la conciencia, exige de ellos que su existencia se mantenga independiente de la voluntad. De nuevo Beckett lo ha dicho con gran precisión: Solamente existe una impresión real y una forma adecuada de evocación. No tenemos el menor control sobre ninguna de las dos.

Sin gran esfuerzo argumentativo, Proust viene a sugerir que esos levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos solo son posibles cuando la cadena causal que enlaza todos los fenómenos se rompe. Dicho de manera coloquial: cuando se olvidan ciertas experiencias que no se integran en el ordenamiento habitual que impone el tiempo, tal como este es concebido cuando se organiza una agenda.

Aupado sobre los pertrechos de la psicología moderna de la percepción y con una astucia digna de Ulises, Proust se apropia del mito platónico según el cual las almas, antes de reencarnarse, beben las aguas del letheo, el río del olvido; se explica así por qué para que se produzca la reminiscencia hay que olvidar primero.

Entonces se da el caso de que, cuando no se olvida nada, no hay posibilidad de descubrimiento, de desvelamiento de las esencias tal como estas fueron vividas, experimentadas originalmente. Todo encaja. El olvido es pues la condición de posibilidad para el recuerdo. Al mismo tiempo puede entenderse por qué la memoria voluntaria no sirve. De acuerdo a la ley de la causalidad, la memoria se remonta en el tiempo hacia atrás desde un yo que es otro diferente de aquél que fue y en consecuencia modifica el recuerdo, lo banaliza, lo presenta en su indiferencia.

Como le ocurre al propio narrador cuando, al visitar las fuentes del Vivonne, que él recordaba mágicas, después de seguir el curso del río, se encuentra con que lo que tiene ante los ojos no es más que una especie de lavadero con burbujas, porque él ya es otro. Porque sus ojos que ven ahora son otros que los ojos que en el pasado vieron.

Existe, no obstante, algo oculto necesariamente, que es idéntico en esas experiencias que se han producido al azar (ni el narrador ni Proust, han ido a buscar las baldosas de forma expresa) y eso oculto es hacia lo que apuntan las dos sensaciones que se hallan implicadas, la original y la que la despierta de nuevo. Platón y Schopenhauer lo habrían llamado Idea.

Proust fue consciente desde el principio de que todo cambia y de que nada permanece. No podemos detener los efectos del tiempo, no podemos volver atrás, lo hecho, hecho está, y el paisaje y las cosas envejecen igual que envejecemos nosotros, los afectos se desgastan y las ilusiones se pierden. Ahora bien, el tiempo actúa sobre el campo fenoménico. Y lo que persigue, Proust, al igual que lo que persiguió en su día Platón, por citar únicamente a su mayor inspirador respecto a este asunto, es superar los fenómenos encaramándose por encima de ellos hasta el mundo de las ideas, que es el único que permite comprender, trascender las apariencias sensibles. Kant no dudó en afirmar que este deseo, lícito, en tanto anhelo del pensamiento humano, era una imposibilidad metafísica y desde entonces muchos filósofos entre los que no se encuentran ni Schopenhauer ni Bergson, aceptaron su sentencia.

No obstante, los descubrimientos sucesivos que han tenido lugar en la mente de Proust, lo predisponen a pensar que esa tarea sí es posible. Al igual que el narrador de la Recherche, (pues a estas alturas uno y otro se confunden completamente), Proust sostiene que algunas experiencias sensitivas guardan su esencia bajo los pliegues de la conciencia estratificada. Y esa experiencia sensitiva, paradójicamente, es accesible y recuperable.

Dado que la característica esencial de la vivencia original al repetirse es desvelar un mundo que se hallaba contenido en la primera impresión que de él se tuvo (como se ha dicho siempre entran en juego dos impresiones, la original y la que permite la evocación), la estrategia a seguir no ha de permitir que las representaciones de la memoria común y voluntaria se confundan con las esenciales, pues la memoria voluntaria es impotente; sólo a través de la memoria involuntaria puede ser capturada la esencia de un golpe, en su estructura, en una gran intuición. Porque más allá de la visión interesada que proporciona el hábito, mientras la atención baja la guardia y hace pensar que acaso se haya instalado en ella el aburrimiento, esas capas superpuestas, esos plegamientos elásticos de la conciencia pueden empezar a relajarse.

No cabe plantear si esa experiencia pudo verse afectada o no por el tiempo, pues se ha fijado idéntica en los estratos más profundos e inaccesibles para la voluntad, e igual que en una gota de ámbar el insecto, aprisionado en ella, desafía a la corrupción, la impresión original sigue a salvo, viva, como dormida, esperando a que un azar la despierte.

En su Proust, Beckett llegó a contabilizar hasta once de esas experiencias puras a lo largo de la Recherche, aunque nos advierte que se podrían considerar otras, si bien no de forma tan pura; como si estas fueran piedras preciosas sin pulir, de inferior valor, útiles porque su sentido es despejar el camino hacia a la intuición para que esta llegue a reconocer los diamantes verdaderos.

Ciertamente, esas esencias son portadoras de cada uno de los mundos a que hacen referencia, igual que ocurre con las mónadas que descubrió Leibniz, son puntos de vista originales, únicos, que expresan desde su diferencia la totalidad del universo. Sin puertas ni ventanas las imaginó Leibniz, igual que dos siglos después lo admitiría Proust al describir al hombre como la criatura humana que no puede salir de sí misma.

Por eso, Por el camino de Swann contiene ya toda la novela. Se encuentran en este volumen todos los jalones que permiten transitar por ella y que poco a poco van desplegándose. Igual que en la magdalena empapada en la infusión de té, que aquí aparece por vez primera, se encuentra todo Combray con los dos caminos que simbolizan los nombres de Swann y de Guermantes, y que conducen a Odette y a Gilberta, al salón de los Verdurin, y a la música de Vinteuil, tan próximo, sin saberlo, al oscuro mundo de Gomorra, cuya realidad intuye el narrador al despertar casi de noche, de una siesta en un talud entre matorrales; a la princesa de Guermantes y a las muchachas en flor, a la esencia de Balbec que aparecerán en el segundo tomo, y a través de ellas a Albertine, a Roberto de Saint Loup, a Charlus y así sucesivamente hasta englobar la totalidad de ese mundo que es la obra única que escribió Proust.

Proust quiso conciliar a Platón con el irracionalismo, igual que en el ámbito estricto de la filosofía, al final de su turbulenta vida también se lo propuso Nietzsche, el más feroz crítico del filósofo griego. También reunió en un mismo escenario a Leibniz, a Schopenhauer y a Bergson sin citarlos, por cortesía con el lector. El artista que fue Proust así lo exigía. Así como hace con Descartes, (el filósofo tal vez menos proustiano que ha dado la historia de la filosofía, su antípoda en el plano intelectual) cuando en la larga disquisición en que el autor de la Recherche expone paso a paso los momentos por los que se ha ido concretando su aprendizaje intelectual, su particular Discurso del método, como irónicamente lo llamó Beckett, llega a ofrecerle de esta manera indirecta, su reconocimiento.

Sin duda fue Proust un hombre generoso. Sabía que lejos del arte, la realidad y la vida son una cosa fugaz y triste, absurda y dolorosa y acaso por ello no sea erróneo pensar, que esta fue otra de las razones por las que escribió si no la más grande novela del siglo XX, sí una de las más extrañamente bellas.

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El paseo, la pereza

22 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Alfred Kubin, Canetti, Carl Seelig, Claudio Magris, Coetzee, Dostoievski, Hölderlin, Kafka, Lovekraft, Nietzsche, Robert Walser, Walter Benjamin

En un texto sobre Robert Walser que puede leerse en La provincia del hombre, Canetti ha escrito que la experiencia más íntima de este escritor fue el miedo. Tanto es así que llega a considerar que el conjunto de su obra literaria no es otra cosa que un intento por silenciar ese miedo que solo se hará explícito, cuando más tarde se formen las voces que vengarán en él todo lo ocultado.

Sin referirse directamente a ello, Canetti hace referencia a la circunstancia que llevaría a Robert Walser a ingresar voluntariamente en un hospital mental, después de que un año antes pasara por una clínica de reposo y llevara a cabo un intento de suicidio frustrado porque, como diría él mismo, ni siquiera pude hacer una horca correcta.

No obstante, y más allá de que fuera preciso establecer un diagnóstico que justificara las razones del ingreso, depresión marcada y severa inhibición, se sabe por el informe médico (así lo ha subrayado J.M. Coetzee), que en evaluaciones posteriores los doctores no se pusieron de acuerdo e incluso le alentaron a que viviera en el exterior nuevamente. En términos objetivos se habló de una madre depresiva crónica, así como de que uno de sus hermanos se había suicidado y otro había muerto en un psiquiátrico.

Contrariamente al punto de vista de Elias Canetti, Benjamin reconoce que todos los héroes de las novelas de Robert Walser, participan de cierta frustración pero enseguida añade que no es por timidez ante el mundo como podría pensarse, o resentimiento moral, o por patetismo, sino por razones puramente epicúreas. Desconozco las razones que tenía Canetti para establecer su diagnóstico pero la razón que esgrime Benjamin para fundamentar su interpretación es que nadie disfruta tanto de sí mismo como aquél que está en proceso de curación. De ahí, que añada que observa en sus personajes más importantes una nobleza no acostumbrada.

Tener miedo o estar en un proceso feliz de curación, abren vías interpretativas no siempre conciliables. Coetzze reconoce la originalidad de la interpretación de Benjamin, aunque advierte, (no sé si porque pone en duda su valor), que el conocimiento que este tenía de su obra era más bien escaso. Por otro lado, analizando el carácter de Jakob von Gunten, el protagonista de la novela homónima de Robert Walser, Coetzze ha destacado la influencia que esta obra tuvo en Kafka, quien, según cuenta Max Brod, la leía con deleite en voz alta. Aquí, Canetti, Benjamin, Coetzze (los tres citan en sus estudios a ambos autores) estarían de acuerdo, pues el aire de familia entre Robert Walser y Kafka es incontestable. Con todo y con ello, Coetzze, aunque no pretenda restarle originalidad, afirma en Mecanismos internos que como personaje literario Jakob von Gunten no carece de precedentes: en el placer que obtiene cuestionando sus propios motivos, nos recuerda al hombre del subsuelo de Dostoievski y, tras él, al Jean Jacques Rousseau de las Confesiones.

No estoy seguro de si Claudio Magris, otro intérprete destacado, reconoce esta doble herencia pero sí consta que suscribe la del primero y la aprovecha para afirmar en En las regiones inferiores (breve ensayo que Magris sitúa en el contexto de la crítica a la violencia metafísica que según Nietzsche y Heidegger se halla implícita en todo gran estilo), que Robert Walser rechaza categóricamente la función de la conciencia.

Como ocurre con el protagonista de Memorias del subsuelo; como ocurre con Nietzsche, de quien considero que Robert Walser recibió una influencia determinante (no importa que en sus conversaciones con Carl Seelig le censure que se vengaba de que ninguna mujer le hubiera amado), su experiencia al respecto es inequívoca: la conciencia es su enfermedad; en su manifestación hipertrofiada, yo añadiría que paradójicamente, se convierte en el punto de inflexión que anuncia su propio fin; la vida en el manicomio en el único espacio de salud donde esta puede seguir desarrollándose.

Se trata sin duda de una apuesta arriesgada en la que se concitan por igual pasiones nobles y mezquinas: timidez miedo, vergüenza, pereza, envidia, orgullo, coraje, audacia…, apuesta que a la postre acabará desbordando la exterioridad literaria llegando a devenir forma de intransigente rebeldía, transformación interior que acabará apartándolo incluso de la escritura.

No se han encontrado textos que fueran escritos después de 1932, pero Coetzee ha advertido de qué modo, a través de su implicación emocional, fue capaz de vislumbrar, al describir la vida que se desarrolla en el Instituto Benjementa, en Jakob von Gunten, el surgimiento de esa clase de varón pequeño burgués que en una época de gran confusión social encontraría atractivas las camisas pardas de Hitler.

Atrapado en una encrucijada existencial que le obliga a elegir entre convertirse en víctima o favorecer al sádico despótico, Robert Walser se niega a dar pábulo a la monstruosidad que se avecina. Y es por ello que, con una coherencia semejante a la de Franz Kafka, renuncia a formar parte del mundo administrado que acabará identificándose con el horror.

El paseo, la pereza, las manifestaciones de incompetencia que no ocultan sus personajes, de las cuales incluso alardean, camufladas por una aureola de pudor y de vergüenza que roza el ridículo desde el momento en que se saben descubiertos por la mirada ajena, no indican la falta de compromiso que lo empuja a empequeñecerse y pasar desapercibido para salvarse sin más, como ha insinuado Canetti, sino que son la forma, en mi opinión, en que su compleja personalidad afirma la rebelión de brazos caídos, una vez que ha decidido sobrevivir en la única institución que en lo sucesivo representa la cordura.

El caos empieza, las órdenes desaparecen, llega a decir el protagonista de El paseo, poco antes de que la vida se vuelva un sueño y lo hasta entonces comprendido resulte incomprensible. Toda jerarquía se anula con el vagabundeo y así, el caminar derecho conduce a menudo al error, mientras el erróneo, acaba siendo un acierto. De igual modo que el elegante traje con que las fotografías nos han acostumbrado a reconocer la imagen de Robert Walser, demanda imaginar la presencia de un cuello de camisa ajado y una corbata torcida si es que hay que ser fieles a la verdad. No. Tiene que estar abierto, le responde al doctor cuando antes de salir con Carl Seelig, aquél pretende abrocharle el último botón del chaleco.

Nietzsche afirmó que tener fe en el cuerpo es más importante que tener fe en el alma, y consiguió convencernos de que la pretendida unidad de la conciencia no había hecho sino empeorar la condición del ser humano. Yo creo que Robert Walser, con no menos voluntad, dispuso las estrategias para acabar con su propio yo, volviéndose inservible antes que formar parte de la maquinaria social y verse reflejado en su estructura de dominación.

Así, tornarse arena o polvo capaz de introducirse sin ser visto en las grietas del sistema para hacer crujir los engranajes que hacen funcionar su estructura, sería un aliciente cercano a la felicidad. Ya lo anunció Hölderlin: El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa.

Post scriptum: En las regiones inferiores, que es una expresión incompleta que Robert Walser pone en boca de Jacob von Gunten hacia el final de la novela, solo puedo respirar en las regiones inferiores, y que Canetti considera que podría ser el lema de los escritores, a mí me sugiere el título de un relato de terror sobrenatural, que bien podrían haber escrito Lovekraft o Alfred Kubin.

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¿Le gusta este jardín?

01 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Apolo, body art, Danto, Giorgio Colli, Ilíada, Malcolm Lowry, Manet, Marx, Nietzsche, Wittgenstein

Nietzsche escribía que las palabras se convierten en conceptos cuando dejan de expresar la vivencia originaria que se halló en su nacimiento. Tomando en consideración este criterio, se podría decir que la deriva que se produjo en la pintura a partir de los años sesenta, indica lo precario de su situación actual, ya que anula en la experiencia estética todo valor que aspire a superar lo meramente dado, sin que esa pérdida se vea compensada por nada mejor.

En vano los intentos del body art y otras propuestas de popularizar el arte: happenings, performances, la incorporación del tatuaje como extensión del lienzo o el muro donde dejar constancia de una identidad soñada que pueda ser compartida entre un chico de barrio y los astros del fútbol o del cine. Ni la sociedad estadística, ni en el individuo concreto, que sufre su falta, ganan. Por más que quieran convencernos de que ya no hay gatos ni liebres, el poder encuentra en el malestar que acompaña a este estado de cosas, una oportunidad añadida para perpetuar su política de simulacros.

La belleza, dicen, por otro lado, algunos fanáticos de lo conceptual, trivializa a aquello que la posee. Lo cual es sin duda falso. Hace suponer que refieren, una cualidad que conjuga la sensibilidad y la inteligencia, a lo vacuo del ornamento. Esto sería, en su caso extremo, lo ostentoso, que acaba siendo vulgar o esperpéntico.

Pero tampoco la belleza es solo lo proporcionado, lo armónico. Como destaca Giorgio Colli en El nacimiento de la filosofía, al corregir la interpretación que hizo Nietzsche de Apolo, el dios que lo representa no agota su imagen en el aspecto solar que encarna la mesura y el orden. Existe un ingrediente de ferocidad en el dios que viene a expresar lo terrible por medio de su atributo principal, que es el arco. En las primeras páginas de la Iliada, puede leerse: Apolo le escuchó y descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón ( … ). Primero apuntaba contra las acémilas y los ágiles perros; mas luego disparaba contra ellos su dardo con asta de pino y acertaba; y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres.

Entiendo que alguien pueda cuestionar qué hay de bello en una puesta de sol, en un hombre atravesado por un puñado de flechas, o en un manojo de espárragos. Manet los pintó sin más, como a nadie se le había ocurrido hacerlo. Pero antes de responder que se trata de un concepto que solo despierta comentarios irónicos, como sugiere Danto, desde los años sesenta, raras veces aparece la belleza en las publicaciones sobre arte sin verse acompañadas de risitas deconstruccionistas, hay toda una gradación de matices que habría que recorrer. Lo bello presupone una actitud existencial. Compromete a la justicia al denunciar que quieran someterlo a lo fáctico: lo sórdido es un hecho.

Marx propuso a los filósofos que cambiaran la realidad sin ningún éxito. Los que siguieron sus consignas fueron burócratas inspirados por el criterio de eficacia. Nietzsche, que fue más audaz, se exigió a sí mismo un compromiso absoluto con el instante; pero la idea del eterno retorno le asfixiaba como una serpiente pitón enroscada a su cuello, impidiéndole recuperar la inocencia griega. Medio siglo más tarde, Ludwig Wittgenstein, sólo aspiraba a abandonar el mundo dejándolo igual que lo había encontrado.

En mitad del delirio de la borrachera, mientras se arrastra por el polvo de las calles de Quauhnáhuac, Malcolm Lowry le plantea al cónsul Geoffrey Firmin una pregunta que aún hoy para nosotros puede ser oportuna: ¿Le gusta este jardín?

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Una bola, una alcachofa, una sardina

12 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Andre Breton, Apollinaire, Benvenuto Cellini, Giorgio de Chirico, Giovani Lista, Nietzsche, Picasso, Pintura metafísica, Proust

En el siglo XVI, Benvenuto Cellini planteaba provocativamente que la escultura era un arte superior a la pintura porque esta ofrecía al espectador un único punto de vista, mientras que la escultura podía ofrecerle hasta ocho. Pero era un debate vano. Pues no resulta claro que diferentes perspectivas sobre un mismo asunto aporten necesariamente algo mejor.

Es un prejuicio de mala matemática el que antepone la razón numérica a la cualidad de la visión. Lo sabe cualquiera que haya padecido visión doble en algún momento. Ello podría explicar el cansancio que provocó el cubismo analítico cuando el genio de Picasso, en su momento, se encargó de mostrar, aunque fuera cuatro siglos más tarde, lo corto del planteamiento de Cellini.

La industria nos ha acostumbrado a pensar que dos hombres pequeños, sumando esfuerzos, pueden superar a uno grande. Pero no se ha conocido nunca que un equipo de diez, por ejemplo, haya llegado a hacer algo parecido a Las Meninas o tan enigmático como ese cuadro de Chirico, Canto de amor, en el que un guante de goma cuelga de un clavo en la pared donde se halla colgada a su vez una cabeza de yeso griega.

A Giorgio de Chirico lo quiso para sí André Breton, después de que su amigo Apollinaire lo definiera como un inepto de gran talento. Pero ni uno ni otro pudieron ignorar lo que más allá de las apariencias los separaba.

Al referirse al sueño, y esto basta para reconocer hasta qué punto sus posiciones fueron antagónicas, dice Chirico: es cierto que es un fenómeno extrañísimo y un misterio inexplicable, pero aún lo es más el misterio y la apariencia que nuestra mente otorga a ciertos objetos. Esos objetos a los que se refiere el pintor, son en ocasiones objetos sencillos: una bola, una alcachofa, una sardina, una escuadra de dibujante, una galleta, un molinillo de viento de juguete, objetos que la imbecilidad universal arrincona entre las inutilidades, que de otra manera habrían sucumbido al olvido, un reloj que aparece detenido poco antes de la una treinta.

Las obras de Giorgio de Chirico nos sumergen en el misterio de la pérdida, de ese tiempo pasado que no ha de volver jamás, que se perdió inexorablemente sin que llegara a poseerse.

Giovanni Lista ha querido ver una influencia de las ideas de eterno retorno y superhombre de Nietzsche a través de su experiencia turinesa, una influencia que en su pequeño escrito Las meditaciones de un pintor, el propio Chirico avala. Pero su recepción anímica, melancólica, poco o nada tiene que ver con el entusiasmo hiperbóreo del alemán.

La Italia a la que él viaja para confrontar sus recuerdos, es la Italia de la infancia que un día le fue dada a conocer por su padre. Hay algo, por lo demás, en la sensación de tiempo suspendido que transmiten sus cuadros pintados entre 1911 y 1914, que a mí me hace pensar en Proust: las losas que no encajan del baptisterio de San Marcos en Venecia que comunican su desnivel al pie, el ruido de una cuchara contra el plato.

Chirico mismo escribió, en esa misma época, en el texto citado: La revelación de una obra de arte (pintura o escultura) puede nacer de golpe, cuando menos se lo espera, y puede ser provocada por la vista de cualquier cosa. Como una visión que anuncia su propia ruina bajo apariencia de eternidad.

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El suicidado de la sociedad

16 sábado Feb 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Andre Breton, Antonin Artaud, Jacques Rivière, Nietzsche, Palau i Fabre, Van Gogh

Uno comprende a Jacques Rivière cuando en 1923, en una carta que fue el principio de una larga y fructífera correspondencia, le decía a Antonin Artaud que no iba a publicar sus poemas, pero no se extraña de que en esa misma carta, a renglón seguido, le dijera que sus poemas le habían interesado lo suficiente como para querer conocer a su autor.

Convencido de haber dado con una personalidad excepcional, Jacques Rivière no quiso perderse la oportunidad que le ofrecía un autor que constituía para él un auténtico descubrimiento y después de discutirlo con Artaud acabó proponiéndole la publicación de la correspondencia que habían iniciado, dando a conocer de esa manera la reflexión que entre ambos se había ido gestando.

Avalado por su estatus, Jacques Rivière, director de la Nouvelle Revue Française, se permitió hacerle algunas recomendaciones al entonces joven poeta y le expuso lo que pensaba abiertamente de su escritura: He aquí, más sucintamente mi pensamiento: la mente es débil en cuanto que necesita de obstáculos –de obstáculos adventicios. Por sí sola se pierde, se destruye.

Rivière consideraba que los poemas de Artaud no eran suficientemente buenos porque flotaban, se dispersaban en el vacío del absoluto que lo desquicia  por un exceso de libertad; faltos de precisión ofrecían de él una imagen desmadejada y torpe.

En este sentido yo creo que el editor acertaba cuando añadía que la palabra tiene que haber golpeado un objeto sordo antes de que lo alcance la razón. Pues ahí donde faltan del todo el objeto y el obstáculo, la mente continúa, inflexible y débil; y todo se desmorona en una inmensa contingencia.

Nietzsche, incluso, había señalado el hecho de que el pensamiento se desenvuelve mejor cuando siente las bridas que tiran de él. Por lo demás, no deja de ser cierto que desde un punto de vista expositivo y formal Antonin Artaud llegó a alcanzar las mayores cuotas de pensamiento en los momentos en que rebajó sus pretensiones literarias: cuando hablaba de sí mismo, tomándose como objeto concreto de análisis o cuando arremetía contra aquellos que querían encofrar su mente, como puede verse en la respuesta que le dirige a Bretón después que éste le invitara a participar en la Internacional surrealista; cuando hizo de su espíritu una máquina de guerra con la que objetivarse. Con la sociedad y su público no existe otro lenguaje que el de las bombas, las metralletas, las barricadas y similares. 

Con todo, no hay duda de que Jacques Rivière se equivocó al no comprender la verdad profunda de Artaud. Ya que lo que unía a Artaud con la literatura no tenía nada que ver con la necesidad de perfeccionarse en el oficio. Créame que no tengo ningún objetivo inmediato ni mezquino, que no quiero sino resolver un problema palpitante, le responde Artaud después de escuchar sus consejos. Pues lo que le urge y expone con toda claridad en esa correspondencia es saber si su pensamiento en el que está implicado su ser entero, tiene o no derecho a la existencia. Una cuestión secundaria era para él averiguar si ese pensamiento que siente que le ha sido arrebatado desde el instante del nacimiento se expresará mejor en verso o en prosa. Nada pues en las razones que esgrime Artaud para justificar su actividad de escritor que tenga que ver con la literatura. Toda escritura, para el autor del Pesa-nervios, es una porquería. (…) Toda la gente de letras es cochina.

Lo que Antonin Artaud indaga con su escritura es la forma de su propio abismo, al no participar, al negarse a participar, de una comunidad de hablantes, de la que se siente ajeno. Reprocho a los hombres de este tiempo que me hayan hecho nacer por las más innobles maniobras mágicas en un mundo que no quiero y de querer impedirme por maniobras mágicas similares hacer un agujero por donde abandonarlo. El agujero que le permitiría abandonarlo era aquél que había empezado a cavar con su propia escritura caótica y resquebrajada, hundiéndose en su impotencia radical, porque donde otros proponen obras él sólo pretende mostrar el vacío por el que se desliza su mente.  

Por igual motivo, su relación con el surrealismo debería considerarse una relación circunstancial; coincido con Palau i Fabre en que Antonin Artaud no podía verse reflejado en alguien más que en Antonin Artaud. Aunque Breton reconociera en 1952 que nadie había puesto más espontáneamente al servicio de la causa surrealista todos sus medios, que eran grandes (…) poseído por una especie de furor que no perdonaba a ninguna de las instituciones humanas.

Las cartas a André Breton, donde Artaud juzga la oportunidad de la Internacional surrealista, constituyen un documento demoledor y esclarecen como ningún otro testimonio por qué debía declinar la invitación a participar en ella, después de que el movimiento hubiera traicionado su razón de ser, al convertirse en una institución más entre las instituciones; comprometido con la burguesía y el esnobismo mundial que tenía bastante con contemplar y adquirir bellas mercancías artísticas en un galería superchic, ultrafloreciente, rimbombante, capitalista (por mucho que tuviera sus fondos en una banca comunista) pero que no podía soportar la realidad y la vida. El único, el verdadero tema que interesaba a Artaud, el único tema que interesó también a Vincent Van Gogh, quien en su desesperación se reprochaba el no poder inyectársela a sus pinturas. Por qué seré tan poco artista que siempre lamento que los cuadros no vivan.

Nietzsche desveló el origen de los valores al descubrir lo que había sido silenciado tras la máscara de la verdad. Antonin Artaud sufrió ese desvelamiento en carne propia.  Me han reducido a ser un autómata que anda pero un autómata que siente la ruptura de su inconsciencia. Ciertamente estoy muerto desde hace tiempo, ya estoy suicidado. ME han suicidado. Si me mato no será para destruirme sino para reconstruirme.

Es así, como cualquier experiencia ligada a la sociedad, a cualquier disciplina o espectáculo de ocultismo (la exposición de la Internacional surrealista había sido concebida como un sucesión de etapas de iniciación, cuando no existe nada en que alguien pueda ser iniciado), tenía que resultarle detestable porque convierte al individuo en un ser obediente, alienado, sujeto pensante que atado a su pensamiento entrega su voluntad dócilmente a las potencias que reducirán su cuerpo a los componentes de una máquina preparada para cumplir su función.

El hechizamiento es el ardid, el efecto de magia, viene a decirnos Artaud, por el cual se ha logrado convencer al mundo de que la vida sólo es posible por el sometimiento a Dios, a la ley, al orden, a las palabras cuyo significado se encuentra dado antes de que nadie empiece a hablar. Para mí las ideas claras son ideas muertas y acabadas. (…) La escritura fija el espíritu y lo cristaliza en una forma y de la forma nace la idolatría; la gramática, el partido… podría haber añadido.

Murió al pie de la cama en la habitación que ocupaba en el asilo de Ivry-sur-Seine, mientras intentaba ponerse un calcetín. Su cuerpo roto e inservible, sin órganos, se había escurrido por el sumidero a consecuencia de un cáncer anal.

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