CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

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Por los caminos de Proust (I, II, III)

30 miércoles Dic 2015

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Barthes, Beckett, Bergson, Deleuze, Descartes, Gide, Leibniz, Nabokov, Nerval, Nietzsche, Platón, Proust, Schopenhauer

I

Suele ocurrir que quien se acerca a la gran obra de Proust, En busca del tiempo perdido, por primera vez, antes de decidirse a emprender su lectura, se pregunte si los siete volúmenes que la componen pueden leerse independientemente o es necesario leerlos uno tras otro, desde el primero hasta el último, para comprender su sentido. Conscientes de estas dudas que tantas veces se le plantean al lector, algunas editoriales de nuestro país han optado por publicar únicamente el primer volumen o la segunda parte de este primer volumen, ya que su contenido, puede considerarse hasta cierto punto autónomo. Aunque también se ha llegado a publicar una parte del quinto volumen bajo el título de Albertina desaparecida, que es el que figuraba en la primera edición francesa completa, en dieciséis volúmenes, que realizó la Nouvelle Revue Française para enmendar el grave error que cometió Gide al rechazarla primeramente, y que a juicio de Samuel Bekett, (así al menos lo expresa este autor en la nota liminar que aparece en su estudio sobre Proust) se trata de una edición literalmente abominable. The references are to the abominable edition of the, in sixteen volumes.

En cualquier caso, si es cierto que la estructura de la obra, una vez que se ha llevado a cabo una primera lectura, permite que se la relea siguiendo un orden que puede incluso llegar a ser el inverso, parece una obviedad que empezar por el primer volumen es lo recomendable. Y no solo porque esta fórmula responde al deseo y la intención del autor, siendo el orden en que fue apareciendo publicada, sino porque en el primer volumen, Por el camino de Swann, el lector se sumerge en el universo no solo más poético y sensitivo de Proust, sino también -aunque quizás sea esta una opinión demasiado subjetiva- en el Proust más feliz. Pero además, porque en este volumen se enuncian y se presentan todos los temas que irán desarrollándose a lo largo de la obra, así como el sistema poético que utiliza Proust, (el uso de la metáfora como forma de superar, de ir más allá de la inmediatez con que se nos presentan los datos en el lenguaje de las sensaciones) y porque las nociones y los temas que en él se tratan, muchos de ellos cotidianos, son de fácil comprensión para un lector al que solo se le pide que mantenga la necesaria atención.

Con todo, el sentido pleno del libro, considerando los siete volúmenes como una gran unidad, no aparece hasta el último de los volúmenes, El tiempo recobrado. Se expone en este, el método conforme al cual se establecen las claves interpretativas de la obra y el modo de proceder para alcanzar el objetivo planteado por su autor: el camino a las esencias que solo la memoria involuntaria puede desvelar, es decir el ascenso/descenso hacia la verdad que persigue la obra de arte y que es en cierto modo una verdad que permanece platónicamente inmutable y a salvo de los efectos destructivos de la temporalidad en la que se desarrolla la vida.
Los otros cinco volúmenes, que no son en modo alguno del todo independientes, pues son múltiples los envíos, que desde cualquiera de ellos se dirigen entre sí, se despliegan según un orden interno que lleva al narrador, protagonista de la novela, a discurrir por los mundos en que este va a desenvolverse, y cuyo sentido existencial solo se le hará claro cuando en el último volumen, por medio de una aprehensión lúcida e inequívoca de la inteligencia, no solo comprenderá la forma en que desde su infancia ha ido construyendo su vida, sino la que, en lo sucesivo, por medio de la renuncia a la vida mundana y una dedicación exclusiva a la literatura, va a determinarla.

Pero ¿Qué es la Recherche, de qué trata propiamente, qué sentido tiene esta novela que impulsó a Proust a retirarse igual que si fuera un monje para escribir un millón y medio de palabras y que según sugiere Michel Schneider, se escribe porque nadie escucha, en su libro Maman, Proust pudo haberse visto motivado a escribirla por el sentimiento de abandono que arrastró toda su vida a causa de su relación con la madre?

Es común que si no se le ha leído todavía pero sí se ha oído hablar de él, se piense en la anécdota de la magdalena. Quien no sabe nada de su obra, sabe al menos que un día este escritor al saborear una magdalena mojada en el té, recordó de pronto toda su infancia. Así relatado, este acontecimiento, no deja de ser una simplificación del episodio que se describe en el primer volumen, pero es un hecho que es de dominio público. Casi tanto como que el Quijote enloqueció de tanto leer y que Sancho Panza tendía a la gordura.

Otra de las características, más o menos divulgada, acerca de su estilo, es que este puede requerir más de treinta páginas para explicarnos las dificultades del protagonista para conciliar el sueño. La malicia que encierra esta caracterización, que insinúa que se trata de una obra en la que no pasa casi nada y que por ello ha de resultar aburrida, puede que se deba al hecho de que cuando Proust buscaba un editor para su obra, Alfred Humblot comentara al respecto: Quizás sea yo tonto de remate y totalmente insensible, pero por mucho que me esfuerce no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido.

Pero vuelvo a la pregunta. ¿Qué es la Recherche? ¿De qué trata? Según lo expone Roland Barthes en su ensayo Proust y los nombres, esta novela es la historia de una escritura que se desarrolla en tres actos o como también él dice, tres desilusiones.

Personalmente no me atrevo a asegurar que esta apreciación última esté justificada ya que, solo desde un entusiasmo vital extraordinario, puedo concebir que alguien renuncie a seguir viviendo como lo ha hecho hasta entonces, para consagrarse íntegramente a convertir lo que tuvo su origen en un mero accidente de la biología, en una forma de destino, es decir, que se disponga convertir su vida en un libro. O dicho con otras palabras a convertir el azar en necesidad.

Voy a seguir no obstante, y un poco a mi manera, según me convenga, el esquema de Barthes, pues va a resultarme útil para presentar lo que quiero exponer. Desde esta perspectiva, según la cual la Recherche es la historia de una escritura, en el primer acto se enuncia fundamentalmente la voluntad de escribir, motivada por el placer y la admiración que el protagonista de la novela siente sobre todo por la obra de Bergotte, (escritor que frecuenta la casa de Swann, amigo de la familia) y la alegría relativa que le procura haber sido capaz de describir los campanarios de Martinville en un intento por penetrar la fascinación que en un momento determinado, le produjo verlos.

En el segundo acto la acción se desarrollaría a partir de la impotencia para escribir que experimenta el narrador, provocada por las grandes dificultades que se le presentan, no solo para encontrar un tema de altura que le merezca el esfuerzo, sino también su insensibilidad creciente frente a la naturaleza que le hace imposible disfrutar de la belleza de la que había gozado en otro tiempo. Esta insensibilidad quedaría reflejada al inicio del Tiempo recobrado, en un pasaje en el que el protagonista vuelve de visita a Combray, el espacio mítico de su infancia, a partir del cual cristalizará toda la novela: ¿Cómo no iba a sentir más vivamente aún que antaño, camino de Guermantes, el sentimiento de que nunca sabría escribir, al que se sumaba otro, el de que mi imaginación y mi sensibilidad se habían debilitado, cuando vi la poca curiosidad que me inspiraba Combray? ¡Qué estrecho y qué feo me parecía el Vivonne junto al camino de sirga (…) Otra de mis sorpresas fue ver las fuentes del Vivonne, que yo me figuraba como algo tan extraterrestre como la entrada de los infiernos y que no era más que una especie de lavadero cuadrado del que salían burbujas.

Por último llegaríamos al tercer acto, que como bien ha advertido Barthes, se desarrolla después de que el protagonista ha tocado fondo, cuando este acaba renunciando a la escritura dada su nulidad para alcanzar un lugar destacado en el mundo de las letras. No es ningún secreto que durante mucho tiempo, al igual que le ocurre al narrador de la novela, Proust sufría debido a una falta de confianza en sus capacidades como escritor. Este tercer acto lo ocupa el tiempo recuperado y se produce a partir del momento en que de forma casi encabalgada, le suceden al narrador tres episodios que resultarán trascendentales. Tres episodios que están relacionados con otros semejantes que ya se le habían presentado en otros momentos de su vida pero a los que entonces, no les había dedicado el suficiente cuidado. Estos episodios tienen que ver con la serie de reminiscencias que sorprenden al narrador en la biblioteca del hotel de Guermantes. Lo característico de todos ellos es que las reminiscencias se le presentan de forma inesperada, espontáneamente, proporcionándole una felicidad extraordinaria, debida al hecho de haber descubierto una verdad que hasta aquel momento permanecía velada.

He aquí cómo se prepara el momento en el que una tras otra irán apareciendo las tres epifanías principales, todas ellas vinculadas a las sensaciones que le producen, por un lado, el desnivel de unas baldosas que lo transportan al baptisterio de San Marcos en Venecia, donde tiempo atrás pisó dos baldosas desiguales, el ruido que provoca un criado al hacer chocar una cuchara contra un plato, y la rigidez de una servilleta que el protagonista se lleva a la boca para limpiarse: Rumiando los tristes pensamientos que decía hace un momento, entré en el patio del hotel de Guermantes y en mi distracción no pude ver un coche que avanzaba; el grito del wattman solo me dio tiempo para apartarme bruscamente, y retrocedí lo bastante para chocar sin querer contra el pavimento bastante desigual tras el cual estaba la cochera. Pero en el momento en que rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaran un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión. La felicidad que acababa de sentir era, en efecto, la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces. La diferencia, puramente material, radicaba en las imágenes evocadas.

Se trata de un momento clave para el desarrollo del tercer acto, pues el narrador, que ha decidido enseñar todas sus cartas, pasa a exponernos su teoría sobre la literatura; el lector puede comprobar que se trata de la teoría conforme a la cual, el escritor ha construido su obra. A continuación, el narrador comunica que ha tomado la decisión de aplicarse sistemáticamente a explorar el sentido de su existencia a través de los signos por medio de los cuales esta se le ha ido mostrando; decisión que al mismo tiempo hará que se determine de una vez por todas a emplear los años que le quedan de vida a escribir esa obra única que le estaría destinada a todo gran escritor. Porque los grandes literatos no han hecho nunca más que una sola obra.

Lo asombroso, lo que resulta paradójico para mí en ese gesto, es que acaba provocando, igual que si se le diera la vuelta a un guante, una inversión del sentido del tiempo vivido. Pues desde ese momento, la pereza, el tiempo perdido, en su acepción literal, la errancia y el vagabundeo espiritual por el amor y los salones, se le aparecerá al narrador como obedeciendo a un plan determinado; o dicho de otra manera: el sentido de su pasado es vivido en ese instante como el efecto causado por su propia determinación. Pues si la comprensión habitual y científica de los fenómenos nos ha hecho considerar que la dirección del tiempo se mueve desde el pasado al presente para llegar así al futuro, después de esa experiencia privilegiada, a la que se entrega el narrador, el instante en que se lleva a cabo la determinación de convertirse en el escritor que siempre ha deseado ser, será el que determine su pasado, confiriéndole de esta forma un sentido que nunca antes podía haber imaginado. Nietzsche y la teoría del eterno retorno, así como las implicaciones éticas que la acompañan, más allá de las críticas que Proust manifestó a partir de un momento por un filósofo al que admiró en la época en que escribió Los placeres y los días, se cuelan inesperadamente en la novela.

II

He planteado qué es la Recherche, y valiéndome, al empezar a escribir, de Roland Barthes, creo haberme aproximado a lo que sería una respuesta. Pero la Recherche es también una peculiar y compleja novela de aprendizaje, tanto como un viaje iniciático.

En una carta escrita a Antoine Bibesco, le comunica Proust: Ahora que por primera vez tras este largo letargo, he dirigido la vista hacia los pensamientos que albergo en mi fuero interno, comprendo cuán vacía ha sido mi vida y veo a cientos de personajes novelescos y miles de ideas que me suplican que les dé cuerpo, como fantasmas homéricos que piden a Ulises los sorbos de sangre que pueden darles la vida.

Por lo que atañe a la consideración de la novela como novela de aprendizaje, el propio Proust apunta en esta dirección al señalar las diferencias entre el narrador protagonista de su novela y Werter en un momento en que aquél se halla inmerso en el análisis de su relación con Albertine, análisis que se extiende por los volúmenes quinto y sexto de la obra. Los tres estadios vitales que recorren el libro a lo largo del aprendizaje serían los siguientes.

Uno: donde el narrador, siendo todavía un niño, experimenta la voluntad de ser que le impone el deseo, siendo el caso que ha de contentarse con el amor que es capaz de despertar en su madre. Este asunto, que se elabora sobre todo en Combray, la primera parte de Por el camino de Swann, vuelve una y otra vez convirtiéndose en una de las razones que explicarían el porqué de los fracasos amorosos que va conociendo el narrador a lo largo de la novela. En el contexto de la obra, se trata de un momento que se materializa bajo circunstancias precisas: siendo el narrador todavía un niño, este se queda esperando el beso de buenas noches de su madre; beso que mientras lo espera, temiendo que no llegue, él sigue en la cama sin poderse dormir, sintiendo como si estuviera a punto de suspender su existencia. Murmuré sin querer estas palabras, que no oyó nadie: estoy perdido.

Se trata, sin duda, de un episodio necesario, de capital importancia, no solo para la historia que se cuenta, sino para la vida del autor, pues no puede ser casual que ese tema del beso que se espera y no llega, Proust lo haya tratado, además de en la Recherche, en otras tres ocasiones: en Jean Santeuil, y en dos relatos que forman parte de Los placeres y los días.

Un segundo momento o estadio vital del aprendizaje sería el que hace referencia a la impotencia y al fracaso que vive el protagonista al constatar que la pérdida de ese amor, de claros tintes incestuosos que se ve obligado a reprimir, lo arroja inevitablemente a la intemperie, fuera del hogar, hacia los Campos Elíseos, donde la falta y la carencia de besos de la madre, (una madre que en la percepción del joven narrador se muestra tan insensible que es capaz de hacerlo casi todo por impedir que otras fuentes de cariño puedan suplir su carencia) es sustituida por la expectativa de felicidad que una adolescente, que los frecuenta en compañía de su niñera, le despierta. Se trata de Gilberta, la hija de Swann (espejo en el que el joven narrador verá reflejado más adelante su propio fracaso amoroso). Esta relación que no obstante no acaba de ser del todo satisfactoria, como por lo demás no llegan a serlo ninguna de sus relaciones amorosas al darse el caso de que el narrador, afectado de un síntoma característico del amor romántico, como subraya Painter no ama a una persona sino a un ideal, a un deseo personificado, y una proyección del propio ser, lo llevará a penetrar más adelante en el mundo de las muchachas en flor y así hasta introducirse en el gran mundo de los salones, que si bien le resulta frívolo e incomprensible al principio (tantos son los signos que hay que descifrar), ha de conquistar necesariamente si quiere ver satisfechas sus aspiraciones.

No es un asunto menor que los mundos por los que se mueve el protagonista sean diversos, dado que lo que permite descifrar las claves por donde discurren cada uno de estos mundos, son distintas. Cada uno tiene su propio código que ha de descifrarse. Pues todo en ellos remite a otra cosa que no es clara en primera instancia. Respecto a la multiplicidad de señales que el protagonista ha de desentrañar, en su obra Proust y los signos, Deleuze ha escrito: El primer mundo de la Recherche es la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios tan reducidos y a una velocidad tan grande. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien es recibido en determinado mundo, por qué alguien deja de serlo, a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes.

Dice el narrador a propósito de su conocimiento temprano de Albertine: Mi exceso de sabiduría tocante a la vida iba a dar provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué puede uno afirmar toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso enseguida y resulta en tercer lugar verdadero?

Porque el narrador, (al igual que le ocurría a Swann) ante la posibilidad de que las hipótesis que se plantea sean erróneas, o las observaciones insuficientes, no se detiene, y contrariamente, sigue insistiendo en un movimiento dialéctico negativo, para el cual el descubrimiento de dos mentiras consecutivas sobre una misma cuestión no se traduce en una síntesis positiva, una experiencia de la verdad, sino que solo muestra cuán lejos de ella se encuentra el sujeto que la busca. Los personajes que nos fascinan, por los cuales sentimos admiración no se agotan, nos trasladan a su mundo, constituyen por ellos mismos, un mundo.

En relación con los diferentes espacios por los que el protagonista de la novela ha de transitar, Deleuze ha destacado fundamentalmente cuatro mundos: el mundo de los salones, el mundo del amor, el mundo de las impresiones o de las cualidades sensibles y el mundo del arte. Según yo lo veo, el mundo de las cualidades sensibles resulta especialmente importante para Proust porque está implicado en las reminiscencias o epifanías y son estas en cierto modo las que preparan la ocasión para el arte, igual que el eros platónico es una condición previa para captar la idea de la belleza. De modo que ser sensible a las señales que emite este mundo es el primer requisito para que el arte se produzca, ya que sin esta sensibilidad el arte perdería el suelo material que lo soporta. Por lo demás, el mundo del arte es sin duda el único que permite extraer, de sus manifestaciones, una verdad esencial que supere el conocimiento derivado tanto de meros principios, como ocurre con la filosofía académica, como de las hipótesis de la ciencia en su aproximación a la realidad; siendo estas disciplinas, expresiones del espíritu con las que, según yo creo, Proust quiere marcar distancias.

Así, el mundo del arte es un mundo transversal que recorre la obra desde el primero hasta el último volumen, como un río subterráneo, igual que ocurre con la frase musical de Vinteuil. Y por la potencia que despliega, resulta el único capaz de dar unidad al conjunto. Desde la admiración que manifiesta el narrador por Bergotte al principio de la obra pasando por la pintura de Elstir y la escucha del septuor de Vinteuil en La fugitiva, donde el narrador nos da las primeras claves para interpretar su novela, hasta el final donde se hace tema explícito de su significado, el arte está siempre presente. Pues en la literatura y el arte la capacidad para descifrar los signos es determinante si es que en el mundo a la postre se ha de reconocer un sentido. La crítica al realismo simplón que lleva a cabo Proust en El tiempo recobrado sirve de ejemplo para mostrar que es éste un camino inútil, errado y vacío que lo convierte en el mejor de los casos en un esfuerzo redundante; si bien, por el efecto de distanciamiento que le exige, le permite confluir con espíritus más afines, como Nerval en Silvie…

El tercer momento o estadio vital, es por último aquél en que podemos considerar que la ambición del “héroe” se ve cumplida, si bien la recompensa, el éxito al fin logrado, no está libre de amargura. Ello se debe a que desde el momento en que el protagonista acaba descubriendo que aquello que ha perseguido desde su infancia, el “reconocimiento del otro” (sea este “otro” entrar definitivamente en la historia de la literatura o llenar el vacío de amor de una madre nunca suficientemente presente), acabará contrayendo un compromiso de renuncia tan severo con la mundanidad, como no había podido imaginárselo nunca el pequeño Marcel: Se escribe porque nadie escucha, efectivamente, como ha escrito con gran acierto Michel Schneider.

En tanto viaje iniciático, este se configuraría como un viaje a través del mito y de los años que cubre el espacio y el tiempo que van desde la expulsión del paraíso (simbolizado sobre todo por el paisaje de Combray con que se inicia la novela, donde el narrador descubre los dos caminos por donde conducirá su vida, el que le conduce a Swann y el que le conduce a Guermantes) hasta el momento en que pasados los años, el narrador regresa de nuevo a Combray, para tomar conciencia, (antes de que su verdadero destino le sea revelado), no solo de que allí no le espera nadie, sino que como ya se indicó, nada le dice nada, porque en ese proceso de ida y vuelta se ha vuelto incapaz de oír.

Y así como, en un tiempo pasado, en su vida se llegaron a producir ciertas reminiscencias que le brindaron la ocasión de trascender la inmediatez de las sensaciones, la magdalena, los campanarios… etc, ahora en cambio, el protagonista está totalmente preso de ellas, hechizado por lo que se muestra meramente a los sentidos, o lo que de ellos arrastra su memoria incapaz, presa del vano recuerdo. De modo que la vuelta a Combray, la patria del origen, solo le ofrecerá la cruda verdad de que los únicos paraísos son los perdidos.

Y es que la obra de Proust es sobre todo y fundamentalmente, una larga y minuciosa búsqueda de la verdad, que arrastra al protagonista, que ha de ir superando prueba tras prueba para ver cumplida su aventura, desde la búsqueda del ideal, al triste lodo; pues esta exploración es un desciframiento de la verdad oscurecida, alterada, desfigurada por las contingencias a las que se encuentra sometida la vida de su narrador. Dado que para Proust no existe otra verdad que la del individuo concreto que no se contenta con lo que de antemano le ofrece la vida, que no casa con lo establecido y se atormenta inquiriendo mientras sufre, porque la respuesta que podría apaciguar su ansia no le llega. Yo no sé y dudo que nadie llegue a tener la certeza, de si eso que no llega, fue efectivamente el beso de mamá que se insinúa en la obra de Michel Schneider u otra ansia más originaria a la que el beso le prestó dolorosamente su carácter de símbolo.

Querría detenerme aún en el concepto de verdad que maneja Proust y que, a mi modo de ver, por la forma en que lo describe, me recuerda tanto al concepto de verdad de Platón, aletheia, para el cual la verdad era ya una especie de desvelamiento, de descubrimiento en el sentido casi literal de la palabra; como sería el retirar las sábanas para ver el cuerpo desnudo que ocultan. Efecto de descubrir lo que se ha cubierto, de eliminar la sucesión de capas que se interponen entre el sujeto y la realidad, impidiendo que esta realidad, la realidad verdadera que retiene su esencia, se experimente, para que desde la oscuridad, surja la luz como la maravilla del relámpago; aunque solo dure un instante antes de que se produzca de nuevo su ocultación, la degradación del hábito y la costumbre, la inercia que acompaña inevitablemente a la vida en su manifestación empírica y fenomenal, antes de que esta corra de nuevo por entre los surcos del tiempo…

III

… el amor, los celos, la escritura, como ya se ha visto, el fracaso, la frustación… los sueños, tan denostados en la literatura actual… el sueño, el tiempo perdido… ¿Por qué entonces ese título, En busca del tiempo perdido? ¿No habría sido más correcto decir que la Recherche es una historia sobre la verdad del tiempo, ese monstruo de dos cabezas, de condena y salvación como lo definió Samuel Bekett, ya que si no podemos negar que la obra es una búsqueda de la verdad, tampoco parece admisible pensar que esa verdad sea ajena al tiempo? ¿Es absurdo pensar que para Marcel Proust, al igual que para su narrador, el tiempo sea la espuma que baña las costas que lo mantienen aislado en el espacio mítico que él ha construido?
En cualquier caso, cabría precisar qué sentido puede tener en la obra la expresión el tiempo perdido.

Porque el tiempo perdido es el tiempo que ha pasado, el tiempo que hemos ido dejando atrás, pero también el tiempo que se desperdicia sin hacer nada, el tiempo que se ha invertido en los salones, en la frivolidad del amor y los celos, en las mentiras, ese tiempo que solo la obra de arte, al recuperarlo, convertirá en ganancia, aunque el narrador hasta que llegue ese momento no comprenda su finalidad ni le de valor e importancia.

Tal como pregunta Deleuze: ¿por qué hay que perder el tiempo, ser mundano, enamorarse más bien que trabajar y realizar obras de arte? Proust se encargará de hacer que en El tiempo recobrado, el narrador responda: Entonces surgió en mí una nueva luz, menos resplandeciente sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el tiempo perdido. Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados en mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano, poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta. Lo mismo que el grano, podía yo morir cuando la planta se desarrollara y resultaba que había vivido para ella sin saberlo.

Una luz que, por no haberse producido en la época en que Albertina fue su prisionera, ante estas palabras de Francisca: ¡Ah, si el señor en lugar de esa chica que le hace perder todo el tiempo, tuviera un pequeño secretario bien instruido que arreglara todos los papelotes del señor! (…), ese mismo narrador llegó a plantearse si Francisca no tendría razón, pero que ahora en cambio, le permite responder: Albertina haciéndome perder el tiempo, causándome pena, quizás me fue más útil desde el punto de vista literario, que un secretario que me arreglara los papelotes. (.…) Sin creer ni por un momento en el amor de Albertina, veinte veces quise matarme por ella, por ella me arruiné, destruí mi salud. Cuando se trata de escribir, somos escrupulosos, miramos muy de cerca, rechazamos todo lo que no es verdad. Pero cuando se trata de la vida, nos arruinamos, enfermamos, nos matamos por mentiras. Verdad es que solo de la ganga de esas mentiras podemos extraer (si ha pasado la edad de ser poeta) un poco de verdad.

Visto lo anterior, lo que no es la Recherche, es una búsqueda del tiempo perdido en el sentido en que a veces, ingenuamente, utilizamos esta expresión, como cuando desearíamos volver atrás con la esperanza de enmendarle la plana al tiempo. Es decir como cuando pensamos en el pasado como si el tiempo no hubiera transcurrido. No es posible esta aproximación y es absurdo plantearla porque el mundo en el que se ha vivido, de cuya carne forma parte también su espíritu, ha ido envejeciendo con nosotros. Es su efecto el que provoca esa dolorosa insensibilidad del narrador, ante la belleza de Combray, a su vuelta.

Beckett lo explica también con palabras muy rotundas: No hay escapatoria posible de las horas ni de los días. Tampoco del mañana ni del ayer. No se puede huir del ayer porque el ayer nos ha deformado y ha sido deformado por nosotros, forma parte de nosotros, se encuentra dentro de nosotros. Y Deleuze: porque el tiempo para hacerse visible busca cuerpos. O si se quiere: no podemos volver atrás porque mucho antes de que tengamos conciencia de sus efectos, el diente del tiempo ha empezado a roernos, somos sus víctimas. La imagen de Saturno devorando a sus hijos guía en este viaje toda la reflexión de Proust.

Nabokov ha escrito a su vez que las ideas fundamentales de Proust acerca del fluir del tiempo giran en torno a la evolución constante de la personalidad en términos de duración. Lo que viene a significar que la persona, al igual que el tiempo, no es divisible en partes, como tampoco lo es el tiempo en instantes, sino que forma un continuo igual que lo formaría un cuerpo de estructura elástica, por poner un ejemplo, que al estirarse se contiene íntegro durante su recorrido o, en un sentido diferente, una bola de nieve que engorda a medida que se arrastra. El concepto de duración es un concepto que cabe atribuírselo a Bergson, y acaso no sea extraño que Proust lo utilice, pues fue en su juventud, (cuando todo cala más profundamente y se funde confundiéndose el pensamiento propio con el ajeno) cuando Proust estudió su filosofía, más o menos por la misma época en que admiraba el pensamiento de Nietzsche, antes de que le atribuyera a este último demasiada estima por la inteligencia, llevándole en consecuencia a mantenerse en guardia frente a su filosofía.

Esta personalidad que dura en el tiempo, siendo muy dinámica, se mantiene siempre actual, de forma análoga a como ocurre con el inconsciente freudiano. Y aunque no muestra en primera instancia más que el aspecto superficial que suele identificarse con la conciencia, es clave en la concepción psicológica de Proust; ya que aunque se produzcan en ella cambios que pueden ser decisivos para comprender la dirección que adopta su movimiento a lo largo de su evolución, no deja de ser una y la misma.

Hay que señalar que este concepto de duración, tal como es elaborado por Proust, ciertamente a su manera, también resulta indispensable para entender su idea del arte, así como la función que tiene su literatura, que no es otra que extraer de la profundidad del sujeto, por medio de una forma bella que sea accesible a la inteligencia, los contenidos esenciales que constituyen su verdadera realidad, oculta y silenciosa para la conciencia. Nuestro yo está hecho de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esa superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Se producen perpetuamente levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos. Estos estratos antiguos que contienen asimismo vivencias esenciales que en ocasiones llegan a aflorar, son los que irrumpen inopinadamente en la conciencia, de forma azarosa y espontánea, provocando que se produzca en el individuo, la reminiscencia que viene a acompañar a la verdad que debe desvelar el arte.

Ahora bien, qué elementos sean esos que se mantienen idénticos e inalterados en lo más profundo de la persona, que son capaces de atravesar la capa protectora de la conciencia, exige de ellos que su existencia se mantenga independiente de la voluntad. De nuevo Beckett lo ha dicho con gran precisión: Solamente existe una impresión real y una forma adecuada de evocación. No tenemos el menor control sobre ninguna de las dos.

Sin gran esfuerzo argumentativo, Proust viene a sugerir que esos levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos solo son posibles cuando la cadena causal que enlaza todos los fenómenos se rompe. Dicho de manera coloquial: cuando se olvidan ciertas experiencias que no se integran en el ordenamiento habitual que impone el tiempo, tal como este es concebido cuando se organiza una agenda.

Aupado sobre los pertrechos de la psicología moderna de la percepción y con una astucia digna de Ulises, Proust se apropia del mito platónico según el cual las almas, antes de reencarnarse, beben las aguas del letheo, el río del olvido; se explica así por qué para que se produzca la reminiscencia hay que olvidar primero.

Entonces se da el caso de que, cuando no se olvida nada, no hay posibilidad de descubrimiento, de desvelamiento de las esencias tal como estas fueron vividas, experimentadas originalmente. Todo encaja. El olvido es pues la condición de posibilidad para el recuerdo. Al mismo tiempo puede entenderse por qué la memoria voluntaria no sirve. De acuerdo a la ley de la causalidad, la memoria se remonta en el tiempo hacia atrás desde un yo que es otro diferente de aquél que fue y en consecuencia modifica el recuerdo, lo banaliza, lo presenta en su indiferencia.

Como le ocurre al propio narrador cuando, al visitar las fuentes del Vivonne, que él recordaba mágicas, después de seguir el curso del río, se encuentra con que lo que tiene ante los ojos no es más que una especie de lavadero con burbujas, porque él ya es otro. Porque sus ojos que ven ahora son otros que los ojos que en el pasado vieron.

Existe, no obstante, algo oculto necesariamente, que es idéntico en esas experiencias que se han producido al azar (ni el narrador ni Proust, han ido a buscar las baldosas de forma expresa) y eso oculto es hacia lo que apuntan las dos sensaciones que se hallan implicadas, la original y la que la despierta de nuevo. Platón y Schopenhauer lo habrían llamado Idea.

Proust fue consciente desde el principio de que todo cambia y de que nada permanece. No podemos detener los efectos del tiempo, no podemos volver atrás, lo hecho, hecho está, y el paisaje y las cosas envejecen igual que envejecemos nosotros, los afectos se desgastan y las ilusiones se pierden. Ahora bien, el tiempo actúa sobre el campo fenoménico. Y lo que persigue, Proust, al igual que lo que persiguió en su día Platón, por citar únicamente a su mayor inspirador respecto a este asunto, es superar los fenómenos encaramándose por encima de ellos hasta el mundo de las ideas, que es el único que permite comprender, trascender las apariencias sensibles. Kant no dudó en afirmar que este deseo, lícito, en tanto anhelo del pensamiento humano, era una imposibilidad metafísica y desde entonces muchos filósofos entre los que no se encuentran ni Schopenhauer ni Bergson, aceptaron su sentencia.

No obstante, los descubrimientos sucesivos que han tenido lugar en la mente de Proust, lo predisponen a pensar que esa tarea sí es posible. Al igual que el narrador de la Recherche, (pues a estas alturas uno y otro se confunden completamente), Proust sostiene que algunas experiencias sensitivas guardan su esencia bajo los pliegues de la conciencia estratificada. Y esa experiencia sensitiva, paradójicamente, es accesible y recuperable.

Dado que la característica esencial de la vivencia original al repetirse es desvelar un mundo que se hallaba contenido en la primera impresión que de él se tuvo (como se ha dicho siempre entran en juego dos impresiones, la original y la que permite la evocación), la estrategia a seguir no ha de permitir que las representaciones de la memoria común y voluntaria se confundan con las esenciales, pues la memoria voluntaria es impotente; sólo a través de la memoria involuntaria puede ser capturada la esencia de un golpe, en su estructura, en una gran intuición. Porque más allá de la visión interesada que proporciona el hábito, mientras la atención baja la guardia y hace pensar que acaso se haya instalado en ella el aburrimiento, esas capas superpuestas, esos plegamientos elásticos de la conciencia pueden empezar a relajarse.

No cabe plantear si esa experiencia pudo verse afectada o no por el tiempo, pues se ha fijado idéntica en los estratos más profundos e inaccesibles para la voluntad, e igual que en una gota de ámbar el insecto, aprisionado en ella, desafía a la corrupción, la impresión original sigue a salvo, viva, como dormida, esperando a que un azar la despierte.

En su Proust, Beckett llegó a contabilizar hasta once de esas experiencias puras a lo largo de la Recherche, aunque nos advierte que se podrían considerar otras, si bien no de forma tan pura; como si estas fueran piedras preciosas sin pulir, de inferior valor, útiles porque su sentido es despejar el camino hacia a la intuición para que esta llegue a reconocer los diamantes verdaderos.

Ciertamente, esas esencias son portadoras de cada uno de los mundos a que hacen referencia, igual que ocurre con las mónadas que descubrió Leibniz, son puntos de vista originales, únicos, que expresan desde su diferencia la totalidad del universo. Sin puertas ni ventanas las imaginó Leibniz, igual que dos siglos después lo admitiría Proust al describir al hombre como la criatura humana que no puede salir de sí misma.

Por eso, Por el camino de Swann contiene ya toda la novela. Se encuentran en este volumen todos los jalones que permiten transitar por ella y que poco a poco van desplegándose. Igual que en la magdalena empapada en la infusión de té, que aquí aparece por vez primera, se encuentra todo Combray con los dos caminos que simbolizan los nombres de Swann y de Guermantes, y que conducen a Odette y a Gilberta, al salón de los Verdurin, y a la música de Vinteuil, tan próximo, sin saberlo, al oscuro mundo de Gomorra, cuya realidad intuye el narrador al despertar casi de noche, de una siesta en un talud entre matorrales; a la princesa de Guermantes y a las muchachas en flor, a la esencia de Balbec que aparecerán en el segundo tomo, y a través de ellas a Albertine, a Roberto de Saint Loup, a Charlus y así sucesivamente hasta englobar la totalidad de ese mundo que es la obra única que escribió Proust.

Proust quiso conciliar a Platón con el irracionalismo, igual que en el ámbito estricto de la filosofía, al final de su turbulenta vida también se lo propuso Nietzsche, el más feroz crítico del filósofo griego. También reunió en un mismo escenario a Leibniz, a Schopenhauer y a Bergson sin citarlos, por cortesía con el lector. El artista que fue Proust así lo exigía. Así como hace con Descartes, (el filósofo tal vez menos proustiano que ha dado la historia de la filosofía, su antípoda en el plano intelectual) cuando en la larga disquisición en que el autor de la Recherche expone paso a paso los momentos por los que se ha ido concretando su aprendizaje intelectual, su particular Discurso del método, como irónicamente lo llamó Beckett, llega a ofrecerle de esta manera indirecta, su reconocimiento.

Sin duda fue Proust un hombre generoso. Sabía que lejos del arte, la realidad y la vida son una cosa fugaz y triste, absurda y dolorosa y acaso por ello no sea erróneo pensar, que esta fue otra de las razones por las que escribió si no la más grande novela del siglo XX, sí una de las más extrañamente bellas.

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El paseo, la pereza

22 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Alfred Kubin, Canetti, Carl Seelig, Claudio Magris, Coetzee, Dostoievski, Hölderlin, Kafka, Lovekraft, Nietzsche, Robert Walser, Walter Benjamin

En un texto sobre Robert Walser que puede leerse en La provincia del hombre, Canetti ha escrito que la experiencia más íntima de este escritor fue el miedo. Tanto es así que llega a considerar que el conjunto de su obra literaria no es otra cosa que un intento por silenciar ese miedo que solo se hará explícito, cuando más tarde se formen las voces que vengarán en él todo lo ocultado.

Sin referirse directamente a ello, Canetti hace referencia a la circunstancia que llevaría a Robert Walser a ingresar voluntariamente en un hospital mental, después de que un año antes pasara por una clínica de reposo y llevara a cabo un intento de suicidio frustrado porque, como diría él mismo, ni siquiera pude hacer una horca correcta.

No obstante, y más allá de que fuera preciso establecer un diagnóstico que justificara las razones del ingreso, depresión marcada y severa inhibición, se sabe por el informe médico (así lo ha subrayado J.M. Coetzee), que en evaluaciones posteriores los doctores no se pusieron de acuerdo e incluso le alentaron a que viviera en el exterior nuevamente. En términos objetivos se habló de una madre depresiva crónica, así como de que uno de sus hermanos se había suicidado y otro había muerto en un psiquiátrico.

Contrariamente al punto de vista de Elias Canetti, Benjamin reconoce que todos los héroes de las novelas de Robert Walser, participan de cierta frustración pero enseguida añade que no es por timidez ante el mundo como podría pensarse, o resentimiento moral, o por patetismo, sino por razones puramente epicúreas. Desconozco las razones que tenía Canetti para establecer su diagnóstico pero la razón que esgrime Benjamin para fundamentar su interpretación es que nadie disfruta tanto de sí mismo como aquél que está en proceso de curación. De ahí, que añada que observa en sus personajes más importantes una nobleza no acostumbrada.

Tener miedo o estar en un proceso feliz de curación, abren vías interpretativas no siempre conciliables. Coetzze reconoce la originalidad de la interpretación de Benjamin, aunque advierte, (no sé si porque pone en duda su valor), que el conocimiento que este tenía de su obra era más bien escaso. Por otro lado, analizando el carácter de Jakob von Gunten, el protagonista de la novela homónima de Robert Walser, Coetzze ha destacado la influencia que esta obra tuvo en Kafka, quien, según cuenta Max Brod, la leía con deleite en voz alta. Aquí, Canetti, Benjamin, Coetzze (los tres citan en sus estudios a ambos autores) estarían de acuerdo, pues el aire de familia entre Robert Walser y Kafka es incontestable. Con todo y con ello, Coetzze, aunque no pretenda restarle originalidad, afirma en Mecanismos internos que como personaje literario Jakob von Gunten no carece de precedentes: en el placer que obtiene cuestionando sus propios motivos, nos recuerda al hombre del subsuelo de Dostoievski y, tras él, al Jean Jacques Rousseau de las Confesiones.

No estoy seguro de si Claudio Magris, otro intérprete destacado, reconoce esta doble herencia pero sí consta que suscribe la del primero y la aprovecha para afirmar en En las regiones inferiores (breve ensayo que Magris sitúa en el contexto de la crítica a la violencia metafísica que según Nietzsche y Heidegger se halla implícita en todo gran estilo), que Robert Walser rechaza categóricamente la función de la conciencia.

Como ocurre con el protagonista de Memorias del subsuelo; como ocurre con Nietzsche, de quien considero que Robert Walser recibió una influencia determinante (no importa que en sus conversaciones con Carl Seelig le censure que se vengaba de que ninguna mujer le hubiera amado), su experiencia al respecto es inequívoca: la conciencia es su enfermedad; en su manifestación hipertrofiada, yo añadiría que paradójicamente, se convierte en el punto de inflexión que anuncia su propio fin; la vida en el manicomio en el único espacio de salud donde esta puede seguir desarrollándose.

Se trata sin duda de una apuesta arriesgada en la que se concitan por igual pasiones nobles y mezquinas: timidez miedo, vergüenza, pereza, envidia, orgullo, coraje, audacia…, apuesta que a la postre acabará desbordando la exterioridad literaria llegando a devenir forma de intransigente rebeldía, transformación interior que acabará apartándolo incluso de la escritura.

No se han encontrado textos que fueran escritos después de 1932, pero Coetzee ha advertido de qué modo, a través de su implicación emocional, fue capaz de vislumbrar, al describir la vida que se desarrolla en el Instituto Benjementa, en Jakob von Gunten, el surgimiento de esa clase de varón pequeño burgués que en una época de gran confusión social encontraría atractivas las camisas pardas de Hitler.

Atrapado en una encrucijada existencial que le obliga a elegir entre convertirse en víctima o favorecer al sádico despótico, Robert Walser se niega a dar pábulo a la monstruosidad que se avecina. Y es por ello que, con una coherencia semejante a la de Franz Kafka, renuncia a formar parte del mundo administrado que acabará identificándose con el horror.

El paseo, la pereza, las manifestaciones de incompetencia que no ocultan sus personajes, de las cuales incluso alardean, camufladas por una aureola de pudor y de vergüenza que roza el ridículo desde el momento en que se saben descubiertos por la mirada ajena, no indican la falta de compromiso que lo empuja a empequeñecerse y pasar desapercibido para salvarse sin más, como ha insinuado Canetti, sino que son la forma, en mi opinión, en que su compleja personalidad afirma la rebelión de brazos caídos, una vez que ha decidido sobrevivir en la única institución que en lo sucesivo representa la cordura.

El caos empieza, las órdenes desaparecen, llega a decir el protagonista de El paseo, poco antes de que la vida se vuelva un sueño y lo hasta entonces comprendido resulte incomprensible. Toda jerarquía se anula con el vagabundeo y así, el caminar derecho conduce a menudo al error, mientras el erróneo, acaba siendo un acierto. De igual modo que el elegante traje con que las fotografías nos han acostumbrado a reconocer la imagen de Robert Walser, demanda imaginar la presencia de un cuello de camisa ajado y una corbata torcida si es que hay que ser fieles a la verdad. No. Tiene que estar abierto, le responde al doctor cuando antes de salir con Carl Seelig, aquél pretende abrocharle el último botón del chaleco.

Nietzsche afirmó que tener fe en el cuerpo es más importante que tener fe en el alma, y consiguió convencernos de que la pretendida unidad de la conciencia no había hecho sino empeorar la condición del ser humano. Yo creo que Robert Walser, con no menos voluntad, dispuso las estrategias para acabar con su propio yo, volviéndose inservible antes que formar parte de la maquinaria social y verse reflejado en su estructura de dominación.

Así, tornarse arena o polvo capaz de introducirse sin ser visto en las grietas del sistema para hacer crujir los engranajes que hacen funcionar su estructura, sería un aliciente cercano a la felicidad. Ya lo anunció Hölderlin: El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa.

Post scriptum: En las regiones inferiores, que es una expresión incompleta que Robert Walser pone en boca de Jacob von Gunten hacia el final de la novela, solo puedo respirar en las regiones inferiores, y que Canetti considera que podría ser el lema de los escritores, a mí me sugiere el título de un relato de terror sobrenatural, que bien podrían haber escrito Lovekraft o Alfred Kubin.

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Los bulevares periféricos

01 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Henry Miller, Ocupación, París, Patrick Modiano, Platón, Premio Nobel, Proust, Sartre

Estos días, antes de que nos dieran la noticia de que Patrick Modiano acababa de recibir el Nobel, una frase de Henry Miller que había leído hacía tiempo en Primavera Negra, daba vueltas en mi cabeza: Lo que no está en plena calle es falso, inventado, es decir literatura. No dudo de que la frase no deja indiferente a quien la escucha o lee, pero luego, con el Nobel y la alegría que me produjo que éste fuera a parar a manos de Modiano, la frase de Miller, como por un prodigio inesperado, se acabó dando la vuelta: Lo que no es literatura es falso, es decir inexistente.

Eso quería decir que Modiano, a quien leí por primera vez en la edición de Alfagura de Los bulevares periféricos, y luego seguí leyendo en la colección Folio de Gallimard, porque las editoriales de aquí no se decidían a traducirlo de forma coherente, se había apoderado de mi pensamiento. Sartre escribió que un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura y, fuera de esta figura no hay nada. En referencia al genio del artista, Sartre quería significar que el genio de Proust se hallaba comprendido en la totalidad de la obra de Proust, del mismo modo que el genio de Racine es la serie de sus tragedias.

Parafraseando pues a Sartre, (que así habla en El existencialismo es un humanismo) yo creo poder afirmar que todo lo reseñable en Modiano se encuentra desde el principio en la obra de Patrick Modiano, y no existe o se pierde, entre los límites de esa zona neutra que puede reconocerse en ciertos barrios de París tan bien descrita en En el café de la juventud perdida, cualquier otro que no aparezca en su escritura; como se pierden las hojas muertas que el viento y la lluvia arrastran en invierno, o esas gentes que en una hora punta se ven desaparecer bajo la boca del metro.

Desde que en 1968 Patrick Modiano publicó en Francia La place de l’étoile, a la que siguieron Ronda nocturna y Los bulevares periféricos en los cuatro años siguientes, su vida se ha ido convirtiendo, en un sentido que no quiere hacer concesiones, en una vida sólo para ser dicha, escrita. Como si fuera falsa (flujo anónimo imposible de fijar en una experiencia propia o auténtica) la que no ha pasado a través de la escritura. Ser en consecuencia es ser escrito y no hay posible verdad, fuera del lenguaje de la literatura.

Se ha querido ver en Modiano un nuevo Proust, vuelto hacia el pasado con el propósito de comprender lo sucedido en Francia durante el periodo de la ocupación, la persecución encarnizada contra los judíos, la vergüenza que prolonga el sufrimiento de toda una época; yo creo en cambio que el tiempo en que Modiano se busca, su tiempo perdido, no es tanto el pasado como el presente, que ha ido engrosándose capa a capa, desde los años inmediatamente posteriores a la liberación (que vivió en falso -según explica en las páginas de Un pedigree– porque los vivió en transparencia, como quien contempla inmóvil unos hechos en los que no participa) hasta la actualidad, donde los jóvenes se reúnen para jugar con el iPhone; un tiempo presente, con esos días todos iguales, con su luz sin brillo en la que nos da la impresión de estar sobreviviendo, que solo a cambio de su recreación posterior podría llegar a existir.

De ahí la importancia que en muchos de sus libros tienen las libretas de notas donde se registran los más pequeños detalles: un número de teléfono o la hora de una cita que aparece subrayada para que veinte años después sirvan de indicio de que ese mundo deslucido y monótono fue un día presente. Necesitaba puntos de referencia, nombres de estaciones de metro, números de edificios, pedrigrees de perros, repite la misma voz, como si temiese que de un momento a otro, las personas y las cosas nos esquivasen o desapareciesen y fuera necesario conservar al menos una prueba de su existencia.

Es la fría noche del olvido, lo que desvela a Patrick Modiano y empuja a sus personajes a recorrer las vacías calles de París en silencio, la materia oscura de cuyo fondo no irradia ningún sentido; el no ser que acecha al ser para cumplir con su disolución; esto es, creo yo, lo que él más teme. La posibilidad de que su memoria obedezca al desinterés, la culpa del superviviente.

De ahí los necesarios testigos y los informes en que registra esa abundancia de nombres propios y hechos nimios que de otro modo desaparecerían. De ahí el ansia por recuperar y dar forma a las voces (lo más difícil de recordar), los fragmentos que asaltan los recuerdos discontinuos antes de que se borren como dibujos en la arena. De ahí el desorden de semillas que aguardan pacientemente la eclosión que acaso no llegue a producirse nunca. Como nunca he vuelto a ver a ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra.

Y así como aprendimos con Platón que conocer es recordar, se diría que Modiano quiere mostrarnos, que vivir no puede ser otra cosa que revivir. Y este vivir de nuevo, que es la creación, solo podrá darse en el eterno retorno de esa historia repetida (siempre la misma) en que se ha convertido su literatura. Porque nuestro único objetivo para el viaje era ir al corazón del verano, allí donde el tiempo se detiene y las agujas del reloj marcan siempre la misma hora: mediodía.

Autor que maneja como nadie las gradaciones del gris que van sobreponiéndose al negro, Modiano nos sumerge con cada uno de sus libros en un cuento de nunca acabar que rehúye explicarse de forma concluyente, logrando así transmitirnos sus perplejidades, guiándonos de la mano a recorrer las pistas de esos caminos vagamente intuidos que acaso no lleven a ninguna parte, efectos de déjà-vu obsesivos que nos perturban cuando la misma idea expuesta en diferentes obras, llega incluso a sernos dicha con las mismas palabras, en un ejercicio único de autorreferencia que exige del lector toda su memoria y atención; donde la precisión y el detalle de la mirada que se resiste a ser cómplice del olvido, se vuelve tan misteriosa como la niebla que respira, donde lo soñado y lo vivido se mezclan en su imaginación sin hacer apenas distingos.

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Martillazos contra la pared

18 sábado Oct 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Borges, Casa Tomada, Edipo, Freud, Julio Cortázar, Kant, Morelli, Proust, Saúl Yurkievich, Valle Inclán

Parece que es evidente que a Julio Cortázar, la casa del lenguaje que un día heredó de sus ancestros, amplia y confortable en el momento en que llegó para habitarla, debió ir convirtiéndosele, a medida que iba desarrollando su escritura, en un espacio incómodo y estrecho que habría que abandonar a la larga. Así los personajes de Casa Tomada, tras haberse ido habituando poco a poco a no pensar, se puede vivir sin pensar, dice en un momento el narrador de la historia mientras él y su amiga saborean las ventajas que imponen la rutina doméstica de una vida muelle sin cargas, después de descubrir que la casa sigue ocupada por una presencia fantasmal, acaban reconociendo que vale más rehuirla y abandonarse a la suerte que pueda ofrecerles la intemperie. Es el sueño del viaje con que se inicia el relato de occidente, la raíz mítica que alimenta toda partida y exilio del héroe.

Saúl Yurkievich, ha escrito en el estudio introductorio a Teoría del túnel que para Julio Cortázar escribir constituye una tentativa de conquista de lo real. Lo cual, sin duda, es cierto, porque ¿con qué malla, con qué red, por qué medios de seducción lo real acabaría entregándose finalmente? Eso real que ya obsesionó a Edipo tanto como obsesionaría a Kant, a Freud, a los buscadores de la verdad más tenaces.

Desde el origen de la filosofía esta pregunta lleva inscrita en su memoria una larga lista de pretendientes que han ido cayendo uno tras otro en pos de esa entelequia, acaso un monstruo de múltiples cabezas cuya imposible presencia solo se deja insinuar de manera abstracta, como deseo del sujeto pensante. De ahí que no sea extraño que Morelli, el viejo escritor que teoriza sobre el sentido de la nueva novela en Rayuela (la obra en la que Cortázar lleva a cabo con más consistencia su tentativa de conquistar lo real), reconozca que en el momento de ponerse a escribir hay primero una situación confusa que sólo puede definirse en la palabra que lo fuerza a preguntarse con una firmeza obsesiva ¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo quince mil veces como martillazos contra la pared con la esperanza remota de que alguna vez algo responda desde el otro lado.

En una entrevista que se le realizó a Borges (no recuerdo si fue real o ficticia o si aparece en alguno de sus cuentos) Borges sostenía que estaba harto de ser Borges. De forma parecida yo creo que lo mismo lo podría haber mantenido Horacio Oliveira en Rayuela. Pues qué lo habría llevado hasta París, si no fuera el hastío, el ansia de ser otro en otra lengua del lado de allá, ese anhelo vislumbrado de libertad que viene a significar la presencia de la Maga, el descubrimiento del glíglico, que consiste en hacer trastabillar el idioma en su compañía; ingenuidad del porteño que piensa que la vida (donde la vida viene a coincidir con lo real) está siempre en otra parte.

Como les ocurre a los habitantes de la Casa Tomada, para quienes la posibilidad de abandonar el hogar donde vivieron los abuelos abre ante ellos la posibilidad de iniciar una vida sin ataduras, a Horacio Oliveira la idea de extraviarse por un laberinto desacostumbrado o mirar pasar el río bajo otros puentes, a la espera de que en cualquier momento la Maga pueda aparecer inclinada sobre el agua en uno de ellos, le permite imaginar que la bestia que custodia su destino podría al fin morir.

De ahí que la desaparición de Lucía, la Maga, que viene a producirse tras la muerte de Rocamadour (anticipada, a lo largo del capítulo 20 de la novela con una belleza y un patetismo del que sólo Cortázar es capaz), tenga sobre Oliveira el efecto de un relámpago que lo despierta bajo una lluvia asfixiante de talco, haciéndole adquirir conciencia de que ha perdido la fuerza para seguir buscando. Como le sucede al protagonista de la Recherche de Proust, cuando al superar un último repecho en el camino, ya en plena madurez existencial, para contemplar las fuentes del Vivone de su niñez, descubre que la maravillosa fuente no era nada más que una especie de lavadero cuadrado con burbujas.

Final del mito.

La Maga ha desaparecido y lo ha hecho como si se la hubiera tragado la tierra, o aún algo más probable, que se hubiera ido con el Sena… la Maga, que, como acertó a ver Lezama Lima, era para Horacio Oliveira el único apoyo inquebrantable.

Y así, después de esta iluminación, de este satori al que no ha hecho falta añadir ningún bastonazo, qué podría esperarse sino el regreso del héroe que vuelve a casa confuso después de tantas vicisitudes, los fantasmas que habrá de afrontar nuevamente después de haberlos dado al olvido, los dobles del lado de acá, en Buenos Aires, Talita desplazándose de un lado a otro bajo la apariencia de la Maga, estratagemas de seducción fracasadas que precipitarán su caída en lo grotesco, la deslealtad con el amigo Traveler, que acabará arrastrándole hacia la morgue, puentes inestables que solo gracias al humor y la risa que los sacude, sortearán frágilmente el abismo sin lograr cumplir con éxito el rito propuesto de unir dos ventanas, dos conciencias, para compartir una bolsa de mate. Después ya sólo podrá contarse con máquinas de guerra que en realidad sólo quieren servir para la defensa: piolines y palanganas llenas de agua al abrigo de la noche, los puchos de cigarrillos que caen desde la ventana de uno de los pisos del manicomio sin pasar de la casilla 8 de la rayuela donde durante el día juegan los internos, sin acertar nunca en el cielo… los brazos de la antigua novia, Gekrepten, que no ha dejado de reunir vendas y apósitos durante la espera y lo hará todo para recomponer el espíritu de Horacio hecho jirones. Después sólo quedará reconocer con Valle Inclán que si todo es absurdo por qué no va a vivir él en adelante, absurdamente.

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Las cosas

29 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Becket, Chirico, Deleuze, Heidegger, Platón, Rilke, Tradición

Gilles Deleuze sostiene que el pintor no se enfrenta nunca a una tela en blanco, como tampoco lo hace el escritor que dice padecer angustia ante la página aún por escribir. Pues ambos abordan la tarea con la cabeza demasiado llena de cosas.

Entiendo que esas cosas que ocupan su mente, con las que ha de enfrentarse a la tela o a la página en blanco, las reconoce el artista como una forma propuesta de antemano que se resiste desagradablemente a ser superada. Nada más incómodo, ni más difícil para quien ha de adoptar un punto de vista propio, en un momento en que el ruido y la contaminación visual le sugieren añadirse a la algarabía. Porque eso que el escritor lleva consigo antes de ponerse a escribir, como le ocurre también al pintor, son lugares comunes, demasiado reconocibles. Sorprende que Deleuze los identifique con lo peor. Son el mal, nos dice, emitiendo un juicio de valor que tanto puede entenderse en un sentido artístico como ético.

Se trata del «se» irreflexivo al que se refiere Heidegger en Ser y Tiempo, en las expresiones transmitir y repetir lo que se habla (…) la cosa es así porque así se dice, (…) las habladurías, la posibilidad de comprenderlo todo sin previa apropiación de la cosa. Platón también hablaba de ello, aunque lo llamó opinión, doxa, un tipo de conocimiento poco consistente, repetición de lo mismo, igual que la duplicación de imágenes en el agua; a veces próximo a las sombras.

Rilke había escrito que todo lo que vive de verdad, contiene en sí, algo exclusivo. Esa exclusividad fue perseguida casi como único objetivo durante el periodo de las vanguardias, hace cien años. El efecto que esta actitud acabó provocando se percibe desde entonces en las insulsas propuestas que niegan la tradición.

En otro tiempo se había dicho (si bien con ánimo tendencioso) que lo que no era tradición era plagio, yo prefiero llamarlo mala imitación, redundancia que no informa de nada que no esté previamente digerido, regurgitaciones.

No sé hasta qué punto tiene sentido ambicionar aún la originalidad pero no creo que la favorezca negarse al conocimiento del pasado, queriendo evitar su influencia. La tradición no la forman las diferentes escuelas; es la lengua que hay que conocer para conversar con ella como con un viejo amigo. De ahí que para el artista se trate de ir primero limpiando, frotando la superficie que cubre la tela o la hoja de papel, raspándola, mientras no aparezca (a menudo cuando menos se lo espera) lo imprevisto, eso no dicho.

Becket sería para mí el modelo extremo de esta actitud que apuesta por superar la literatura asumiendo la tradición. Su tarea, desarrollada con una coherencia pocas veces tan lograda, es la del despoblador; un ir y venir entre cenizas que lentamente ha ido vaciando el lenguaje de significados hueros. Menos radical pero no menos auténtico, fue en el ámbito de la pintura el caso de Chirico rendido a la fascinación de las ruinas. Por ello no creo que sea casualidad lo que dejó escrito medio siglo antes de que pudiera leerlo Deleuze: Lo que saldrá del papel o de la tela ya está allí, durmiendo… en su agujero. Así es que hay que sacarlo del papel, de la tela.

Dos modelos originales que en nada se confunden con los de sus coetáneos y que han bebido en sus respectivas tradiciones: pacientemente, acechando, barriendo, socavándolas.

 

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