CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Dostoievski

Malvado Jekyll

21 domingo Dic 2014

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Dostoievski, Hume, Hyde, Javier Marias, Jekyll, Nabokov, Platón, Stevenson

No es que soñara con resucitar a Hyde. La sola idea me inspiraba auténtico horror. No. Fue en mi propia persona donde sufrí la tentación de jugar con mi conciencia y fue como un pecado normal, secreto, cuando al fin caí en los asaltos de la tentación (…) La caída me pareció natural, como un regreso a los tiempos anteriores a mi descubrimiento. Estas palabras pertenecen al Dr. Jekyll y fueron escritas a modo de confesión, para que fueran leídas solo después de que hubiera acaecido su muerte. Stevenson las puso ahí, formando parte de la carta con que cierra el libro, a fin de que el misterio quedara en parte aclarado. Los tiempos a que hace referencia el final del párrafo son sin duda los tiempos en que la existencia de Hyde no había sido aún reflexionada.

Una de las interpretaciones más extendidas que se han hecho sobre El Dr. Jekyll y Mr, Hyde establece que la novela trata sobre la eterna lucha que debe librar el hombre entre el bien y el mal antes de constituirse como verdadero individuo moral. De acuerdo con esta lectura, Jekyll y Hyde vendrían a simbolizar ambos principios. No obstante, después de leer las anteriores palabras es difícil admitir que la maldad que rezuma Hyde se deba íntegramente al resultado de llevar a cabo ciertos experimentos de laboratorio.

Así, parece obvio que la personalidad de Jekyll no puede identificarse con el principio del bien que supuestamente se aloja en el interior del ser humano, y resulta prudente, dudar del valor que tenga esta interpretación de la novela. Uno entiende en estos casos la crítica que puede hacerse a los profesores y no extraña que Nabokov (ejerciendo él mismo la actividad docente) llegara a advertir a sus alumnos que antes de empezar a leer esta fábula realista se olvidaran de todo lo que hubieran oído decir sobre ella.

¿Puede considerarse entonces que Jekyll, al igual que su alter ego, Hyde, es dominado interiormente por la pasión y la brutalidad? En Literatura y fantasma, en el pequeño ensayo sobre este relato, que escribió hace algunos años Javier Marías parece ser que éste lo niega, o al menos no le concede la importancia que su aceptación implicaría. Marías afirma que el rasgo más decidido del carácter de Jekyll fue su afán de pureza; que no fuera un hombre de una sola pieza, aquello que no podía soportar de sí mismo. De ahí que piense que la fatalidad de Jekyll se deba básicamente a que cometió dos errores. El primero, haber admitido en su seno un ser que sí era de una pieza, el segundo, que Marías considera de consecuencias fatales, que olvidó buscar la fórmula para anular la memoria.

Aun aceptando la lógica del argumento, no puedo estar de acuerdo con esta última apreciación. Ser sólo honrado, ser sólo perverso, como el propio Jekyll afirma que habría deseado en la confesión que acabará leyendo Mr. Utterson, su amigo y abogado, para que así cada personalidad pudiera desarrollarse libremente, como una sola pieza, resulta incongruente con la conducta que desarrolla para cumplir sus verdaderas ambiciones. Más plausible es pensar que si confió en que su confesión fuese leída por su abogado, fue para salvar in extremis un honor que ya antes de que se precipitaran los acontecimientos debía de estar seriamente dañado.

Como se describe al principio de la novela, Mr. Utterson es un hombre de costumbres espartanas, cuando estaba solo bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, pero que reserva para el prójimo una enorme tolerancia, llevándole a meditar incluso, no sin envidia, sobre los arrestos que requería la comisión de malas acciones. De esta forma, se comprende no solo que fueran amigos sino también que Jekyll esperara de él cierta comprensión a la hora de juzgar sus faltas.

Así, yo creo que Jekyll no quiere renunciar a la dualidad, sino todo lo contrario, pues lo que una lectura atenta nos descubre es que lo que más le atormenta es la idea de no poder ser más. Ser justo y además ser ruin sin sufrir por ello, sin pagar ningún precio a cambio; que la vida pudiera resultar una ganga, es lo que en verdad parece que Jekyll deseaba. Desde el momento en que su nombre aparece en la narración, hay motivos suficientes para sospechar que su personalidad ha sido desde sus años jóvenes, cuanto menos turbia.

Cuando descubren que algo extraño está sucediendo alrededor de la figura de Jekyll, Mr. Utterson y Mr. Eifeld, no dudan en pensar que es posible que esté siendo víctima de un chantaje por algún desliz juvenil. Y el propio Utterson después de haberse puesto al corriente de la historia que le ha contado Eifeld, (que después de ver como Hyde llega a maltratar a una niña que corre por la calle a las tres de la madrugada, acaba precipitándose sobre el canalla atenazándole el cuello) él mismo repasa su vida hasta descubrir que su pasado estaba hasta cierto punto libre de culpas, elevándose con gratitud su corazón por la muchas otras que había estado a punto de cometer y que sin embargo había evitado.

No se entendería el juicio que emiten ambos personajes, las conjeturas sobre un hipotético pasado de desenfreno y excesos, si no hubiera para ello algún fundamento. ¿Acaso conocen prácticas, aficiones, que pudieron haber compartido con él? Para mí resulta incuestionable que Jekyll no está dispuesto a olvidar lo que hace Hyde, pues ello disminuiría su goce, pero tampoco quiere sufrir sus consecuencias. El problema de Jekyll, que no su error, no es que se haya olvidado de introducir en la pócima el principio activo del olvido mágico (eso ya lo propuso Platón al describir el momento en que las almas antes de reencarnarse beben las aguas del río Letheo) sino el efecto que la exacerbada conciencia de sí está operando en su psique profunda.

Venimos viéndolo en esa misma época en la tradición que se inicia con Dostoievski y que poco a poco acabará extendiéndose por toda Europa bajo el nombre de nihilismo. No hay que olvidar tampoco que Hyde, cuyo instinto de crueldad no parece sujetarse con ningún freno, no es el monstruo sin fisuras que Jekyll querría hacernos creer, pues es un hecho que conoce las reglas aunque su sentido se limite en él al temor que le inspiran, así como resulta innegable que en un momento dado y cuando se ve acosado es capaz de autocontrol. Su condición quasi animal, violenta y cruel puede engañar a primera vista pero es indiscutible que teme a la sociedad casi tanto como la desprecia aquél que se supone que le ofrece seguridad económica y una guarida donde correr a esconderse como una rata después de haber roído el queso.

No cuestionaré aquí si a alguien puede sucederle que sufra una escisión de la conciencia, pues lo ha probado sobradamente la psicopatología, pero querer ser ese otro y desearlo con todas sus implicaciones de forma consciente y definitiva, es poco convincente. ¿Qué sentido tendría nacer en otra carne en otra piel, sintiendo y pensando radicalmente de forma diferente? Es absurdo pensar que alguien se considere distinto si no puede compararse con el que antes era. Se mire como se mire, en el caso que ocupaba a Jekyll, un centro que unificara la identidad y la conciencia hacía falta y esta función, como demostró David Hume, sólo podía asumirla la memoria.

Jekyll ambicionaba que le reconocieran su descubrimiento, era científico, se había instalado un espejo en su gabinete para poder tomar nota, posiblemente, de su transformación.Y sin embargo, cuando vi reflejado ese feo ídolo en la luna del espejo, no sentí repugnancia, sino más bien una enorme alegría. Ese también era yo. Si Stevenson hubiera escrito esta historia unos años más tarde yo sospecho que quizás Jekyll se hubiera hecho incluso fotografías.

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El paseo, la pereza

22 sábado Nov 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Alfred Kubin, Canetti, Carl Seelig, Claudio Magris, Coetzee, Dostoievski, Hölderlin, Kafka, Lovekraft, Nietzsche, Robert Walser, Walter Benjamin

En un texto sobre Robert Walser que puede leerse en La provincia del hombre, Canetti ha escrito que la experiencia más íntima de este escritor fue el miedo. Tanto es así que llega a considerar que el conjunto de su obra literaria no es otra cosa que un intento por silenciar ese miedo que solo se hará explícito, cuando más tarde se formen las voces que vengarán en él todo lo ocultado.

Sin referirse directamente a ello, Canetti hace referencia a la circunstancia que llevaría a Robert Walser a ingresar voluntariamente en un hospital mental, después de que un año antes pasara por una clínica de reposo y llevara a cabo un intento de suicidio frustrado porque, como diría él mismo, ni siquiera pude hacer una horca correcta.

No obstante, y más allá de que fuera preciso establecer un diagnóstico que justificara las razones del ingreso, depresión marcada y severa inhibición, se sabe por el informe médico (así lo ha subrayado J.M. Coetzee), que en evaluaciones posteriores los doctores no se pusieron de acuerdo e incluso le alentaron a que viviera en el exterior nuevamente. En términos objetivos se habló de una madre depresiva crónica, así como de que uno de sus hermanos se había suicidado y otro había muerto en un psiquiátrico.

Contrariamente al punto de vista de Elias Canetti, Benjamin reconoce que todos los héroes de las novelas de Robert Walser, participan de cierta frustración pero enseguida añade que no es por timidez ante el mundo como podría pensarse, o resentimiento moral, o por patetismo, sino por razones puramente epicúreas. Desconozco las razones que tenía Canetti para establecer su diagnóstico pero la razón que esgrime Benjamin para fundamentar su interpretación es que nadie disfruta tanto de sí mismo como aquél que está en proceso de curación. De ahí, que añada que observa en sus personajes más importantes una nobleza no acostumbrada.

Tener miedo o estar en un proceso feliz de curación, abren vías interpretativas no siempre conciliables. Coetzze reconoce la originalidad de la interpretación de Benjamin, aunque advierte, (no sé si porque pone en duda su valor), que el conocimiento que este tenía de su obra era más bien escaso. Por otro lado, analizando el carácter de Jakob von Gunten, el protagonista de la novela homónima de Robert Walser, Coetzze ha destacado la influencia que esta obra tuvo en Kafka, quien, según cuenta Max Brod, la leía con deleite en voz alta. Aquí, Canetti, Benjamin, Coetzze (los tres citan en sus estudios a ambos autores) estarían de acuerdo, pues el aire de familia entre Robert Walser y Kafka es incontestable. Con todo y con ello, Coetzze, aunque no pretenda restarle originalidad, afirma en Mecanismos internos que como personaje literario Jakob von Gunten no carece de precedentes: en el placer que obtiene cuestionando sus propios motivos, nos recuerda al hombre del subsuelo de Dostoievski y, tras él, al Jean Jacques Rousseau de las Confesiones.

No estoy seguro de si Claudio Magris, otro intérprete destacado, reconoce esta doble herencia pero sí consta que suscribe la del primero y la aprovecha para afirmar en En las regiones inferiores (breve ensayo que Magris sitúa en el contexto de la crítica a la violencia metafísica que según Nietzsche y Heidegger se halla implícita en todo gran estilo), que Robert Walser rechaza categóricamente la función de la conciencia.

Como ocurre con el protagonista de Memorias del subsuelo; como ocurre con Nietzsche, de quien considero que Robert Walser recibió una influencia determinante (no importa que en sus conversaciones con Carl Seelig le censure que se vengaba de que ninguna mujer le hubiera amado), su experiencia al respecto es inequívoca: la conciencia es su enfermedad; en su manifestación hipertrofiada, yo añadiría que paradójicamente, se convierte en el punto de inflexión que anuncia su propio fin; la vida en el manicomio en el único espacio de salud donde esta puede seguir desarrollándose.

Se trata sin duda de una apuesta arriesgada en la que se concitan por igual pasiones nobles y mezquinas: timidez miedo, vergüenza, pereza, envidia, orgullo, coraje, audacia…, apuesta que a la postre acabará desbordando la exterioridad literaria llegando a devenir forma de intransigente rebeldía, transformación interior que acabará apartándolo incluso de la escritura.

No se han encontrado textos que fueran escritos después de 1932, pero Coetzee ha advertido de qué modo, a través de su implicación emocional, fue capaz de vislumbrar, al describir la vida que se desarrolla en el Instituto Benjementa, en Jakob von Gunten, el surgimiento de esa clase de varón pequeño burgués que en una época de gran confusión social encontraría atractivas las camisas pardas de Hitler.

Atrapado en una encrucijada existencial que le obliga a elegir entre convertirse en víctima o favorecer al sádico despótico, Robert Walser se niega a dar pábulo a la monstruosidad que se avecina. Y es por ello que, con una coherencia semejante a la de Franz Kafka, renuncia a formar parte del mundo administrado que acabará identificándose con el horror.

El paseo, la pereza, las manifestaciones de incompetencia que no ocultan sus personajes, de las cuales incluso alardean, camufladas por una aureola de pudor y de vergüenza que roza el ridículo desde el momento en que se saben descubiertos por la mirada ajena, no indican la falta de compromiso que lo empuja a empequeñecerse y pasar desapercibido para salvarse sin más, como ha insinuado Canetti, sino que son la forma, en mi opinión, en que su compleja personalidad afirma la rebelión de brazos caídos, una vez que ha decidido sobrevivir en la única institución que en lo sucesivo representa la cordura.

El caos empieza, las órdenes desaparecen, llega a decir el protagonista de El paseo, poco antes de que la vida se vuelva un sueño y lo hasta entonces comprendido resulte incomprensible. Toda jerarquía se anula con el vagabundeo y así, el caminar derecho conduce a menudo al error, mientras el erróneo, acaba siendo un acierto. De igual modo que el elegante traje con que las fotografías nos han acostumbrado a reconocer la imagen de Robert Walser, demanda imaginar la presencia de un cuello de camisa ajado y una corbata torcida si es que hay que ser fieles a la verdad. No. Tiene que estar abierto, le responde al doctor cuando antes de salir con Carl Seelig, aquél pretende abrocharle el último botón del chaleco.

Nietzsche afirmó que tener fe en el cuerpo es más importante que tener fe en el alma, y consiguió convencernos de que la pretendida unidad de la conciencia no había hecho sino empeorar la condición del ser humano. Yo creo que Robert Walser, con no menos voluntad, dispuso las estrategias para acabar con su propio yo, volviéndose inservible antes que formar parte de la maquinaria social y verse reflejado en su estructura de dominación.

Así, tornarse arena o polvo capaz de introducirse sin ser visto en las grietas del sistema para hacer crujir los engranajes que hacen funcionar su estructura, sería un aliciente cercano a la felicidad. Ya lo anunció Hölderlin: El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa.

Post scriptum: En las regiones inferiores, que es una expresión incompleta que Robert Walser pone en boca de Jacob von Gunten hacia el final de la novela, solo puedo respirar en las regiones inferiores, y que Canetti considera que podría ser el lema de los escritores, a mí me sugiere el título de un relato de terror sobrenatural, que bien podrían haber escrito Lovekraft o Alfred Kubin.

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Sobrevivir en un espacio imaginario (2)

06 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Dostoievski, Ernst Jünger, Hölderlin, Sartre, Unamuno

Una de las responsabilidades del escritor es hacer que se le entienda, velar en la medida de lo posible porque no se malinterpreten sus textos. La noción de autor remite entre otras muchas, a esta clase de responsabilidad. En el caso de Unamuno su preocupación por evitar los malentendidos se muestra paradigmática, aunque la manera de desarrollarse su prosa justamente los favorezca. Y acaso sea la angustia de que no le comprendan, que sintió siempre atenazarle, una de las razones de su falta de actualidad.

El profesor Unamuno debía saber (lo saben todos los que se dedican a este oficio) que las palabras leídas, al igual que aquellas que simplemente se escuchan, tienen tantas formas de ser interpretadas como personas las oyen o las leen. Basta que un profesor en un momento dado plantee a sus alumnos qué acaba de decir o qué han comprendido de una lectura, para que no hagan falta otras comprobaciones. Por eso no he acabado de entender nunca ese afán suyo por justificar sus libros, de explicarlos con prólogos y epílogos, con comentarios a esos mismos prólogos que proponen nuevas consideraciones al lector, ciñéndole el pensamiento hasta un punto que se diría a veces que quiere ser excesivo a propósito.

¿Será ésta la razón por la que de Unamuno se ocupan hoy sobre todo los profesores y los estudiantes que han de leerlo para superar exámenes?  Sería una lástima que lo más temido por él, que la fuerza de sus ideas se desgastara en esquemas, estuviera a punto de cumplirse.

Día a día, mientras duró su exilio en Hendaya, debió de comprobar que las ideas suyas se adelgazaban, y empezaban a traslucir el esqueleto. Durante su estancia en este pueblo de la frontera vascofrancesa, huido de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a presentirlo: me aburro, dijo, y aburrirse alguien era para él hacerse mortal. Yo creo sinceramente que en Hendaya, Unamuno vislumbró al fin la posibilidad real de su muerte. E igual que le ocurrió a Don Quijote, que en un momento inesperado según lo entendió Dostoievski, sintió nostalgia del realismo ¿Cómo un caballero por grande que sea su fuerza, puede derrotar a un ejército de cien mil hombres en unas horas, ni siquiera en un día, no dejando uno solo con vida? Unamuno imaginó el cansancio de la vida eterna, siendo seducido por la idea de la finitud ¡Qué ganas tengo de dormir, dice Manuel Bueno poco antes de su muerte, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡olvidando el sueño!

Y así Unamuno, mientras se aburre, descubre que puede morir en condiciones de fugitivo, lejos de su mujer, de sus hijos, fuera de España. Se hace, como él temía reconocer, mortal; como si la muerte propia fuera todavía un asunto de voluntad; viendo cómo avanza la nada, cómo se apodera de él la angustia que le hace adquirir conciencia de su ser anonadado e indefenso frente a toda clase de acontecimientos que escapan a su control.

Tres años después, con la caída del régimen que aplastaba a España en aquel momento, se le abriría la posibilidad de una tregua que habría de permitirle escribir y publicar, hacer aún la novela San Manuel Bueno, mártir, una de las mejores que escribió, sin duda, las más sincera, en la que cede su última palabra a los personajes a los que ha dado vida para que ocupen su lugar.

Si el aburrimiento implicaba la muerte, la acción en la que puede verse volcado ahora le ofrece la posibilidad de seguir siendo. Hacerse novela, había escrito, es hacerse alguien, inmortalizarse. En las nuevas circunstancias, su anhelo de inmortalidad se relaja, se le presenta bajo una especie de metáfora. No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años. De nuevo son palabras de Manuel Bueno, dichas al oído de su confidente (que no se entere nadie del pueblo de que no cree, que sigan manteniendo viva la ilusión). Del golpe recibido en Hendaya parece que Unamuno no se recompondría nunca del todo.

Sorprende que hubiera tardado tanto en descubrir el valor de las apariencias, él que dedicó su vida al conocimiento del Quijote. Decía Ernst Jünger que cuando un autor se descubre en su substancia, sin tratar de ejercer una influencia por un esfuerzo de voluntad, esto puede producir repercusiones más importantes que si se lanzara a una argumentación política. Para adecuar esta idea a la personalidad de Unamuno, bastaría con sustituir la palabra política por teológica.  Pues no es lo que alguien sea lo que importa (pienso ahora en aquella pregunta que lo había atormentado estando en París ¿cómo soy, como me creo yo o como me creen los demás?) sino lo que parezca y muestre a fin de cuentas de sí mismo: lo que haga.

Para Sartre el infierno eran los otros, lo he escrito otra vez; para Unamuno, haciendo de los versos de Hölderlin, quizás un motivo para seguir viviendo, allí donde se presenta el peligro se encuentra lo que salva, los otros son quienes custodian la puerta del paraíso.

Ser inmortal es vivir en la memoria de los demás, tal sería en mi opinión, el resultado de su vuelta del destierro. Éste es Manuel Bueno: Miguel de Unamuno, acaso mártir. E igual que ocurrió con su amadísimo don Quijote, la gloria que le espera, será o no será de acuerdo al lugar que ocupe en el imaginario colectivo. Ahora sabe que también su yo es figura de ficción, autor, como dios mismo, que debe su existencia, sólo a sus criaturas. No existen otras diferencias entre estas formas de ser.

Así el destino de Augusto, el protagonista de su novela Niebla que le suplicaba a su creador, que por piedad le evitara tener que sentirse condenado a morir, dependía tanto de Unamuno, como la supervivencia de éste depende del favor de sus lectores. Y para esto importan poco los prólogos justificativos, los epílogos, los comentarios aclaratorios. Después de todo, pasado el tiempo de la refriega, sólo la obra cuenta.

 

 

 

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De la estirpe de Caín

21 sábado Jul 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Aristóteles, Dostoievski, Nietzsche, Sartre, Steiner

Cuanto más admiraba yo “lo bello y lo sublime” más profundamente me hundía en el cieno y más se desarrollaba en mí esa facultad de encenagarme. El que así habla es el hombre del subsuelo, el protagonista de las Memorias del subsuelo, libro que Dostoievski escribió (según palabras recogidas en los apuntes de El adolescente) para exponer los sufrimientos de un hombre que va a hablar de su culpa, de sus aspiraciones hacia el ideal, de su incapacidad para alcanzarlo. Porque el hombre del subsuelo se halla sometido a la fatalidad que consiste en no avistar la verdad aunque la haya buscado empecinadamente.

George Steiner, en su ensayo Tolstoi o Dostoievski, da a entender en unas líneas que no cree que sea por casualidad que los cuarenta años que suman la experiencia del hombre del subsuelo vengan a coincidir con los cuarenta años que anduvo el pueblo de Israel por el desierto. La insinuación plantea un reto a quien desee investigarlo ya que, efectivamente, tras guiar a su pueblo en la larga travesía y haber pasado todo tipo de penurias, también a Moisés le fue negado el beneficio de la tierra prometida. Pensada sin embargo esa opción, considero que se trata de una simple coincidencia. Por sugestiva que sea, no veo la forma de aproximar la personalidad de un individuo feo y envidioso, resentido, para el que Dostoievski no ahorró poner en propia boca ningún adjetivo descalificativo, con la personalidad sólida y arrogante del conductor de pueblos que fue Moisés.

Toda interpretación ha de tener un límite y para el caso, no creo justificado ir más allá por el sólo afán de trasgredirlo. Y eso sin contar con el hecho de que el hombre del subsuelo en absoluto contó nunca con la posibilidad de que sus pasos pudieran conducirlo alguna vez fuera del tabuco donde vivió, reducto miserable que lo mantuvo alejado del resto de los hombres a quienes consideraba, además, culpables del infierno que le había tocado vivir. ¿Cómo, en estas condiciones, se le podría imaginar guiando o conduciendo a nadie? La sola idea de un pueblo dejándose aconsejar por un hombre de sus características es ridícula. Ninguna afinidad en este sentido, ningún vínculo que ligue a una y otra personalidad he podido descubrir mientras leía sus Memorias. Pero si es adecuado y pertinente indagar en los fundamentos religiosos que alimentaron el pensamiento de Dostoievski para una mejor comprensión de su obra, no creo que resulte en cambio desmesurado atribuirle a ese malvado original las cualidades propias de Caín.

Pues también Caín era envidioso, y no podía soportar que no se valorara su inteligencia por encima de la bondad de su hermano, que no luchó para merecerla. Y así como el primer asesino de la historia es marcado por su crimen y obligado a esconderse, el hombre del subsuelo se sentirá impelido ante la mirada de los otros, a encerrarse en su cochambrosa habitación, consciente de que los demás no hacen sino acentuar su vivencia del infierno (infierno fue el nombre que dio Sartre a los otros). Porque la sociedad brinda su reconocimiento por el simple hecho de pertenecer a una clase social y poseer un estatus determinado, el hombre del subsuelo se enerva, como le ocurre con los amigos de infancia: Zviérkov, Simonov, Ferfichkin…

La simple constatación del éxito ajeno, la cortedad de miras con que la gente afronta las cosas sin que les haga falta ahondar en ellas, su eficacia para hacer rentables sus conocimientos, su prepotencia natural que les provoca que ignoren incluso su presencia. Estaba yo de pie, junto a la mesa de billar, e involuntariamente le estorbaba el paso. El oficial me cogió por los hombros y sin decir nada, sin hacerme la menor advertencia, ni darme explicación alguna, me quitó de en medio, pasó adelante, e hizo como si no me hubiera visto. Todas estas pequeñas afrentas, todos estos detalles, le hacen sentir la mayor envidia, un afán destructivo que se desarrolla dentro de sí como una tenia que ahoga su existencia, impidiéndole conocer qué sea el bien, la belleza o el amor. Y lo denigra convirtiéndolo a su vez en un ser más propio del inframundo. Soy un hombre enfermo… Soy malo. Así comienza la novela.

El hombre del subsuelo. Quizás un hombre anclado en los mitos del Antiguo testamento para quien Jesús, el cristo, que más adelante inspirará las figuras del príncipe Mishkin en El idiota, o Aliosha en los Hermanos Karamazov, no resulta aún convincente. ¿Cómo podría tener ninguna compasión por Liza, la prostituta, que al final de la novela ha ido a verle con la esperanza de que el amor de ambos pueda redimirlos? Él, que sólo siente deseos de hacerle daño, incapaz de perdonarse el crimen de haber nacido. El propio Aristóteles, nos recuerda Nietzsche, veía en la compasión un estado peligroso y enfermizo al que se haría bien en tratar de vez en cuando con un purgativo.

Sin embargo, el hombre del subsuelo cree conocer el remedio. O así acaba haciéndoselo creer a Liza cuando ésta se presenta en el cuchitril sucio y desordenado cuya exposición ante sus ojos no hace sino acentuar aún más su miseria y su vergüenza, el odio, que su presencia afila al haber tenido la osadía de ver y descubrir algo más dentro de él mismo. Pero ese remedio, que está recogido en las dulces palabras que conducirían al amor, no deja de ser literatura, un sentimiento impostado carente de fundamento real.

En la última página de la novela confiesa: Hemos nacido muertos y hace mucho que nacemos de padres que ya no viven, y eso nos agrada cada vez más. Le tomamos el gusto. Dentro de poco querremos nacer de una idea. Para el capitán Ahab, Moby Dick era el muro que debía atravesar, para el hombre del subsuelo ese muro es la humillación y la miseria del cristianismo para el que no está maduro todavía. Una vía de escape que haría que Nietzsche más tarde, después de haber reconocido en Dostoievski una personalidad afín, se distanciara de él, como de Wagner o de Schopenhauer, por el espíritu de renuncia que alientan.

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Las transformaciones del agrimensor

23 sábado Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Deleuze, Dostoievski, Kafka, Max Brod, Steiner

Entre las múltiples imágenes con que Franz Kafka ha querido mostrarnos la condición humana, hay una en la que el hombre aparece muy a menudo dispuesto para la lucha. Una lucha astuta que él mismo iría librando toda su vida por el empeño decidido de no interiorizar una falsa identidad. La negativa a condescender con el escaso público de admiradores que asiste a presenciar su espectáculo de circo fue radical y a juzgar por la disparidad de opiniones que sigue generando su obra, impecable.

Kafka me parece el paradigma humano (un artista del trapecio, un artista del hambre) dispuesto a arriesgarlo todo porque no quiere establecer lazos distintos a aquellos que lo mantienen alejado de los productos más logrados de la especie. Como el hombre del subsuelo de Dostoievsky, que después de una experiencia de cuarenta años se permite afirmar que el hombre del siglo XIX está moralmente obligado a ser una nulidad, Franz Kafka considera imprescindible ampliar esta valoración al siglo XX.

La enormidad de la figura de Goethe debió atemorizarlo tempranamente igual que le ocurrió con su padre a quien no tuvo otro remedio que enviar lejos de sí, a las antípodas, pero halló en Dickens y Dostoievsky cierto calor, aunque éste tuviera mucho que ver con el calor que desprenden los animales en los establos. Para asegurarse la supervivencia en el mundo en que le tocó vivir, yo creo que Kafka (lo diré con una metáfora que acuñó Deleuze) optó por construirse un cuerpo liso, una máquina de guerra de apariencia inofensiva que lo situaba exteriormente más cerca de alimañas repulsivas que de cualquier otro semejante. Nadie antes se había atrevido con un escarabajo, aunque también probó con otras criaturas subterráneas no menos inquietantes.

En su guarida, mientras devora alimañas (en un momento al despertar se dio cuenta de que de sus labios colgaba una rata) el funcionario gris se entretiene sin que nadie lo sepa en construirse una fortaleza (el cuerpo liso) que va ampliando sin descanso, con el claro objetivo de que se vayan impermeabilizando los contornos de su piel, para que las marcas y señales que quieran fijarse en ella simplemente resbalen y desaparezcan. Igual que en el Informe para la academia, el pobre éxito obtenido por el hombre se justifica en última instancia  por sus orígenes simiescos.

Contra la abulia y la convención políticas que exigen cada día del ciudadano paciencia y tolerancia a la hora de juzgar a los poderes que se encarnizan con él, Kafka representó ya en su época un modelo de confrontación tenaz y disolvente que lo haría inconfundible. Ni judío, ni austríaco, ni alemán, ni checo que renunció a escribir en su lengua materna para sustituirla por el alemán, aunque esta lengua en su boca, como dice Steiner, chirriara a los oídos checos, ¿cómo atribuirle una identidad distinta de su singularidad? Kafka sigue sin adecuarse a ninguna retícula que permita codificarlo.

En este aspecto yo creo que la enfermedad de la que murió Kafka se presentó ante él con la fortuna del agua que se vierte sobre la tierra después de un largo periodo de sequía. Si en Dostoievsky la conciencia lúcida, se aparece como una enfermedad, en Kafka la enfermedad se apareció como una vía de escape, un corredor estrecho que se ramificaba como una red de neuronas que traerían a su mente la lucidez que en un momento había estado a punto de perder.

Todo estaba decidido y no tenía sentido hacer trampas. Las únicas que llegó a permitirse imaginando que un hombre como él, una nulidad, que no sabía hacer otra cosa que escribir, sería capaz de formar una familia. Por más que el amigo Max Brod insistiera en representárselo como un padre-marido honrado y feliz, el cuento de los Once hijos no deja de ser una parodia grotesca que le alerta de aquello que podría sucederle si al movilizar sus fuerzas contra el deseo (la escritura, a la que no estaba dispuesto a renunciar) se dejara conducir por la ilusión del matrimonio. En un sistema que afirma la estructura del patriarcado, Kafka vio con claridad que Saturno, el dios que devora a sus hijos, no puede hacer otra cosa que cumplir con la misión que le ha sido encomendada.

Según la confesión que le hizo a Max Brod y que éste recoge en su biografía, la noche en que le sobrevino la hemoptisis (el vómito de sangre) que anunciaría de forma inexorable el final que llevaba tiempo urdiéndose, Fanz Kafka durmió tranquilo, liberado, como no lo había hecho en los tres últimos años.

 

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