CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Publicaciones de la categoría: Arte

Las cosas

29 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Becket, Chirico, Deleuze, Heidegger, Platón, Rilke, Tradición

Gilles Deleuze sostiene que el pintor no se enfrenta nunca a una tela en blanco, como tampoco lo hace el escritor que dice padecer angustia ante la página aún por escribir. Pues ambos abordan la tarea con la cabeza demasiado llena de cosas.

Entiendo que esas cosas que ocupan su mente, con las que ha de enfrentarse a la tela o a la página en blanco, las reconoce el artista como una forma propuesta de antemano que se resiste desagradablemente a ser superada. Nada más incómodo, ni más difícil para quien ha de adoptar un punto de vista propio, en un momento en que el ruido y la contaminación visual le sugieren añadirse a la algarabía. Porque eso que el escritor lleva consigo antes de ponerse a escribir, como le ocurre también al pintor, son lugares comunes, demasiado reconocibles. Sorprende que Deleuze los identifique con lo peor. Son el mal, nos dice, emitiendo un juicio de valor que tanto puede entenderse en un sentido artístico como ético.

Se trata del «se» irreflexivo al que se refiere Heidegger en Ser y Tiempo, en las expresiones transmitir y repetir lo que se habla (…) la cosa es así porque así se dice, (…) las habladurías, la posibilidad de comprenderlo todo sin previa apropiación de la cosa. Platón también hablaba de ello, aunque lo llamó opinión, doxa, un tipo de conocimiento poco consistente, repetición de lo mismo, igual que la duplicación de imágenes en el agua; a veces próximo a las sombras.

Rilke había escrito que todo lo que vive de verdad, contiene en sí, algo exclusivo. Esa exclusividad fue perseguida casi como único objetivo durante el periodo de las vanguardias, hace cien años. El efecto que esta actitud acabó provocando se percibe desde entonces en las insulsas propuestas que niegan la tradición.

En otro tiempo se había dicho (si bien con ánimo tendencioso) que lo que no era tradición era plagio, yo prefiero llamarlo mala imitación, redundancia que no informa de nada que no esté previamente digerido, regurgitaciones.

No sé hasta qué punto tiene sentido ambicionar aún la originalidad pero no creo que la favorezca negarse al conocimiento del pasado, queriendo evitar su influencia. La tradición no la forman las diferentes escuelas; es la lengua que hay que conocer para conversar con ella como con un viejo amigo. De ahí que para el artista se trate de ir primero limpiando, frotando la superficie que cubre la tela o la hoja de papel, raspándola, mientras no aparezca (a menudo cuando menos se lo espera) lo imprevisto, eso no dicho.

Becket sería para mí el modelo extremo de esta actitud que apuesta por superar la literatura asumiendo la tradición. Su tarea, desarrollada con una coherencia pocas veces tan lograda, es la del despoblador; un ir y venir entre cenizas que lentamente ha ido vaciando el lenguaje de significados hueros. Menos radical pero no menos auténtico, fue en el ámbito de la pintura el caso de Chirico rendido a la fascinación de las ruinas. Por ello no creo que sea casualidad lo que dejó escrito medio siglo antes de que pudiera leerlo Deleuze: Lo que saldrá del papel o de la tela ya está allí, durmiendo… en su agujero. Así es que hay que sacarlo del papel, de la tela.

Dos modelos originales que en nada se confunden con los de sus coetáneos y que han bebido en sus respectivas tradiciones: pacientemente, acechando, barriendo, socavándolas.

 

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01 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Apolo, body art, Danto, Giorgio Colli, Ilíada, Malcolm Lowry, Manet, Marx, Nietzsche, Wittgenstein

Nietzsche escribía que las palabras se convierten en conceptos cuando dejan de expresar la vivencia originaria que se halló en su nacimiento. Tomando en consideración este criterio, se podría decir que la deriva que se produjo en la pintura a partir de los años sesenta, indica lo precario de su situación actual, ya que anula en la experiencia estética todo valor que aspire a superar lo meramente dado, sin que esa pérdida se vea compensada por nada mejor.

En vano los intentos del body art y otras propuestas de popularizar el arte: happenings, performances, la incorporación del tatuaje como extensión del lienzo o el muro donde dejar constancia de una identidad soñada que pueda ser compartida entre un chico de barrio y los astros del fútbol o del cine. Ni la sociedad estadística, ni en el individuo concreto, que sufre su falta, ganan. Por más que quieran convencernos de que ya no hay gatos ni liebres, el poder encuentra en el malestar que acompaña a este estado de cosas, una oportunidad añadida para perpetuar su política de simulacros.

La belleza, dicen, por otro lado, algunos fanáticos de lo conceptual, trivializa a aquello que la posee. Lo cual es sin duda falso. Hace suponer que refieren, una cualidad que conjuga la sensibilidad y la inteligencia, a lo vacuo del ornamento. Esto sería, en su caso extremo, lo ostentoso, que acaba siendo vulgar o esperpéntico.

Pero tampoco la belleza es solo lo proporcionado, lo armónico. Como destaca Giorgio Colli en El nacimiento de la filosofía, al corregir la interpretación que hizo Nietzsche de Apolo, el dios que lo representa no agota su imagen en el aspecto solar que encarna la mesura y el orden. Existe un ingrediente de ferocidad en el dios que viene a expresar lo terrible por medio de su atributo principal, que es el arco. En las primeras páginas de la Iliada, puede leerse: Apolo le escuchó y descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón ( … ). Primero apuntaba contra las acémilas y los ágiles perros; mas luego disparaba contra ellos su dardo con asta de pino y acertaba; y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres.

Entiendo que alguien pueda cuestionar qué hay de bello en una puesta de sol, en un hombre atravesado por un puñado de flechas, o en un manojo de espárragos. Manet los pintó sin más, como a nadie se le había ocurrido hacerlo. Pero antes de responder que se trata de un concepto que solo despierta comentarios irónicos, como sugiere Danto, desde los años sesenta, raras veces aparece la belleza en las publicaciones sobre arte sin verse acompañadas de risitas deconstruccionistas, hay toda una gradación de matices que habría que recorrer. Lo bello presupone una actitud existencial. Compromete a la justicia al denunciar que quieran someterlo a lo fáctico: lo sórdido es un hecho.

Marx propuso a los filósofos que cambiaran la realidad sin ningún éxito. Los que siguieron sus consignas fueron burócratas inspirados por el criterio de eficacia. Nietzsche, que fue más audaz, se exigió a sí mismo un compromiso absoluto con el instante; pero la idea del eterno retorno le asfixiaba como una serpiente pitón enroscada a su cuello, impidiéndole recuperar la inocencia griega. Medio siglo más tarde, Ludwig Wittgenstein, sólo aspiraba a abandonar el mundo dejándolo igual que lo había encontrado.

En mitad del delirio de la borrachera, mientras se arrastra por el polvo de las calles de Quauhnáhuac, Malcolm Lowry le plantea al cónsul Geoffrey Firmin una pregunta que aún hoy para nosotros puede ser oportuna: ¿Le gusta este jardín?

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¡Mira los rascacielos!

25 domingo May 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Literatura, Pintura

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Brancusi, Dadá, Danto, Duchamp, Léger, Lorca, Pierre Cabanne, ready-made, Rimbaud

Al contemplar ciertas obras de arte del pasado, uno es invadido por la melancolía que siente al saber que lo que ha sido no volverá a ser. La admiración que experimentamos tiene que ver con la recuperación inesperada que salva “lo sido” de la muerte definitiva a que conduciría su olvido.

A Marcel Duchamp esa melancolía le resultaba molesta y si tenía ocasión, nos recordaba que el intento de posponer la destrucción del pasado está condenado al fracaso. Hay una diferencia tremenda entre un Monet de ahora, que es de lo más negro, y un Monet de hace entre sesenta y ochenta años, que resplandecía cuando lo pintaron, le comenta a Pierre Cabanne en una entrevista realizada en 1966 para justificar el poco interés que le habían despertado siempre los museos.

En sus conversaciones con Pierre Cabanne son muchos los momentos en que Duchamp deja constancia del nulo aprecio que siente hacia la tradición, igual que en otros había ironizado con la idea de la belleza. La imagen de la Gioconda, sobre la que pintó unos bigotes y una perilla, constituye su ejemplo más popular. Como también la anécdota según la cual, un día, estando en una exposición de aeronáutica, les comentó a Brancusi y a Léger: la pintura está muerta, ¿quién podría hacer algo mejor que esta hélice?

Aunque Duchamp no creyera en los ismos, no es casual que hubiera colaborado con Dadá o que en un primer momento de su evolución fuera atraído también por el medio surrealista. Pero más allá de la ironía que hace patente su actitud iconoclasta, lo que él esperaba era darle un empellón definitivo al arte, poniendo de relieve que este no podía competir con el desarrollo tecnológico si no se mezclaba con el ingenio. Dadas tales condiciones, no es extraño que explicara que a partir de un momento había abandonado la actividad pictórica substituyéndola por la práctica del ajedrez.

De acuerdo con el análisis que convierte la técnica en paradigma del nihilismo de la modernidad, Marcel Duchamp, que decía no querer saber nada con los antiguos, acabó haciéndole caso a Rimbaud hasta asumir que era el más moderno de su época.

Otro ejemplo, fundado en un criterio semejante y que fue publicado ya en 1915 con motivo de su primer viaje a los Estados Unidos, lo recoge Danto en estas palabras: ¡Mira los rascacielos! ¿Puede mostrar Europa algo más bello? Nueva York es en sí una obra de arte, una obra de arte total.

Nadie sabe con certeza lo que sintió en verdad ese enemigo de la pintura retiniana a su llegada a la gran metrópoli, pero es seguro que después de darle todo el crédito a “lo que veían sus ojos”, la experiencia resultante debió ser muy distinta a la que unos años más tarde, en 1929, tendría García Lorca, el cual escribe que después de caminar por Manhatan, al volver del paseo, veía subir las aristas de los rascacielos sin voluntad de nube ni voluntad de gloria (…) manando del corazón de los viejos enterrados (…) frías con una belleza sin raíces ni ansia final.

Lorca protestaba todos los días, según explicó en Madrid, en la conferencia de presentación de Poeta en Nueva York. (…) Protestaba de ver a los muchachillos negros degollados por los cuellos duros, con trajes y botas violentas, sacando las escupideras de hombres fríos que hablan como patos.

No parece que Duchamp, en cambio, se moviera fuera de los ambientes artísticos. Quien trasladaba su indiferencia a la mirada, a la hora de seleccionar sus objetos ready-mades, propuestos como modelo de obra no estética, no podía contraer otro compromiso con el entorno que fuera más allá del círculo que alimentaba su personalidad.

¿Puede alguien sorprenderse, ya no digo emocionarse, viendo hoy un ready-made? Pero sería ingenuo pensar que eso le habría molestado a Duchamp. Todo lo contrario. Entre sus últimas alegrías se encuentra el haber descubierto que es una idea estupenda que el arte pueda ser aburrido.

No obstante, el hecho de que la mayor parte de su obra se encontrara reunida relativamente pronto en el Museo de Filadelfia (unas cincuenta “cosas” como le gustaba a él referirse a lo que hacía), da que pensar. Invita cuanto menos a suponer un empeño en fracasar, irónicamente mantenido desde el inicio, por más que, al responderle a su entrevistador (que había advertido acertadamente una incoherencia vital en esa circunstancia), Duchamp quisiera enmascararlo de indiferencia: hay cosas prácticas que es imposible impedir. La obra, indiscutiblemente retiniana y teatral, en que trabajó en secreto durante los veinte últimos años de su vida, Etant donnés: 1º la chute d’eau, 2º le gas d’eclaraige, supone, a mi parecer, un velado reconocimiento.

Añadiré tan sólo que la palabra ajedrez se dice en francés échec y significa lo mismo que fracaso. Y eso, el autor del Gran vidrio, que se divertía jugando con las palabras tanto como a ese juego de la inteligencia que llegó a considerar el arte ideal, lo sabía mejor que nadie. Como debía saber también, aunque prefiriera hacer ver que lo ignoraba, que la grandeza de Nueva York no eran los rascacielos (Duchamp sintió asimismo, una gran atracción por lo pequeño… fragmentos, etiquetas, la Caja maleta que contenía reproducciones en miniatura de sus propias obras) sino aquello que se descubría al apartar la mirada de lo alto, al orientarla hacia el suelo, donde latía la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, como pudo ver Lorca.

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Vista desde atrás

18 domingo May 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Adorno, Belleza, Calvo Serraller, Danto, Goya, Philip Guston

La fotografía de la niña que corre quemada por napalm es estremecedora. Expresa la belleza en el momento en que esta ha sido destruida. El acto es repugnante pero no podemos sustraernos a su contemplación.

Hacia el final de la Dialéctica negativa, en el capítulo III de la tercera parte que lleva por título Meditaciones sobre la Metafísica, mientras Adorno piensa en el sufrimiento infligido a las víctimas de los campos de exterminio, reconoce que quizás haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. No obstante añade, que lo que acaso no sea falso sea la cuestión de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente, seguir viviendo. Pues su supervivencia requeriría la frialdad de la subjetividad burguesa sin la que Auschwitz no habría sido posible.

Por esa misma época, el pintor Philip Guston, con motivo de la guerra de Vietnam, en la que se vieron involucrados los jóvenes norteamericanos, se preguntaba a su vez qué clase de hombre era él, sentado en mi casa, leyendo revistas, incubando una frustrada furia contra todo, para luego entrar en mi estudio para ajustar un rojo a un azul. Dado que no podía aceptar que la pureza estética, la pintura es impura, fuera algo más que un mito miserable.
Parafraseando la sentencia posiblemente falsa de Adorno, en El abuso de la belleza, Arthur Danto viene a decir que Guston se había vuelto incapaz de seguir pintando imágenes bellas cuando el mundo se caía a pedazos. El título con el que Danto abre el capítulo donde se refiere a la experiencia de Guston, dice literalmente: ¿Merece el mundo la belleza?

La respuesta que Guston se dio a sí mismo es conocida y se sabe que acabó empujándolo al abandono de la pintura abstracta para volver de nuevo a la figuración. Una figuración que, si hay que creer en sus declaraciones, no había abandonado nunca del todo, pues estaba convencido de que en un sentido profundo ningún pintor llega a prescindir del objeto más que en apariencia.

Philip Guston había decidido hacer suyo el dictum de Adorno: ¡Qué culpa tan radical la del que se salvó! (…) teniendo de suyo que haber sido asesinado. La condición era, como añade Adorno en ese mismo texto, el horroroso presentimiento de que lo que debe ser conocido (pintado, de acuerdo a la lectura que habría hecho Guston) se parece más a lo que se encuentra a ras de suelo que a lo noble. De ahí que el más refinado de los expresionistas abstractos, no tuviera otra opción que sustituir su paleta lírica y luminosa por el rosa sin matices de la goma de mascar.

En La senda extraviada del arte, Francisco Calvo Serraller divide a los artistas de vanguardia de esa época entre los que se dedicaron a la restauración del orden perdido y los que se impusieron agravar la crisis. Philip Guston ha de quedar encuadrado, sin duda alguna, en la segunda categoría. Y es por ello que fue inevitable que el giro que imprimía a su nueva forma de pintar le expusiera al escarnio público, asumiendo que, como ciudadano americano, era cómplice de la barbarie de su tiempo.

Guston estaba convencido de que sólo el nuevo camino que había decidido emprender podía convertirlo en un ser completo otra vez, como lo fui en mi niñez, acentuando voluntariamente una torpeza artística que hacía pensar si no se habría puesto a pintar de pronto con los pies o la boca igual que hacían ciertos pintores después de que en la guerra hubieran perdido los brazos.

En una pintura de 1969 titulada The Studio, Guston llega a pintarse a si mismo pintando mientras fuma con la cabeza cubierta con una capucha del Ku Klux Klan. Otros cuadros lo reflejan seriamente enfermo, postrado en la cama envuelto en una atmósfera de humo, rodeado de colillas, de cachivaches y herramientas de pintor, dejando que su cabeza redonda como una gran piedra ruede por una ladera de montaña cubierta de vendas o erguido como en Vista desde atrás, donde la soledad sugiere que un mundo habitable es todavía posible. La figura de un hombre visto de espaldas, algo más de medio cuerpo cubierto con abrigo y bufanda hasta media cabeza. Un horizonte bajo que solo deja ver una franja rojiza de paisaje desértico muy estrecha.

Desde la perspectiva nueva, a ras de suelo, donde parece haberse colocado el ojo del pintor como aconsejaba Adorno, el hombre hace pensar en una figura gigantesca que emerge desde la nada mientras se aleja cargado con varios pares de botas de proporciones igualmente enormes que aprieta bajo los brazos, como si eso fuera todo lo que necesitará para el largo viaje.

Ciertamente, Philip Guston abandonó el propósito de plasmar la belleza, aunque no creo que fuera porque el mundo no la mereciera ya. No me atrevo a asegurar que en algunos de sus cuadros no asome su rostro mezclado con el efecto que produce lo sublime. De acuerdo con su angustia existencial su voluntad lo empujaba a explorar muy cerca del abismo a que conduce el absurdo. Allí donde parece hundirse el perro de Goya que él cree haber reconocido todavía un siglo y medio después rebuscando con el hocico entre la basura. Sus pinturas rosas son el equivalente de las pinturas negras que fueron pintadas en la Quinta del sordo, de los grabados sobre Los desastres de la guerra, de Los caprichos que dejan constancia de los aspectos más sórdidos de la vida cotidiana.

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Azules elaborados

10 sábado May 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Azorín, Carrà, Chirico, Morandi, Pintura metafísica, Ungaretti

Todavía a principios del siglo pasado, Antonio Azorín podía sostener esta idea: No existe ningún hombre que observado de cerca no tenga su originalidad.

Como si quisiera negarlo, Giorgio Morandi dejó de pintar, en su misma época, personas humanas. ¿Quizás porque le interpelaban con demasiada insistencia? En sus cuadros hay espacio solo para objetos pequeños: frascos, botellas, jarrones, una aceitera usada, una tetera, una caja sin etiqueta alguna que permita identificar su uso.

Ya desde sus inicios, Morandi había decidido sustituir el rostro por ciegos ojos de maniquí. De haber conocido la frase de Azorín, supongo que la habría corregido, limitando su posible verdad al mundo estricto de las cosas. De forma que bajo ciertas condiciones de modulación pictórica y de composición de objetos, unos junto a otros, tocándose unos con otros, cubriéndose unos a otros, mostraran su originalidad: que eran distintos y únicos, capaces de convocar por ellos mismos el misterio.

El efecto paradójico que producen sus pinturas es que estos cuerpos inanimados, pintados con colores muy terciarios (abundan los ocres cremosos, rosas, blancos y azules elaborados) por lo general mates o de aspecto nacarado, parece que se iluminen y respiren como seres vivos en esas pequeñas telas que no suelen superar unos cuantos centímetros.

Al referirse a la pintura metafísica de Morandi, los críticos limitan su producción a los cuadros pintados entre 1918 y 1919 bajo presupuestos que en aquella época compartió con Giorgio de Chirico y Carrà. Después, vienen a decir, Morandi se convirtió en un pintor de bodegones que, empeñado en el realismo, combinaba su poética de estudio con la visión breve del paisaje. Un paisaje que se desplazaba en apariencia hacia la abstracción. Yo, en cambio, cada día más admirado por su obra, considero que pintura metafísica fue lo que Morandi estuvo haciendo toda su vida, siendo su mayor expresión ese espesor del objeto que roza el hermetismo hasta parecer que lo trasciende.

Como en la poesía de Ungaretti.

Cada color se expande y se recuesta
Entre otros colores
Para estar más solo si lo miras.

La imagen enfrascada en ella misma se condensa transfigurando la realidad. Todo misterio radica así en la ausencia de misterio. Que ello sea posible constituye en mi opinión el enigma de su obra.

En su pintura posterior a ese período comentado, Morandi sigue siendo un metafísico. Ha descubierto que no es necesario recurrir al artificio de bañar en luz difusa los objetos, pues cuando estos son vistos adecuadamente revelan su singularidad con luz propia. Lejos de todo fluir que los empuje hacia la disolución, su mirada los protege, los rescata del polvo del olvido, les concede el calor que el siglo querría negarles.

La metafísica no es un más allá que constituya un falso destino. De ese malentendido es responsable, en parte, Platón. Se halla en el ojo del pintor, en la disposición del ánimo que nos devuelve a un mundo habitable.

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