CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Ernst Jünger

Sabio, maestro, mago

08 sábado Dic 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Ernst Jünger, Hans Blumenberg, Julien Hervier, Musil, Nietzsche, Platón, Sartre, Schopenhauer

De las muchas obras que llegó a escribir Ernst Jünger parece que existe acuerdo, por parte de la crítica, en considerar que Sobre los acantilados de mármol fue su obra maestra como novelista. Sobre el sentido que esta obra encierra, en cambio, las opiniones son diversas. Según Hans Blumenberg, La mirada de Jünger parte de la sospecha de que lo visible no es sino la aparente envoltura de algo más esencial. En este aspecto, los sucesos descritos en Los acantilados apuntarían hacia una realidad más originaria y próxima al mito, cuyo fin no sería otro que asegurarse la pervivencia en la memoria del lector.

El propio Jünger, respondiendo en una conversación a Julien Hervier, en referencia a esta obra (que en el momento de su aparición muchos interpretaron como un alegato contra el nazismo que provocó que en 1940 fuera prohibida) comenta que todos los datos políticos son efímeros pero lo demoníaco, lo titánico, lo místico, que se disimula detrás, se conserva constante y guarda un valor inmutable.

Jünger no oculta su platonismo. Entre los autores a los que siempre acabó volviendo se encuentran Nietzsche y Schopenhauer (según propia confesión éste último fue el filósofo que le enseñó a pensar) pero también Platón; y su empeño decidido fue siempre buscar estructuras invariantes. Por eso, como comenta Sánchez Pascual (su mejor traductor al castellano) al referirse a El trabajador, el libro peor comprendido de su producción, resulta difícil hacer que sus obras se lean en clave estrictamente política. Jünger señala siempre más lejos; aunque a algunos les pueda parecer la suya una maniobra de evasión o de enmascaramiento.

En sueños, dice Jünger, en esa misma conversación que mantuvo con Hervier, se encuentra primeramente el tipo. Después en la realidad, se encuentra la encarnación del tipo en forma debilitada. Y así, el elemento desencadenante de “Sobre los  acantilados de mármol”,  fue el sueño de una noche única.

Durante algún tiempo Ernst Jünger gozó de un prestigio ambiguo. Fueron años en que más de uno temiendo que le pudieran ver estrechando sus manos, prefería situarse lejos de su zona de irradiación. Jean Paul Sartre sin ir más lejos, que las llevó siempre sucias de tinta, decía odiarlo, no tanto por sus opiniones políticas, como cabría esperar, sino porque le molestaba su porte aristocrático. Como si un gusto extremo por lo claro y luminoso tuviera que combinarse necesariamente con una conciencia turbia y oscura. La prosa de Jünger es a veces tan vibrante que parece que esté a punto de quebrarse como un cristal. Pero Sartre se equivocaba. Se sabe que el denostado autor tuvo el valor de rechazar el ofrecimiento de formar parte de la depurada Academia Alemana de Poesía y que llegó incluso a prohibir a los nazis que hicieran el menor uso de sus escritos.

La aristocracia de Ernst Jünger era de raíz nietzscheana y en este sentido libre, fruto sólo del compromiso consigo mismo. Con todo, no es extraño que confunda y asombre que aquel hombre que fue capaz de mostrar tantas agallas en momentos de dificultad excepcional, tuviera tiempo en plena guerra para dedicarse a la caza sutil, la captura de pequeños coleópteros, que fue siempre para él una de sus grandes aficiones, al igual que lo fue también clasificar plantas y coleccionar relojes de arena. Gustos todos ellos refinados que remitían a un estilo de vida arcádico que se situaba espiritualmente, lejos de la era de los titanes en la que la humanidad estaba siendo embarcada a grandes pasos, como consecuencia del desarrollo de la técnica. Curioso también que en la segunda guerra mundial anotara en sus diarios, con pleno convencimiento, que el arte requerido para  juntar veinte palabras en una frase perfecta podía valer más la pena que guiar veinte regimientos al combate. Sobre todo si se tenía en cuenta que en la primera guerra, aquella misma mano había escrito que él (Ernst Jünger) y otros jóvenes de su generación partían hacia el frente bajo una lluvia de flores en una embriagada atmósfera de rosas y sangre.

En su apariencia externa y en su juventud, podía recordar a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos: elástico y bien dotado para el deporte; parecía siempre a punto de experimentar con posibilidades nuevas. Mirado en el detalle, en cambio, era fácil descubrir que Jünger no sentía el aprecio casi reverencial por la ciencia del que hacía gala Musil, ni tendría escrúpulos en colocarla al mismo nivel que la magia o el consumo de drogas. En su obra Acercamientos, donde su mirada se acera con ayuda de sustancias, no duda en analizar la influencia que su consumo ha podido tener en todos los tiempos sobre las diferentes culturas.

Jünger, es evidente, tiene poco que ver con el austríaco Ulrich, alter ego de Musil. Su personalidad emboscada es la propia del anarca que se encuentra mejor dentro de una ermita forrada de libros que en el gimnasio preparándose con ejercicios físicos, o rodeado irónicamente de gente elegante y poderosa que se entretiene pensando cómo evitar que una sociedad caduca y arruinada se desplome. Ni siquiera porque Jünger y Ulrich hubieran afilado sus ideas en las muelas del nihilismo dispuestas previamente por Nietzsche. Lo que no quiere decir que Jünger no acostumbrara a abandonar su refugio y se mostrara en el ágora al aire libre.

Contra las apariencias, el autor de la Visita a Godenholm  no es tan frío en su dominio, ni elude el ser impetuoso. De ahí que Scwarzenberg, el sabio, maestro y mago, retirado en su pequeña isla escandinava, sea capaz con su sola presencia de parar la inquietud que acelera nuestro mundo; ya que cualquier término árido de la lengua de los sabios cobraba gracias a él una luz nueva y desconocida hasta entonces. Ello hace comprensible que pueda decirle a Moltner (afectado por un sentimiento de indigencia que le hace estar al acecho de ayudas milagrosas) que Godenholm, el lugar a donde ha ido a visitarlo, cargado con padecimientos que no despiertan su interés, no es ningún sanatorio sino un laboratorio.

No estamos tampoco en los Alpes suizos, cerca de Davos, cuando se pensaba aún que la enfermedad podía ser combatida con métodos tradicionales, pues ahora las enfermedades ¿no es el nihilismo una de ellas?  son  preguntas  en las que lo decisivo es como se llevan. Después de todo, dice Scwarzenberg, su casa es como una posada española donde los huéspedes no encuentran más que lo que traen consigo de equipaje.

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Sobrevivir en un espacio imaginario (2)

06 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Dostoievski, Ernst Jünger, Hölderlin, Sartre, Unamuno

Una de las responsabilidades del escritor es hacer que se le entienda, velar en la medida de lo posible porque no se malinterpreten sus textos. La noción de autor remite entre otras muchas, a esta clase de responsabilidad. En el caso de Unamuno su preocupación por evitar los malentendidos se muestra paradigmática, aunque la manera de desarrollarse su prosa justamente los favorezca. Y acaso sea la angustia de que no le comprendan, que sintió siempre atenazarle, una de las razones de su falta de actualidad.

El profesor Unamuno debía saber (lo saben todos los que se dedican a este oficio) que las palabras leídas, al igual que aquellas que simplemente se escuchan, tienen tantas formas de ser interpretadas como personas las oyen o las leen. Basta que un profesor en un momento dado plantee a sus alumnos qué acaba de decir o qué han comprendido de una lectura, para que no hagan falta otras comprobaciones. Por eso no he acabado de entender nunca ese afán suyo por justificar sus libros, de explicarlos con prólogos y epílogos, con comentarios a esos mismos prólogos que proponen nuevas consideraciones al lector, ciñéndole el pensamiento hasta un punto que se diría a veces que quiere ser excesivo a propósito.

¿Será ésta la razón por la que de Unamuno se ocupan hoy sobre todo los profesores y los estudiantes que han de leerlo para superar exámenes?  Sería una lástima que lo más temido por él, que la fuerza de sus ideas se desgastara en esquemas, estuviera a punto de cumplirse.

Día a día, mientras duró su exilio en Hendaya, debió de comprobar que las ideas suyas se adelgazaban, y empezaban a traslucir el esqueleto. Durante su estancia en este pueblo de la frontera vascofrancesa, huido de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a presentirlo: me aburro, dijo, y aburrirse alguien era para él hacerse mortal. Yo creo sinceramente que en Hendaya, Unamuno vislumbró al fin la posibilidad real de su muerte. E igual que le ocurrió a Don Quijote, que en un momento inesperado según lo entendió Dostoievski, sintió nostalgia del realismo ¿Cómo un caballero por grande que sea su fuerza, puede derrotar a un ejército de cien mil hombres en unas horas, ni siquiera en un día, no dejando uno solo con vida? Unamuno imaginó el cansancio de la vida eterna, siendo seducido por la idea de la finitud ¡Qué ganas tengo de dormir, dice Manuel Bueno poco antes de su muerte, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡olvidando el sueño!

Y así Unamuno, mientras se aburre, descubre que puede morir en condiciones de fugitivo, lejos de su mujer, de sus hijos, fuera de España. Se hace, como él temía reconocer, mortal; como si la muerte propia fuera todavía un asunto de voluntad; viendo cómo avanza la nada, cómo se apodera de él la angustia que le hace adquirir conciencia de su ser anonadado e indefenso frente a toda clase de acontecimientos que escapan a su control.

Tres años después, con la caída del régimen que aplastaba a España en aquel momento, se le abriría la posibilidad de una tregua que habría de permitirle escribir y publicar, hacer aún la novela San Manuel Bueno, mártir, una de las mejores que escribió, sin duda, las más sincera, en la que cede su última palabra a los personajes a los que ha dado vida para que ocupen su lugar.

Si el aburrimiento implicaba la muerte, la acción en la que puede verse volcado ahora le ofrece la posibilidad de seguir siendo. Hacerse novela, había escrito, es hacerse alguien, inmortalizarse. En las nuevas circunstancias, su anhelo de inmortalidad se relaja, se le presenta bajo una especie de metáfora. No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años. De nuevo son palabras de Manuel Bueno, dichas al oído de su confidente (que no se entere nadie del pueblo de que no cree, que sigan manteniendo viva la ilusión). Del golpe recibido en Hendaya parece que Unamuno no se recompondría nunca del todo.

Sorprende que hubiera tardado tanto en descubrir el valor de las apariencias, él que dedicó su vida al conocimiento del Quijote. Decía Ernst Jünger que cuando un autor se descubre en su substancia, sin tratar de ejercer una influencia por un esfuerzo de voluntad, esto puede producir repercusiones más importantes que si se lanzara a una argumentación política. Para adecuar esta idea a la personalidad de Unamuno, bastaría con sustituir la palabra política por teológica.  Pues no es lo que alguien sea lo que importa (pienso ahora en aquella pregunta que lo había atormentado estando en París ¿cómo soy, como me creo yo o como me creen los demás?) sino lo que parezca y muestre a fin de cuentas de sí mismo: lo que haga.

Para Sartre el infierno eran los otros, lo he escrito otra vez; para Unamuno, haciendo de los versos de Hölderlin, quizás un motivo para seguir viviendo, allí donde se presenta el peligro se encuentra lo que salva, los otros son quienes custodian la puerta del paraíso.

Ser inmortal es vivir en la memoria de los demás, tal sería en mi opinión, el resultado de su vuelta del destierro. Éste es Manuel Bueno: Miguel de Unamuno, acaso mártir. E igual que ocurrió con su amadísimo don Quijote, la gloria que le espera, será o no será de acuerdo al lugar que ocupe en el imaginario colectivo. Ahora sabe que también su yo es figura de ficción, autor, como dios mismo, que debe su existencia, sólo a sus criaturas. No existen otras diferencias entre estas formas de ser.

Así el destino de Augusto, el protagonista de su novela Niebla que le suplicaba a su creador, que por piedad le evitara tener que sentirse condenado a morir, dependía tanto de Unamuno, como la supervivencia de éste depende del favor de sus lectores. Y para esto importan poco los prólogos justificativos, los epílogos, los comentarios aclaratorios. Después de todo, pasado el tiempo de la refriega, sólo la obra cuenta.

 

 

 

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