CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Joyce

Leer a Robert Musil

24 sábado Nov 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Claudio Magris, Joyce, Proust, Reich-Ranicki, Robert Musil, Thomas Mann

En un estudio sobre la obra de Robert Musil que lleva por título La ruina de un gran narrador, el crítico Marcel Reich-Ranicki, jactándose de su laboriosidad, afirmaba que leyó la correspondencia y los diarios de este autor (cuatro mil ochocientas páginas que incluían notas y referencias de letra apretada) con la esperanza de comprender mejor los dos libros a los que sin duda debía su fama,  Las tribulaciones del estudiante Törles, que Musil publicó a la edad de veinticinco años y la novela El hombre sin atributos, a la que dedicó los doce últimos de su vida, de 1930 a 1942.

El hombre sin atributos (novela inacabada que supera las mil quinientas páginas) es sin duda una novela difícil y no creo que en esto existan grandes desacuerdos. Sobre todo si lo que se pretende con una primera lectura, es más que gozar con su lenguaje: agotar por ejemplo su significado, saber con certeza de qué va, cuál es la trama, si existe o no un hilo conductor único que provea a la historia de un desarrollo del que pueda esperarse algún desenlace satisfactorio. La sensación que a mí me produjo la primera vez que me enredé en sus páginas, la podría comparar con la admiración que despierta la presencia de un rayo de luz que atraviesa una placa de hielo (la placa de hielo es la inteligencia) a la que se va añadiendo el temor a que en cualquier momento esa placa de hielo acabe fundiéndose y empiece a formar un charco de agua.

Consciente de la dificultad que entrañaba su lectura, el propio Musil aconsejaba leer El hombre sin atributos al menos dos veces, aunque no exigía que la segunda vez fuera necesariamente completa. Musil no esperaba sin embargo que las claves para la interpretación de su novela hubiera que ir a buscarlas fuera de ella misma. Leído con detenimiento no resulta más complejo que Proust o Joyce, por poner dos ejemplos y como ocurre con las obras de estos autores no habría que esperar que la suya, considerada en un sentido clásico, fuera ni más ni menos imperfecta. La noción contraria es por supuesto ajena a su propósito y el lastre que puede acarrear no tenerlo en cuenta sería el mayor obstáculo para el disfrute de su lectura. Abundan zonas borrosas, es cierto, donde se pierden los márgenes y el horizonte hacia el cual avanzamos no se divisa con claridad, pasajes más o menos aburridos, pero también fuentes y abrevaderos donde beber y refrescarse es de lo más bueno y excitante.

Musil no escribe para lectores ansiosos o pasivos y se adapta mal a una lectura distraída que admita que se la encaje en moldes previos. A Reih-Ranicki parece que estos detalles, sin embargo, le irritan. Y no duda en hacer acopio de pruebas que, basándose en el carácter incompleto de la novela (ya he dicho que se trata de una obra inacabada), obtiene hurgando en los diarios del escritor y en su correspondencia, en la opinión de otros expertos o filósofos que le ofrecen razones para justificar su falta de sintonía con ella. Personalmente no creo que este método haya mejorado nunca, de manera sustancial, la comprensión de un libro de creación novelesca, si no es que antes algún aprecio se había despertado hacia él. Yo diría que este aprecio básico, esta simpatía, sin la cual es imposible ninguna clase de acercamiento, Reich-Ranicki no lo sentía por Musil. De ahí que en un momento dado de su estudio, no queriendo considerar los argumentos de sus admiradores (que no duda en tildar de fanáticos) se pregunte si no estaremos ante un abuso desmedido y patente de la novela.

He leído sólo una parte de esos diarios que Reich-Ranicki presume de haber recorrido concienzudamente de la primera hasta la última línea, siempre abriendo los volúmenes I y II que los recogen, al azar, y me siento muy lejos de pensar que un día completaré su lectura. El estilo tenso y brillante, tan propicio al humor y la ironía, que Robert Musil desarrolla como novelista, no existe en estas páginas que se presentan por el contrario con una dureza de mármol. Escritas probablemente con la intención de abrir espacios por donde circule el aire en su cabeza a fin de esponjar sus ideas, pues todas las expresiones sobre la ciencia del hombre tendrán cabida aquí. Filosofía especializada, no, Proyecto, sí. (…) Y en general la cuestión del estilo. El interés centrado no sólo en lo que se dice, sino en cómo se dice,  hacen que resulte curioso que el propio Reich-Ranicki, al terminar su lectura, dijera que había sentido una sensación de enfado y hasta repugnancia que le había hecho pensar que el escritor Robert Musil era en cualquier caso un poseso y un fanático.

Por decirlo de una manera sencilla, yo creo que si una novela se resiste, aunque se nos proponga como una obra maestra, lo mejor es dejarla para otro momento. A menudo la dificultad que experimenta el irritado lector, cuando le es negada la posibilidad de su goce, se halla en los prejuicios con que se aproxima a esa forma (supuestamente equivocada) de mirar el mundo que es genuina del autor de genio al que se querría someter. Por otro lado la historia de la literatura y del arte abunda en ejemplos de la más grave incomprensión y no ha pasado nunca nada.

En su magnífico estudio biográfico sobre Thomas Mann, este crítico, a veces excelente, defendiendo precisamente el valor que para él tenía Tonio Kröger, planteaba la cuestión (no sin ironía) de por qué podía ser que Martin Walser, que la consideraba la peor novela escrita en siglo XX, se hubiera tomado la molestia de practicar análisis tan exhaustivos como los que llevó a cabo, con un libro tan malo. De la misma manera (he descubierto esta clase de incongruencia otras veces) me parece a mí que cuatro mil ochocientas páginas, leídas con dolorosa abnegación, son muchas para no pensar que Reich-Ranicki se hace sospechoso de padecer el mismo mal que critica.

Como se puede imaginar después de todo lo dicho, la proeza de la lectura de las cartas y los diarios, a Marcel Reich-Ranicki, no le resultó agradable pues según confiesa se trató de una experiencia desganada y dolorosa que llevó a término, tanto por el deseo de saber, como por obstinación y tozudez. Con todo y con eso, yo me pregunto si de verdad era sincero cuando escribía que lo que lo había movido a realizar aquella lectura torturada era sólo tozudez y obcecación por conocer la verdad. Pues no me resulta fácil obviar que en su estudio, una y otra vez Reich-Ranicki deja deslizar toda clase de observaciones gratuitas, cuando no injuriosas, sobre la persona de Musil; la referencia a su pobreza material, sin ir más lejos, que quiere insinuar que en su vida Robert Musil sintió siempre una gran envidia de aquellos autores que al contrario que él pudieron vivir holgadamente de la literatura.

Nada que ver con la opinión de Claudio Magris, con quien comparto en cambio, la idea de que  “El hombre sin atributos” se propone representar toda la realidad en su devenir cambiante y quizás por ello se ve destinada a quedarse en fragmento; reproche éste constante, que Ranicki le hace a Musil, porque como escritor comprometido con la lengua no quiere plegarse a la dictadura de las formas de una tradición que hace encajar las palabras en una falsa realidad estática.

Así, cuando Robert Musil, que amaba la filosofía, asegura que los filósofos son personas violentas porque aunque no disponen de un ejército, se apoderan del mundo encerrándolo en un sistema, está haciendo una observación importante. Como anota en sus diarios,  si se piensa en frases con punto final, ciertas cosas no pueden expresarse. Y eso que se sustrae y se resiste a ser dicho, desde el punto de vista de la expresión, es lo que para él cuenta.

Propongo pues que para acercarse a El hombre sin atributos, se tome el libro entre las manos y se comience a acariciar, se le dé la vuelta y se deje reposar en el momento en que se presenten signos de cansancio. Si hace falta se puede probar con la edición en cuatro volúmenes que publicó Seix Barral, uno a uno son más ligeros. Luego, ya se irá viendo.

 

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Un león coceado por borricos

13 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Adorno, Balzac, Bertolt Brech, Goethe, Hesse, Joyce, Julien Gracq, Nietzsche, Robert Musil, Thomas Mann

Cuando pienso en Thomas Mann, otra imagen que me viene a la cabeza es la de Herman Hesse. Y ambas se asocian a un tiempo en el que leer era para mí entre otras cosas una forma de vivir la amistad. Acababa de leer El lobo estepario y aún sentía el entusiasmo que me había transmitido su lectura, cuando un amigo me recomendó que leyera Tonio Kröger. Empujado por el deseo de compartir, lo hice, pero al compararlo con Hesse, que entonces me parecía una personalidad extraordinaria, recuerdo que Thomas Mann se me antojó un autor frío, demasiado intelectual, además de algo pedante. Por ello no acabé de entender que mi amigo pudiera considerarlo un autor superior.

Con el tiempo y después de superar lo que hoy no dudo se trataba de un prejuicio (abundan en lo referente al valor que algunos atribuyen a las aportaciones que Thomas Mann hizo a la novela del siglo XX) comprobé que no sólo a mí, sino a otros lectores más expertos, especialmente novelistas, que ejercían de críticos, las maneras irónicas con que Thomas Mann suele dirigirse al lector no agradaban. Así por ejemplo, con motivo del centenario del escritor (lo cita Marcel Reich-Ranicki en su obra Thomas Mann y los suyos) Martín Walser, el autor de La guerra de Fink  y Una fuente inagotable, no vaciló en afirmar en aquella ocasión, en un debate televisivo, que Tonio Kröger era el peor relato del siglo escrito en lengua alemana. Y lo hacía con tal ensañamiento (hablo por boca de Marcel Reich-Ranicki, que lo oyó) que unos años después en su libro Ironía y arrogancia, Martin Walser acabaría justificando con todo lujo de detalles, cuadros sinópticos incluidos, el porqué de un juicio tan radical. Lo que no dejaba de ser un dato curioso, en opinión del biógrafo de la familia Mann, dedicar tanto esfuerzo a atacar una obra tan mala.

Luego he visto otras veces repetirse juicios semejantes que me han parecido tener sólo una pretensión: derribar el pedestal merecido donde la historia ha colocado al coloso. Fue el caso de José María Valverde, el gran traductor de Ulises al castellano que, no teniendo otra cosa que decir de Mann, remachaba la idea de que éste no había demostrado ninguna sensibilidad por la exploración de las virtualidades del lenguaje mismo. Valverde hace algo parecido con Jünger a quien como escritor prácticamente ignora, demostrando únicamente una gran incomprensión que no supera el desencuentro político. Como si no hubiera en el campo amplísimo que recorre la novela del siglo XX otro lugar que el propuesto por James Joyce.

Ciertamente la obra de Thomas Mann no abre la posibilidad de explorar espacios nuevos pero es que el punto de partida y su intención son otros. La novela que se desarrolló a lo largo del siglo XIX sobre todo en Alemania, tomando como referencia a Goethe y también Balzac en Francia, delimitan claramente su propósito. Toda su vida se sintió el legítimo sucesor del primero, aunque reconociera con tristeza que la salud que ha de acompañar a un arte luminoso, hijo de la pura racionalidad, le estaría siempre vedada. Una suerte, a mi entender, el que en la lucha por conquistar su verdadera naturaleza venciera la vena fáustica que al maestro, en cambio, le inquietó tanto.

Convencido del papel que habría de representar en la historia de la literatura europea, Thomas Mann agotó un camino que en adelante ya no podría ser transitado. Su misión, dicho gráficamente, sólo le permitía avanzar en un sentido único que trazaba su propio límite abismal. Joyce repetiría algo parecido, aunque tomando como objeto de su experiencia el propio lenguaje. En relación con el paisaje de la cultura alemana y la nostalgia de cosmovisiones, el efecto de la obra de Thomas Mann es cuanto menos de igual calado o más profundo si se mira desde la perspectiva de los acontecimientos en los que en la actualidad nos vemos involucrados.

Por eso me sorprende también que en Francia, un crítico tan fino como Julién Gracq que además ha escrito una novela fascinante que lleva por título El mar de las Sirtes, al referirse a la literatura alemana, en Leyendo escribiendo afirmara que las reflexiones teóricas de Thomas Mann en Tonio Kröger y en La montaña mágica acaban desgarrando el tejido novelesco y se extienden bajo formas de hernias desagradables. Como si pudieran compararse un texto que antes que nada se presenta como la declaración de intenciones de un escritor burgués que, incapaz de superar sus prejuicios de clase, se dirige básicamente a aquellos que buscándose en los otros aún no saben a qué mundo pertenecen, con una novela que describe el hundimiento de un mundo (magistralmente representado a lo largo de las casi mil páginas del relato) en el sentido en que lo es una cultura y un sistema de referencias que llegó a representar los valores del humanismo en el conjunto de Europa, de cuyas secuelas parece que estamos aún lejos de habernos recuperado.

Que a Julien Gracq le habría gustado que la estética adoptada para desarrollar la historia narrada por Thomas Mann fuera una estética distinta que prescindiera de las ideas (que son justamente una parte esencial, sino el verdadero sujeto del relato) eso es algo que no creo que deba discutirse. Pero que La Montaña Mágica habría quedado convertida de esa manera en un ejercicio más en el contexto de la novela decimonónica ampliamente agotada en 1923, es sin duda clarísimo. Yo veo a Thomas Mann en La Montaña Mágica, (la he leído tres veces y para mí constituye un auténtico texto de goce) como al último escritor que ha podido construir un relato de la Europa moderna escindida por sus contradicciones internas, y lo ha mostrado como el gran desenlace de su tradición.

Bertolt Brech escribió que la cultura (hablo de memoria y creo que es una cita de Adorno) se encuentra edificada sobre un montón de caca de perro. Thomas Mann en mi opinión llegó a poner de relieve los componentes orgánicos de esa caca, que no es de perro sino, parafraseando a Nietzsche, una caca demasiado humana: los ingredientes últimos del ideal de la cultura burguesa. No conoce otra Mann, no se relacionó nunca con nadie que no perteneciera a su clase, ni tampoco con la canalla que indiscutiblemente le atrajo. Uno de sus últimos libros precisamente recorre la historia de un estafador.

El temor y los recelos de sus detractores podrían comprenderse si se piensa que la tierra por él labrada y trabajada profundamente quedó tan agotada tras su paso, que era absurdo pensar que para su recuperación podía bastar con un tiempo de barbecho. Entiendo que moleste a algunos que después de él, han tenido dificultades para obtener buenos réditos de su oficio. Las formas de espesor granítico en que se ocupó necesitaban de una maquinaria literaria de gran potencial, Robert Musil por ejemplo, que las empujara a un lado antes de volver a trabajar.

¿No será que con Thomas Mann ocurre aquello que Shopenhauer dijo de Kant, que fue un león coceado por borricos?

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A propósito de la caza mayor

28 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline, David Sandison, Freud, Hemingway, Joyce, Nietzsche

No hace mucho, yendo de librerías, pude comprobar que había empezado a reeditarse de forma más o menos abundante la obra de Ernest Hemingway, un autor que fue una referencia para los que éramos jóvenes a principio de los setenta cuando todavía estaba vivo el dictador y los toros no sufrían persecución y en las familias acomodadas había siempre alguien que disfrutaba de licencia de caza.

Desde posiciones ideológicas muy diferentes, el encaje de Hemingway en el panorama literario español de entonces requirió cierta cintura y no menos pragmatismo para adecuarse a las circunstancias. Había participado en la guerra civil como corresponsal del North American Newspaper Alliance con un claro compromiso en favor del lado republicano, pero las leyes de la naturaleza siempre implacables o acaso la propia conciencia del escritor comprometido principalmente con la literatura harían que pagara por esas faltas.

A Ernest Hemingway le fascinó siempre España y en particular los toros y todo aquello que tenía que ver con la fiesta que Franco se había encargado de exportar como el símbolo más propio del país. Su relación con el régimen por fuerza tuvo que ser ambigua. Él mismo, cuando se enteró de la victoria final de las tropas fascistas, escribió: Los muertos dormirán con frío esta noche en España y dormirán con frío todo el invierno mientras la tierra duerme con ellos. Los muertos no necesitan levantarse. Ahora forman parte de la tierra y la tierra no puede conquistarse nunca… Sobrevivirá a todas las formas de tiranía. Pero no tendría escrúpulos en celebrar su sesenta aniversario en la España del desarrollismo de Franco, rodeado de bailarines flamencos y fuegos artificiales donde, totalmente borracho, como lo refiere David Sandison en su biografía, se atrevió a disparar con una escopeta de feria a unos cigarrillos encendidos que el torero Antonio Ordóñez sujetaba con los dientes.

Aplaudido como un autor que saboreó el éxito casi desde el principio, Ernest Hemingway se sintió siempre un fracasado. El Premio Nobel que le había sido concedido siete años antes en 1954, no había hecho más que empeorar las cosas, pero los gestos recios de que se servía para demostrar en un momento dado su repentino acuerdo con la vida, contribuyeron sin duda a que en España se planteara la conveniencia de incluirlo entre los autores de culto.

El 2 de julio de 1961, al amanecer, después de un periodo de grave depresión inducida por el consumo de alcohol que le llevó a admitir que había perdido definitivamente su talento, tras ser sometido durante semanas en la primavera anterior a una terapia a base de electrochoques, Ernest Heminway ajustó sus cuentas con el mundo y con todos aquellos que, como los tiburones que acaban devorando al pez espada en El viejo y el mar, se habían encargado de negarlo hasta convertirlo en menos que cero.

Existe una buena galería de escritores que han acabado hartos de vivir pero no son tantos los que han llevado el hartazgo hasta el límite. Se requiere un carácter violento para quitarse la vida con una escopeta de caza. Yo no dudo que Hemingway lo tenía. De él se cuenta que en cierta ocasión, viendo una corrida de toros, saltó a la plaza con la voluntad de someter con sus propias manos al animal, aunque al final resultara no ser más que una vaquilla. No lo juzgo. Pero resulta revelador subrayar un carácter cuya necesidad de medirse con el peligro implicaba la lucha cuerpo a cuerpo por el reconocimiento de sus cualidades más viriles. De sobras es conocido que el brío que aseguraba que hacía falta para enfrentarse con una bestia salvaje no le asistía en sus relaciones amorosas y estaría por ver si era tan decisivo a la hora de apretar el gatillo contra un león.

A mi me pasa lo que a Joyce cuando decía no entender a aquel hombre que se había presentado ante él como un representante de la literatura americana en París y sólo pensaba en organizar cacerías en África. Incluso aunque la chica, al final de la historia, como sucede en La breve vida feliz de Francis Macomber, se acabe quedando con el cazador experimentado.

En la Genealogía de la moral Nietzsche nos recuerda que los instintos que se reprimen se vuelven contra uno mismo. Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis para confirmar este acierto del filósofo alemán y la historia del cristianismo muestra la puesta en práctica de esa verdad.

Hemingway no fue nunca un intelectual y cuando lo intentó acabó estropeando lo mejor de sí. Su talento fue el de un escritor que acabaría dejándonos novelas y cuentos precisos como maquinarias perfectamente ajustadas llenos de nostalgia de la vida (para él siempre estaba en otra parte) y sabor local que hacen las delicias de aquellos que, como escribió Céline, sentimos que el viaje es por entero imaginario.

Quizás después de todo, lo que ocurrió fue que en un momento de lucidez, cuando el final ya corría a su encuentro de forma inevitable, Hemingway reconoció que la única pieza que había perseguido y querido cazar desde siempre, era esa que lo observaba ahora desde tan cerca, con ojos como perdidos de gran mamífero exhausto.

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El amarillo de Flaubert

14 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Flaubert, Joyce, Leibniz, Michel Foucault, Stefan Zweig

En algún lugar he leído, no puedo precisar dónde, que la intención que movió a Flaubert a escribir Salambó, fue la de producir la impresión del color amarillo. Si fue ésta su intención o trató sólo de contestar con una broma a una pregunta que no le apetecía responder, no creo que lo resolvamos nunca. Las razones por las que un escritor aborda un libro (la elección del tema, los sucesivos cambios que desde el plan inicial hasta la consecución del mismo se ve como forzado, por un imperativo, a practicar) son, sin lugar a dudas, muy oscuras, cuando no imposibles de desvelar.

En Tiempo y mundo Stefan Zweig, en el capítulo destinado a estudiar el secreto de la creación artística, plantea la posibilidad de que el artista, que en principio podría ser la persona más capacitada para ofrecer una respuesta concluyente sobre los motivos que le han empujado a llevar a cabo su obra, no puede darla, precisamente porque, al igual que el criminal enajenado reconoce no entender qué pudo haberlo empujado a cometer su crimen, también él se hallaba fuera de sí, en el momento de la creación.

La explicación tiene claras resonancias románticas, pues se deduce de ella que el artista, llevado por la inspiración, sería víctima de una especie de rapto. ¿Cómo tener en cuenta su opinión,  si no se hallaba presente en el proceso creativo? Sin embargo, Zweig aclara que, en ese rapto, éxtasis dice él, valiéndose del sentido  que adquiere la palabra en griego, en ese estar fuera de sí que sufre el artista, él mismo no es llevado muy lejos, pues el lugar donde ha sido conducido, es precisamente al interior de la obra en gestación. Imagino que en esas circunstancias, la vuelta al mundo compartido, donde las palabras significan lo mismo para todos, sólo acabará de realizarse con la aparición pública de la misma; momento en el que todas las dudas, todas las vacilaciones, todas las correcciones y aciertos que fueron aceptados como tales desde el primer o último momento, se acabaron resolviendo por un inesperado prodigio. Extraña paradoja según la cual lo más próximo deviene inevitablemente lo más lejano.

Así resulta que, hallándose el autor, escritor, pintor o músico, tan cerca de su criatura, pero fuera de sí, es incapaz de dejar clara constancia de lo sucedido. Pienso en mis ojos sobre la pantalla del ordenador, en este preciso momento, en la estrecha proximidad en que se encuentran con mi pensamiento, completamente invisibles a ellos mismos, ciegos absolutamente al movimiento que describen. Algo de lo que Stefan Zweig quería hacerme entender, se ha hecho presente: El artista, no vive en nuestro mundo, sino en el suyo y por eso no puede ser al mismo tiempo testigo presencial de su quehacer.

Con su humor habitual, James Joyce ya había advertido antes, que el artista queda fuera de su creación arreglándose las uñas. Aunque su lugar respecto a la propia obra parezca ofrecerle una visión privilegiada, carece de criterio para hablar de ella. Se diría en cierto modo, que la obra no le pertenece y la firma con que rubrica su autoría, no debería contar, o al menos no más de lo que pueda contar la de cualquier otro que se haya mantenido a la adecuada distancia. ¿Pero qué distancia sería esta? ¿La del espectador o lector ingenuos? ¿La del que se presenta cargado de expectativas, esperando verse en cierto modo reflejado? ¿La del crítico que husmeando en borradores se empapa de las vacilaciones y dudas que le impedirán gozar desinteresadamente, en un intento, como sugiere Zweig, por revivir el proceso al que se vio sometido el creador?

Por caminos distintos, algunos años después de la muerte de Stefan Zweig, cierta crítica filosófica se empeñó en despreciar, con mucha más contundencia, la relevancia del autor. ¿Quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién es el responsable de los actos? ¿Existe un sujeto de la enunciación que sea algo más que una persona gramatical o una encrucijada de pulsiones inconscientes? Cuestiones, todas estas, que planteaban un buen número de interrogantes y ponían en entredicho mucho más que categorías estéticas. Sin embargo, aquellos que habrían deseado poner fin al asunto de forma definitiva, quedarán puestos en evidencia al intentar demostrar que ellos mismos no vivían un espejismo. Téngase sino en cuenta, la difundida tesis de Michel Foucault, el hombre ha muerto, que ya en su última obra importante, había dejado de ser una tesis significativa.

Llegados a este punto, yo planteo a mi vez la imposibilidad de que ningún texto u obra artística que haya trascendido a su época, sea reductible a la substancia de su autor o dicho de otra manera, a lo que él mismo quiso o creyó haber puesto en ella. Pero también creo que es imposible que no lo sea. No importa que aquí surja una nueva paradoja. Las obras no irán nunca más allá de su productor.

Como las mónadas que imaginó Leibniz, el escritor, el artista en general, re-crea el mundo que está contenido en él. De ahí que cuando hubo gran literatura se trató siempre de escribir un único libro. No parecerá raro entonces que en la búsqueda de intenciones y motivos que ayudaron a dar forma a una expresión artística propia, siga manteniéndose aún viva la vieja cuestión del secreto.

 

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Naufragio con espectador

07 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Blumenberg, Borges, Goethe, Hume, Joyce, Lucrecio

Desde la aparición de Ulises en 1922, se ha destacado que la aportación más revolucionaria de James Joyce a la literatura consistió en desarrollar como nadie las posibilidades del monólogo interior, procedimiento que ponía de relieve cuál es el funcionamiento del pensamiento cuando éste vaga a su suerte. El flujo de la conciencia parece obedecer a un movimiento caótico que en algunos momentos se precipita recordando el efecto del oleaje y en otros se remansa abriendo espacios de aparente calma. Se diría que las ideas y las imágenes que por ella circulan, se engarzan y multiplican, descomponiéndose al instante, sin ningún criterio; de manera que difícilmente se podría considerar esa, una actividad racional, pues todo parece que suceda al margen de cualquier voluntad. No obstante, en medio de la maraña asociativa que invade la conciencia y se nutre en buena medida de impresiones visuales y olfativas que no excluyen otras táctiles, descubrimos ciertos nexos, ciertas conexiones que irrumpen con la fuerza de la memoria involuntaria.

En el Tratado sobre la naturaleza humana, Hume resume todas las formas de asociación de ideas a tres simples mecanismos que actúan bajo una estricta e idéntica legalidad en todo sujeto de conocimiento: el de semejanza, el de contigüidad espacial o temporal y el de causa efecto. Los tres parecen implicados ciertamente en el complejo andamiaje que creó Joyce, aunque la impresión que produce la lectura de su obra, viendo como opera la construcción de discursos que elaboran sus personajes, nos lleve a pensar que desbordan con mucho, la escueta clasificación del filósofo.

Joyce se permitió parodiar en Ulises todos los estilos y Borges no dudó en considerarla una obra fallida, si bien pensaba que nadie como él había llevado a la lengua inglesa al límite de sus capacidades expresivas. De James Joyce dijo que era indiscutible que se había convertido en uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y añadió que verbalmente quizás fuera el primero. Con redoblados motivos, Borges repitió algo parecido después de intentar leer el Finnegans Wake, un libro infinito en su concepción, de referencias infinitas, que como se ha señalado alguna vez, casi parecía que estuviera escrito para él. Su cultura, acaso una de las pocas que pudiera rivalizar con la de James Joyce, lo convertían a priori en aquel lector ideal al que Joyce, según había declarado en más de una ocasión, se había dirigido siempre. Sin embargo Borges, al referirse a esta última obra, sólo añadió, en el tono más irónico de que fue capaz, que el libro era un tejido de retruécanos en inglés veteado de alemán, de italiano y de latín. De nuevo el escritor argentino, que conocía y se desenvolvía en todas esas lenguas, no dudó en calificar los resultados de frustrados e incompetentes.

Y sin embargo, después de todo, en su libro Elogio de la sombra convirtió a Joyce en su sujeto poético por dos veces. La escritura del poema Invocación a Joyce es suficiente para comprender los sentimientos encontrados, de admiración y desconcierto, no menos incómodos que contradictorios, que ese hombre que encerraba toda la literatura en su cabeza y acabaría ciego como él, debía despertar en Borges. Quizás, por qué no, sentimientos incluso culpables. Se me ocurre una analogía explicativa, una razón, que acaso no le habría molestado, pues hunde sus raíces en el poema De rerum natura de Lucrecio. Aunque me perturbe pensar que ya Goethe se valió de ella al referirse a la experiencia que sufrió en Jena, al presentarse en el campo de batalla después de la derrota frente a Napoleón. Hans Blumenberg en Naufragio con espectador, la recoge. En el capítulo IV del libro, que lleva por título el irónico Arte de sobrevivir, se describe el estado en que encontró Heinrich Luden, historiador de Jena, al desengañado y derrotado Goethe en aquellos momentos. Luden, según cita Blumenberg, le pregunta de golpe cómo le ha ido a Goethe y éste responde: Es un poco como el hombre que observa desde una sólida roca hacia el enfurecido mar: no puede socorrer a los náufragos, pero tampoco puede alcanzarle el oleaje….así salí de allí sano y salvo, dejando que el estrépito salvaje pasase a mi lado.

Pienso que a Borges, tan cansado de sí mismo, alguna vez le habría gustado convertirse en el intrépido James Joyce, pero sintió muy pronto que le faltaba coraje. No era él tampoco un navajero y en cambio estuvo siempre obsesionado por esos temas de vidas miserables. De manera espontánea, si la expresión tiene sentido en una personalidad que hizo de la construcción de artificios el sentido de su vida, Borges se sentía empujado hacia una literatura más feliz (nunca dudó en exponer sus preferencias) lejos de experimentos arriesgados, cuya importancia siempre se las acabó ingeniando para minimizar. La dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrecieron en 1955 y la designación de miembro de la Academia Argentina de las Letras, aunque tardíos, le vinieron de perlas y fueron ofrecimientos difíciles de despreciar. Propongo que Borges, con más o menos consciencia, tuvo que sentir la responsabilidad de Joyce, de sus exilios, de su muerte en la batalla con el entorno, mientras él se limitaba a tomar nota desde la solidez de la tierra firme, de cómo su otro, que había querido ignorar, se hundía, pereciendo en el huracán que él mismo había desencadenado.

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