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Una de las responsabilidades del escritor es hacer que se le entienda, velar en la medida de lo posible porque no se malinterpreten sus textos. La noción de autor remite entre otras muchas, a esta clase de responsabilidad. En el caso de Unamuno su preocupación por evitar los malentendidos se muestra paradigmática, aunque la manera de desarrollarse su prosa justamente los favorezca. Y acaso sea la angustia de que no le comprendan, que sintió siempre atenazarle, una de las razones de su falta de actualidad.

El profesor Unamuno debía saber (lo saben todos los que se dedican a este oficio) que las palabras leídas, al igual que aquellas que simplemente se escuchan, tienen tantas formas de ser interpretadas como personas las oyen o las leen. Basta que un profesor en un momento dado plantee a sus alumnos qué acaba de decir o qué han comprendido de una lectura, para que no hagan falta otras comprobaciones. Por eso no he acabado de entender nunca ese afán suyo por justificar sus libros, de explicarlos con prólogos y epílogos, con comentarios a esos mismos prólogos que proponen nuevas consideraciones al lector, ciñéndole el pensamiento hasta un punto que se diría a veces que quiere ser excesivo a propósito.

¿Será ésta la razón por la que de Unamuno se ocupan hoy sobre todo los profesores y los estudiantes que han de leerlo para superar exámenes?  Sería una lástima que lo más temido por él, que la fuerza de sus ideas se desgastara en esquemas, estuviera a punto de cumplirse.

Día a día, mientras duró su exilio en Hendaya, debió de comprobar que las ideas suyas se adelgazaban, y empezaban a traslucir el esqueleto. Durante su estancia en este pueblo de la frontera vascofrancesa, huido de la dictadura de Primo de Rivera, llegó a presentirlo: me aburro, dijo, y aburrirse alguien era para él hacerse mortal. Yo creo sinceramente que en Hendaya, Unamuno vislumbró al fin la posibilidad real de su muerte. E igual que le ocurrió a Don Quijote, que en un momento inesperado según lo entendió Dostoievski, sintió nostalgia del realismo ¿Cómo un caballero por grande que sea su fuerza, puede derrotar a un ejército de cien mil hombres en unas horas, ni siquiera en un día, no dejando uno solo con vida? Unamuno imaginó el cansancio de la vida eterna, siendo seducido por la idea de la finitud ¡Qué ganas tengo de dormir, dice Manuel Bueno poco antes de su muerte, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡olvidando el sueño!

Y así Unamuno, mientras se aburre, descubre que puede morir en condiciones de fugitivo, lejos de su mujer, de sus hijos, fuera de España. Se hace, como él temía reconocer, mortal; como si la muerte propia fuera todavía un asunto de voluntad; viendo cómo avanza la nada, cómo se apodera de él la angustia que le hace adquirir conciencia de su ser anonadado e indefenso frente a toda clase de acontecimientos que escapan a su control.

Tres años después, con la caída del régimen que aplastaba a España en aquel momento, se le abriría la posibilidad de una tregua que habría de permitirle escribir y publicar, hacer aún la novela San Manuel Bueno, mártir, una de las mejores que escribió, sin duda, las más sincera, en la que cede su última palabra a los personajes a los que ha dado vida para que ocupen su lugar.

Si el aburrimiento implicaba la muerte, la acción en la que puede verse volcado ahora le ofrece la posibilidad de seguir siendo. Hacerse novela, había escrito, es hacerse alguien, inmortalizarse. En las nuevas circunstancias, su anhelo de inmortalidad se relaja, se le presenta bajo una especie de metáfora. No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años. De nuevo son palabras de Manuel Bueno, dichas al oído de su confidente (que no se entere nadie del pueblo de que no cree, que sigan manteniendo viva la ilusión). Del golpe recibido en Hendaya parece que Unamuno no se recompondría nunca del todo.

Sorprende que hubiera tardado tanto en descubrir el valor de las apariencias, él que dedicó su vida al conocimiento del Quijote. Decía Ernst Jünger que cuando un autor se descubre en su substancia, sin tratar de ejercer una influencia por un esfuerzo de voluntad, esto puede producir repercusiones más importantes que si se lanzara a una argumentación política. Para adecuar esta idea a la personalidad de Unamuno, bastaría con sustituir la palabra política por teológica.  Pues no es lo que alguien sea lo que importa (pienso ahora en aquella pregunta que lo había atormentado estando en París ¿cómo soy, como me creo yo o como me creen los demás?) sino lo que parezca y muestre a fin de cuentas de sí mismo: lo que haga.

Para Sartre el infierno eran los otros, lo he escrito otra vez; para Unamuno, haciendo de los versos de Hölderlin, quizás un motivo para seguir viviendo, allí donde se presenta el peligro se encuentra lo que salva, los otros son quienes custodian la puerta del paraíso.

Ser inmortal es vivir en la memoria de los demás, tal sería en mi opinión, el resultado de su vuelta del destierro. Éste es Manuel Bueno: Miguel de Unamuno, acaso mártir. E igual que ocurrió con su amadísimo don Quijote, la gloria que le espera, será o no será de acuerdo al lugar que ocupe en el imaginario colectivo. Ahora sabe que también su yo es figura de ficción, autor, como dios mismo, que debe su existencia, sólo a sus criaturas. No existen otras diferencias entre estas formas de ser.

Así el destino de Augusto, el protagonista de su novela Niebla que le suplicaba a su creador, que por piedad le evitara tener que sentirse condenado a morir, dependía tanto de Unamuno, como la supervivencia de éste depende del favor de sus lectores. Y para esto importan poco los prólogos justificativos, los epílogos, los comentarios aclaratorios. Después de todo, pasado el tiempo de la refriega, sólo la obra cuenta.

 

 

 

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