CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Adorno

Vista desde atrás

18 domingo May 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Adorno, Belleza, Calvo Serraller, Danto, Goya, Philip Guston

La fotografía de la niña que corre quemada por napalm es estremecedora. Expresa la belleza en el momento en que esta ha sido destruida. El acto es repugnante pero no podemos sustraernos a su contemplación.

Hacia el final de la Dialéctica negativa, en el capítulo III de la tercera parte que lleva por título Meditaciones sobre la Metafísica, mientras Adorno piensa en el sufrimiento infligido a las víctimas de los campos de exterminio, reconoce que quizás haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se pueden escribir poemas. No obstante añade, que lo que acaso no sea falso sea la cuestión de si le estará totalmente permitido al que escapó casualmente, seguir viviendo. Pues su supervivencia requeriría la frialdad de la subjetividad burguesa sin la que Auschwitz no habría sido posible.

Por esa misma época, el pintor Philip Guston, con motivo de la guerra de Vietnam, en la que se vieron involucrados los jóvenes norteamericanos, se preguntaba a su vez qué clase de hombre era él, sentado en mi casa, leyendo revistas, incubando una frustrada furia contra todo, para luego entrar en mi estudio para ajustar un rojo a un azul. Dado que no podía aceptar que la pureza estética, la pintura es impura, fuera algo más que un mito miserable.
Parafraseando la sentencia posiblemente falsa de Adorno, en El abuso de la belleza, Arthur Danto viene a decir que Guston se había vuelto incapaz de seguir pintando imágenes bellas cuando el mundo se caía a pedazos. El título con el que Danto abre el capítulo donde se refiere a la experiencia de Guston, dice literalmente: ¿Merece el mundo la belleza?

La respuesta que Guston se dio a sí mismo es conocida y se sabe que acabó empujándolo al abandono de la pintura abstracta para volver de nuevo a la figuración. Una figuración que, si hay que creer en sus declaraciones, no había abandonado nunca del todo, pues estaba convencido de que en un sentido profundo ningún pintor llega a prescindir del objeto más que en apariencia.

Philip Guston había decidido hacer suyo el dictum de Adorno: ¡Qué culpa tan radical la del que se salvó! (…) teniendo de suyo que haber sido asesinado. La condición era, como añade Adorno en ese mismo texto, el horroroso presentimiento de que lo que debe ser conocido (pintado, de acuerdo a la lectura que habría hecho Guston) se parece más a lo que se encuentra a ras de suelo que a lo noble. De ahí que el más refinado de los expresionistas abstractos, no tuviera otra opción que sustituir su paleta lírica y luminosa por el rosa sin matices de la goma de mascar.

En La senda extraviada del arte, Francisco Calvo Serraller divide a los artistas de vanguardia de esa época entre los que se dedicaron a la restauración del orden perdido y los que se impusieron agravar la crisis. Philip Guston ha de quedar encuadrado, sin duda alguna, en la segunda categoría. Y es por ello que fue inevitable que el giro que imprimía a su nueva forma de pintar le expusiera al escarnio público, asumiendo que, como ciudadano americano, era cómplice de la barbarie de su tiempo.

Guston estaba convencido de que sólo el nuevo camino que había decidido emprender podía convertirlo en un ser completo otra vez, como lo fui en mi niñez, acentuando voluntariamente una torpeza artística que hacía pensar si no se habría puesto a pintar de pronto con los pies o la boca igual que hacían ciertos pintores después de que en la guerra hubieran perdido los brazos.

En una pintura de 1969 titulada The Studio, Guston llega a pintarse a si mismo pintando mientras fuma con la cabeza cubierta con una capucha del Ku Klux Klan. Otros cuadros lo reflejan seriamente enfermo, postrado en la cama envuelto en una atmósfera de humo, rodeado de colillas, de cachivaches y herramientas de pintor, dejando que su cabeza redonda como una gran piedra ruede por una ladera de montaña cubierta de vendas o erguido como en Vista desde atrás, donde la soledad sugiere que un mundo habitable es todavía posible. La figura de un hombre visto de espaldas, algo más de medio cuerpo cubierto con abrigo y bufanda hasta media cabeza. Un horizonte bajo que solo deja ver una franja rojiza de paisaje desértico muy estrecha.

Desde la perspectiva nueva, a ras de suelo, donde parece haberse colocado el ojo del pintor como aconsejaba Adorno, el hombre hace pensar en una figura gigantesca que emerge desde la nada mientras se aleja cargado con varios pares de botas de proporciones igualmente enormes que aprieta bajo los brazos, como si eso fuera todo lo que necesitará para el largo viaje.

Ciertamente, Philip Guston abandonó el propósito de plasmar la belleza, aunque no creo que fuera porque el mundo no la mereciera ya. No me atrevo a asegurar que en algunos de sus cuadros no asome su rostro mezclado con el efecto que produce lo sublime. De acuerdo con su angustia existencial su voluntad lo empujaba a explorar muy cerca del abismo a que conduce el absurdo. Allí donde parece hundirse el perro de Goya que él cree haber reconocido todavía un siglo y medio después rebuscando con el hocico entre la basura. Sus pinturas rosas son el equivalente de las pinturas negras que fueron pintadas en la Quinta del sordo, de los grabados sobre Los desastres de la guerra, de Los caprichos que dejan constancia de los aspectos más sórdidos de la vida cotidiana.

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La ciencia melancólica

29 sábado Mar 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía

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Adorno, Kierkegard, Platón, Walter Benjamin

Desde los inicios, Adorno aconsejaba fijarse en los detalles, en las notas a pie de página de un texto; en la forma en que la gente suele utilizar el tiempo libre, en los deslices que podía cometer un filósofo mientras da clase.

En una de sus obras menos conocida, que lleva por título Terminología filosófica, y que recoge las lecciones que dictó a alumnos principiantes de filosofía, intentando aclarar las relaciones entre materialismo y metafísica, Adorno acudió al siguiente recuerdo: Pienso en una experiencia de mi propia niñez al ver pasar el carro del desollador con un montón de perros muertos y las preguntas que surgían de golpe: ¿qué es esto? ¿qué sabemos nosotros en realidad? ¿somos esto nosotros mismos? Y añadía al respecto: una metafísica debe dar cuenta de tales experiencias, si no quiere quedarse en mera palabrería.

Ciencia melancólica fue el otro nombre que Adorno pensó para su filosofía. Y aunque sentía con aflicción que se hubiera sepultado bajo la esfera de lo privado lo que en un tiempo fue para los filósofos lo propio de la vida, no dejaba de ignorar que la sentimentalidad que atravesaba ese recuerdo de infancia, lo aproximaba a Kierkegaard: reflejo de la verdad del hombre de carne y hueso que apartado de la masa, se atrinchera para espetar lleno de furia desesperada que el escritor que se aparte del peligro y no se halle presente en donde este se encuentra, es un falsario.

De igual manera, Adorno sostenía que los escritos sobre arte no tenían porqué ser artísticos y consideraba un error preocuparse en exceso por la forma al escribir filosofía, pues limitaba la posibilidad de atrapar ciertos contenidos filosóficamente.

No obstante, y más allá del posible absurdo que encierran estas palabras o que exista quien ha tildado su lenguaje de abstruso y difícil (pensado para ser leído por sus colegas de oficio en Alemania) es la suya una escritura cincelada, particularmente rítmica y cadenciosa, que en sus mejores momentos irradia una singular belleza. La experiencia de leer algunos de sus libros, aunque le pesara al propio autor de la Teoria estética, es afortunadamente estética.

Cuando se está familiarizado con el lenguaje de la filosofía, se reconoce en su forma un estilo pensado para captar lo sublime del concepto, esforzado en rastrear los pocos restos de vida que quedaron sepultados bajo los escombros de Auschwitz. De ahí que, paradójicamente por momentos, se tenga la impresión incómoda de que uno ha sido abandonado a su suerte en un paisaje ocupado por pesadas excavadoras.

Hecho que explicaría que en su acercamiento no pocas veces se sienta esa presencia orgullosa y excesiva que hasta a los dioses griegos (hibris la llamaron) molestaba tanto.

Del linaje de Platón, Adorno es hoy uno de los filósofos menos leído y comentado. Se da por hecho que pertenece a otro tiempo. Pero si unas cuantas gotas de lubricante en roblones y junturas ocultas bastan para poner en marcha una turbina, como dijo Walter Benjamin en Dirección Única, no creo que unos granos de arena sean suficientes para hacer saltar su maquinaria.

 

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Espejismos

15 sábado Mar 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Adorno, Kafka, Merleau-Ponty, Picasso, Proust, Samuel Beckett, Sócrates, Sören Kierkegaard

En un capítulo que viene a encabezar Migajas Filosóficas y que comienza siendo una aproximación al concepto de virtud socrático, Sören Kierkegaard se plantea la siguiente cuestión: ¿Hasta qué punto puede aprenderse la verdad? Y se responde que a un hombre le es tan imposible buscar lo que sabe, como buscar lo que no sabe.

El argumento se sostiene en el hecho de que nadie puede buscar lo que sabe porque ya lo sabe y tampoco lo que no sabe porque en este caso no sabría qué buscar. Nada que objetar en principio. Sin embargo, existe una proposición de Picasso, de todos conocida, Yo no busco, yo encuentro, que viene a significar la actitud del genio. ¿Pero es que acaso el artista es poseedor de un conocimiento que al filósofo le estaría vedado?

A este respecto Merleau-Ponty, en el Ojo y el espíritu afirma que no se ve sino lo que se mira. ¿Se encuentra pues lo que se busca? ¿Se busca lo que se sabe? Propongo otra posibilidad: No se mira sino lo que se ve; es decir: se encuentra lo que no se busca. Como se encuentra un rasgón en la camisa o una mancha en el momento de plancharla, por decirlo con ejemplos cotidianos. Aunque sea el propio Kierkegaard quien nos recuerde que ya Sócrates resolvió esa dificultad a partir de la idea de que todo aprender y todo buscar no son otra cosa que recuerdo.

Samuel Beckett, en su breve pero espléndido Proust, se refiere él también a aquella atención desatenta que al autor de La Recherche le permitía descubrir en los salones, los más insospechados encuentros.

Así, según parece, el verdadero conocimiento se adquiere a ciegas. Las cosas, ahí dispuestas, al lado, para su uso, no son vistas, y sólo las miramos cuando, contra nuestra voluntad, se resisten y nos enfrentan, cuando son ellas las que quizás nos busquen para entonces zarandearnos y perturbarnos.

¿Qué le falta al mundo para que este sea cuadro? En la obra ya citada, El ojo y el espíritu, Merleau-Ponty lo propone. A lo que yo respondo: Que sea visto, que sea mancha o simple desgarradura; ninguna cosa idéntica a otra cosa, fugaz, más bien, su diferencia inesperada.

Se puede comprender entonces que Kierkegaard, que se pensó irresistible en su capacidad para seducir, desde la cárcel de su interioridad, como la describió Adorno, que se esforzó en quererlo un poco, oyera el requerimiento de Kafka con medio siglo de antelación.

Sustancialmente, he vivido como un escribiente en su comptoir. Estas son palabras del danés con las que se confiesa en Mi punto de vista. Y sigue: Desde el principio ha sido como si estuviera arrestado y en cada instante he percibido que no era yo quien interpretaba el papel de amo, sino que era otro el Amo.

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Un león coceado por borricos

13 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Adorno, Balzac, Bertolt Brech, Goethe, Hesse, Joyce, Julien Gracq, Nietzsche, Robert Musil, Thomas Mann

Cuando pienso en Thomas Mann, otra imagen que me viene a la cabeza es la de Herman Hesse. Y ambas se asocian a un tiempo en el que leer era para mí entre otras cosas una forma de vivir la amistad. Acababa de leer El lobo estepario y aún sentía el entusiasmo que me había transmitido su lectura, cuando un amigo me recomendó que leyera Tonio Kröger. Empujado por el deseo de compartir, lo hice, pero al compararlo con Hesse, que entonces me parecía una personalidad extraordinaria, recuerdo que Thomas Mann se me antojó un autor frío, demasiado intelectual, además de algo pedante. Por ello no acabé de entender que mi amigo pudiera considerarlo un autor superior.

Con el tiempo y después de superar lo que hoy no dudo se trataba de un prejuicio (abundan en lo referente al valor que algunos atribuyen a las aportaciones que Thomas Mann hizo a la novela del siglo XX) comprobé que no sólo a mí, sino a otros lectores más expertos, especialmente novelistas, que ejercían de críticos, las maneras irónicas con que Thomas Mann suele dirigirse al lector no agradaban. Así por ejemplo, con motivo del centenario del escritor (lo cita Marcel Reich-Ranicki en su obra Thomas Mann y los suyos) Martín Walser, el autor de La guerra de Fink  y Una fuente inagotable, no vaciló en afirmar en aquella ocasión, en un debate televisivo, que Tonio Kröger era el peor relato del siglo escrito en lengua alemana. Y lo hacía con tal ensañamiento (hablo por boca de Marcel Reich-Ranicki, que lo oyó) que unos años después en su libro Ironía y arrogancia, Martin Walser acabaría justificando con todo lujo de detalles, cuadros sinópticos incluidos, el porqué de un juicio tan radical. Lo que no dejaba de ser un dato curioso, en opinión del biógrafo de la familia Mann, dedicar tanto esfuerzo a atacar una obra tan mala.

Luego he visto otras veces repetirse juicios semejantes que me han parecido tener sólo una pretensión: derribar el pedestal merecido donde la historia ha colocado al coloso. Fue el caso de José María Valverde, el gran traductor de Ulises al castellano que, no teniendo otra cosa que decir de Mann, remachaba la idea de que éste no había demostrado ninguna sensibilidad por la exploración de las virtualidades del lenguaje mismo. Valverde hace algo parecido con Jünger a quien como escritor prácticamente ignora, demostrando únicamente una gran incomprensión que no supera el desencuentro político. Como si no hubiera en el campo amplísimo que recorre la novela del siglo XX otro lugar que el propuesto por James Joyce.

Ciertamente la obra de Thomas Mann no abre la posibilidad de explorar espacios nuevos pero es que el punto de partida y su intención son otros. La novela que se desarrolló a lo largo del siglo XIX sobre todo en Alemania, tomando como referencia a Goethe y también Balzac en Francia, delimitan claramente su propósito. Toda su vida se sintió el legítimo sucesor del primero, aunque reconociera con tristeza que la salud que ha de acompañar a un arte luminoso, hijo de la pura racionalidad, le estaría siempre vedada. Una suerte, a mi entender, el que en la lucha por conquistar su verdadera naturaleza venciera la vena fáustica que al maestro, en cambio, le inquietó tanto.

Convencido del papel que habría de representar en la historia de la literatura europea, Thomas Mann agotó un camino que en adelante ya no podría ser transitado. Su misión, dicho gráficamente, sólo le permitía avanzar en un sentido único que trazaba su propio límite abismal. Joyce repetiría algo parecido, aunque tomando como objeto de su experiencia el propio lenguaje. En relación con el paisaje de la cultura alemana y la nostalgia de cosmovisiones, el efecto de la obra de Thomas Mann es cuanto menos de igual calado o más profundo si se mira desde la perspectiva de los acontecimientos en los que en la actualidad nos vemos involucrados.

Por eso me sorprende también que en Francia, un crítico tan fino como Julién Gracq que además ha escrito una novela fascinante que lleva por título El mar de las Sirtes, al referirse a la literatura alemana, en Leyendo escribiendo afirmara que las reflexiones teóricas de Thomas Mann en Tonio Kröger y en La montaña mágica acaban desgarrando el tejido novelesco y se extienden bajo formas de hernias desagradables. Como si pudieran compararse un texto que antes que nada se presenta como la declaración de intenciones de un escritor burgués que, incapaz de superar sus prejuicios de clase, se dirige básicamente a aquellos que buscándose en los otros aún no saben a qué mundo pertenecen, con una novela que describe el hundimiento de un mundo (magistralmente representado a lo largo de las casi mil páginas del relato) en el sentido en que lo es una cultura y un sistema de referencias que llegó a representar los valores del humanismo en el conjunto de Europa, de cuyas secuelas parece que estamos aún lejos de habernos recuperado.

Que a Julien Gracq le habría gustado que la estética adoptada para desarrollar la historia narrada por Thomas Mann fuera una estética distinta que prescindiera de las ideas (que son justamente una parte esencial, sino el verdadero sujeto del relato) eso es algo que no creo que deba discutirse. Pero que La Montaña Mágica habría quedado convertida de esa manera en un ejercicio más en el contexto de la novela decimonónica ampliamente agotada en 1923, es sin duda clarísimo. Yo veo a Thomas Mann en La Montaña Mágica, (la he leído tres veces y para mí constituye un auténtico texto de goce) como al último escritor que ha podido construir un relato de la Europa moderna escindida por sus contradicciones internas, y lo ha mostrado como el gran desenlace de su tradición.

Bertolt Brech escribió que la cultura (hablo de memoria y creo que es una cita de Adorno) se encuentra edificada sobre un montón de caca de perro. Thomas Mann en mi opinión llegó a poner de relieve los componentes orgánicos de esa caca, que no es de perro sino, parafraseando a Nietzsche, una caca demasiado humana: los ingredientes últimos del ideal de la cultura burguesa. No conoce otra Mann, no se relacionó nunca con nadie que no perteneciera a su clase, ni tampoco con la canalla que indiscutiblemente le atrajo. Uno de sus últimos libros precisamente recorre la historia de un estafador.

El temor y los recelos de sus detractores podrían comprenderse si se piensa que la tierra por él labrada y trabajada profundamente quedó tan agotada tras su paso, que era absurdo pensar que para su recuperación podía bastar con un tiempo de barbecho. Entiendo que moleste a algunos que después de él, han tenido dificultades para obtener buenos réditos de su oficio. Las formas de espesor granítico en que se ocupó necesitaban de una maquinaria literaria de gran potencial, Robert Musil por ejemplo, que las empujara a un lado antes de volver a trabajar.

¿No será que con Thomas Mann ocurre aquello que Shopenhauer dijo de Kant, que fue un león coceado por borricos?

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Pensar con chaleco rojo

01 sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Adorno, Cézanne, Descartes, Husserl, Platón

Decía Adorno en 1970, al inicio de su Teoría estética, que ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente. Y yo creo que hay pocas afirmaciones que tengan que ver con el arte que puedan considerarse más acertadas. Pero, en lo que concierne a evidencias, algo parecido se podría decir de las relaciones que a lo largo de la historia han ido manteniendo la filosofía y la pintura: no es evidente que los filósofos hayan entendido siempre el sentido específico de las artes plásticas.

Desde Platón, que repudió al artista, confundiéndolo con un vulgar artesano, por no estar a la altura de sus exigencias metafísicas, hasta llegar a Hegel, quien hace ya dos siglos anunció la muerte del arte, no creo que hayan existido actitudes vitales más difíciles de conciliar. Y sólo a principios del siglo pasado, con la aparición de la fenomenología, me parece que haya salvado el filósofo esa incomprensión, al embarcarse éste con el artista en lo que podría considerarse un proyecto común.

En un principio, la fenomenología, resultado de las investigaciones de Edmund Husserl, surge sobre todo como respuesta crítica al positivismo que comprende la naturaleza como un orden que se ha de someter al método experimental de la física. Al igual que en Descartes, el punto de partida de este enfoque es la suspensión, la puesta entre paréntesis, de todos los conocimientos previos, a fin de hallar alguna cosa que se presente como cierta y evidente. Pero contrariamente al padre del racionalismo moderno, Husserl no parece dispuesto a sacrificar la experiencia. Éste no cree que Descartes haya sido consecuente con su propio método al aceptar sin vacilaciones un modelo de racionalidad científica inspirado en la geometría. Lo que tras la puesta entre paréntesis del mundo se le presenta a Husserl es una evidencia distinta, no la abstracta y vacía del pienso luego existo, sino la certidumbre de la cosa misma, la carne, como presencia en su mente.

A las cosas mismas, había sido el conocido lema de Husserl. Pero la forma en que éstas se muestran y se hacen presentes, no es por mediación de un ser trascendente (dios), sino de manera inmediata en la propia conciencia. Y es en este sentido en el que la explicación que da Husserl de la fenomenología como ciencia descriptiva, se aproxima a la pintura. Lo que se describe en ella es lo que en la conciencia se da tal y como se da en su pureza, sin que pueda confundirse lo dado con lo que sería una máscara, algo que esconde u oculta otra cosa. Lo que la fenomenología pretende es ser descripción esencial de lo que se aparece ante los ojos. Es esta la primera vez en la historia de la filosofía en que lo que se quiere y se busca es meramente ver.

Husserl mismo nunca consideró que elaborara otra cosa que una ciencia, acaso imposible, de la visión. Ni su pretensión fue más allá de alcanzar un puro ver sin obstáculos. Su mayor deseo no fue otro que liberar al pensamiento, tanto de la interpretación científico-naturalista de la realidad, como de la creencia ingenua en el mundo tal y como éste es interpretado en la actitud natural que lo convierte en mero útil al adaptarlo a nuestros intereses más inmediatos.

¿Pero cómo interpreta un pintor aquello que se aparece tal y como se aparece? Hay una obra de Cézanne muy elocuente a este respecto. Se trata del muchacho del chaleco rojo pintada entre 1890 y 1894. En ella se muestra, en primer lugar, un joven junto a un escritorio en actitud reflexiva: posiblemente un momento de indecisión o de duda le mantiene profundamente abatido. La inclinación del cuerpo en diagonal sobre el cuadro acentúa la gravedad de la situación. Pero el efecto queda compensado por la posición del brazo izquierdo que apoyado en el escritorio permite, a su vez, que el muchacho repose la cabeza en el interior de su mano abierta y echada hacia atrás.

La intención máxima la consigue Cézanne, por la manera en que ha decidido resolver el brazo derecho. De proporciones desmesuradas la extremidad tira hacia abajo como buscando el centro de gravedad y manifestando el cansancio terrible a que están sometidos el hombro y el codo. Doblado casi en ángulo recto, sobre las piernas del muchacho cubiertas por una manta, concluye en la mano semicerrada que sugiere la dificultad del muchacho para tomar una determinación. Finalmente, sobre el escritorio, y ante los ojos, se nos aparece la carta que ha debido sumirlo en tal estado.

¿Qué es, en definitiva, lo que nos muestra Cézanne? No una mente preocupada, sino un cuerpo todo él partícipe del pesar. No se trata de una representación alegórica, realista o psicológica de este muchacho. Lo que se manifiesta en el cuadro es el abatimiento del cuerpo mismo y del pensamiento que forman una unidad indivisible. En la pintura de Cézanne el cuerpo entero del muchacho se halla implicado en la meditación. La extremada largura del brazo señala las proporciones justas de un brazo que tiene dificultades para pensar. Lo que nos muestra Cézanne es la indisoluble unidad de forma y contenido, del espíritu y la carne. Un brazo que se halla en esa situación no tiene la misma longitud que un brazo que descansa u otro que ríe. Como un dibujo de Rembrandt pintado con los colores del Greco no sería nunca un dibujo de Rembrandt sino algo extraño e irreconocible.

La duda, la indecisión, el cansancio del muchacho, no son meros conceptos; no son, como diría Cézanne, literatura representada en colores, sino una realidad cuya encarnación se hace posible por la mediación del pintor cuando éste supera el prejuicio de las tradiciones y se ocupa únicamente de ver. Tal el objetivo de la pintura. En mi opinión una experiencia semejante de la visión, nada cartesiana, acaso nos dé una idea de lo que Cézanne quiso expresar tantas veces con la palabra certidumbre.

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