CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

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Por los caminos de Proust (I, II, III)

30 miércoles Dic 2015

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Barthes, Beckett, Bergson, Deleuze, Descartes, Gide, Leibniz, Nabokov, Nerval, Nietzsche, Platón, Proust, Schopenhauer

I

Suele ocurrir que quien se acerca a la gran obra de Proust, En busca del tiempo perdido, por primera vez, antes de decidirse a emprender su lectura, se pregunte si los siete volúmenes que la componen pueden leerse independientemente o es necesario leerlos uno tras otro, desde el primero hasta último, para comprender su sentido. Conscientes de estas dudas que tantas veces se le plantean al lector, algunas editoriales de nuestro país han optado por publicar únicamente el primer volumen o la segunda parte de este primer volumen, ya que su contenido, puede considerarse hasta cierto punto autónomo. Aunque también se ha llegado a publicar una parte del quinto volumen bajo el título de Albertina desaparecida, que es el que figuraba en la primera edición francesa completa, en dieciséis volúmenes, que realizó la Nouvelle Revue Française para enmendar el grave error que cometió Gide al rechazarla primeramente, y que a juicio de Samuel Bekett, (así al menos lo expresa este autor en la nota liminar que aparece en su estudio sobre Proust) se trata de una edición literalmente abominable. The references are to the abominable edition of the, in sixteen volumes.

En cualquier caso, si es cierto que la estructura de la obra, una vez que se ha llevado a cabo una primera lectura, permite que se la relea siguiendo un orden que puede incluso llegar a ser el inverso, parece una obviedad que empezar por el primer volumen es lo recomendable. Y no solo porque esta fórmula responde al deseo y la intención del autor, siendo el orden en que fue apareciendo publicada, sino porque en el primer volumen, Por el camino de Swann, el lector se sumerge en el universo no solo más poético y sensitivo de Proust, sino también -aunque quizás sea esta una opinión demasiado subjetiva- en el Proust más feliz. Pero además, porque en este volumen se enuncian y se presentan todos los temas que irán desarrollándose a lo largo de la obra, así como el sistema poético que utiliza Proust, (el uso de la metáfora como forma de superar, de ir más allá de la inmediatez con que se nos presentan los datos en el lenguaje de las sensaciones) y porque las nociones y los temas que en él se tratan, muchos de ellos cotidianos, son de fácil comprensión para un lector al que solo se le pide que mantenga la necesaria atención.

Con todo, el sentido pleno del libro, considerando los siete volúmenes como una gran unidad, no aparece hasta el último de los volúmenes, El tiempo recobrado. Se expone en este, el método conforme al cual se establecen las claves interpretativas de la obra y el modo de proceder para alcanzar el objetivo planteado por su autor: el camino a las esencias que solo la memoria involuntaria puede desvelar, es decir el ascenso/descenso hacia la verdad que persigue la obra de arte y que es en cierto modo una verdad que permanece platónicamente inmutable y a salvo de los efectos destructivos de la temporalidad en la que se desarrolla la vida.
Los otros cinco volúmenes, que no son en modo alguno del todo independientes, pues son múltiples los envíos, que desde cualquiera de ellos se dirigen entre sí, se despliegan según un orden interno que lleva al narrador, protagonista de la novela, a discurrir por los mundos en que este va a desenvolverse, y cuyo sentido existencial solo se le hará claro cuando en el último volumen, por medio de una aprehensión lúcida e inequívoca de la inteligencia, no solo comprenderá la forma en que desde su infancia ha ido construyendo su vida, sino la que, en lo sucesivo, por medio de la renuncia a la vida mundana y una dedicación exclusiva a la literatura, va a determinarla.

Pero ¿Qué es la Recherche, de qué trata propiamente, qué sentido tiene esta novela que impulsó a Proust a retirarse igual que si fuera un monje para escribir un millón y medio de palabras y que según sugiere Michel Schneider, se escribe porque nadie escucha, en su libro Maman, Proust pudo haberse visto motivado a escribirla por el sentimiento de abandono que arrastró toda su vida a causa de su relación con la madre?

Es común que si no se le ha leído todavía pero sí se ha oído hablar de él, se piense en la anécdota de la magdalena. Quien no sabe nada de su obra, sabe al menos que un día este escritor al saborear una magdalena mojada en el té, recordó de pronto toda su infancia. Así relatado, este acontecimiento, no deja de ser una simplificación del episodio que se describe en el primer volumen, pero es un hecho que es de dominio público. Casi tanto como que el Quijote enloqueció de tanto leer y que Sancho Panza tendía a la gordura.

Otra de las características, más o menos divulgada, acerca de su estilo, es que este puede requerir más de treinta páginas para explicarnos las dificultades del protagonista para conciliar el sueño. La malicia que encierra esta caracterización, que insinúa que se trata de una obra en la que no pasa casi nada y que por ello ha de resultar aburrida, puede que se deba al hecho de que cuando Proust buscaba un editor para su obra, Alfred Humblot comentara al respecto: Quizás sea yo tonto de remate y totalmente insensible, pero por mucho que me esfuerce no puedo comprender que un tipo necesite treinta páginas para describir las vueltas que da en la cama, antes de caer dormido.

Pero vuelvo a la pregunta. ¿Qué es la Recherche? ¿De qué trata? Según lo expone Roland Barthes en su ensayo Proust y los nombres, esta novela es la historia de una escritura que se desarrolla en tres actos o como también él dice, tres desilusiones.

Personalmente no me atrevo a asegurar que esta apreciación última esté justificada ya que, solo desde un entusiasmo vital extraordinario, puedo concebir que alguien renuncie a seguir viviendo como lo ha hecho hasta entonces, para consagrarse íntegramente a convertir lo que tuvo su origen en un mero accidente de la biología, en una forma de destino, es decir, que se disponga convertir su vida en un libro. O dicho con otras palabras a convertir el azar en necesidad.

Voy a seguir no obstante, y un poco a mi manera, según me convenga, el esquema de Barthes, pues va a resultarme útil para presentar lo que quiero exponer. Desde esta perspectiva, según la cual la Recherche es la historia de una escritura, en el primer acto se enuncia fundamentalmente la voluntad de escribir, motivada por el placer y la admiración que el protagonista de la novela siente sobre todo por la obra de Bergotte, (escritor que frecuenta la casa de Swann, amigo de la familia) y la alegría relativa que le procura haber sido capaz de describir los campanarios de Martinville en un intento por penetrar la fascinación que en un momento determinado, le produjo verlos.

En el segundo acto la acción se desarrollaría a partir de la impotencia para escribir que experimenta el narrador, provocada por las grandes dificultades que se le presentan, no solo para encontrar un tema de altura que le merezca el esfuerzo, sino también su insensibilidad creciente frente a la naturaleza que le hace imposible disfrutar de la belleza de la que había gozado en otro tiempo. Esta insensibilidad quedaría reflejada al inicio del Tiempo recobrado, en un pasaje en el que el protagonista vuelve de visita a Combray, el espacio mítico de su infancia, a partir del cual cristalizará toda la novela: ¿Cómo no iba a sentir más vivamente aún que antaño, camino de Guermantes, el sentimiento de que nunca sabría escribir, al que se sumaba otro, el de que mi imaginación y mi sensibilidad se habían debilitado, cuando vi la poca curiosidad que me inspiraba Combray? ¡Qué estrecho y qué feo me parecía el Vivonne junto al camino de sirga (…) Otra de mis sorpresas fue ver las fuentes del Vivonne, que yo me figuraba como algo tan extraterrestre como la entrada de los infiernos y que no era más que una especie de lavadero cuadrado del que salían burbujas.

Por último llegaríamos al tercer acto, que como bien ha advertido Barthes, se desarrolla después de que el protagonista ha tocado fondo, cuando este acaba renunciando a la escritura dada su nulidad para alcanzar un lugar destacado en el mundo de las letras. No es ningún secreto que durante mucho tiempo, al igual que le ocurre al narrador de la novela, Proust sufría debido a una falta de confianza en sus capacidades como escritor. Este tercer acto lo ocupa el tiempo recuperado y se produce a partir del momento en que de forma casi encabalgada, le suceden al narrador tres episodios que resultarán trascendentales. Tres episodios que están relacionados con otros semejantes que ya se le habían presentado en otros momentos de su vida pero a los que entonces, no les había dedicado el suficiente cuidado. Estos episodios tienen que ver con la serie de reminiscencias que sorprenden al narrador en la biblioteca del hotel de Guermantes. Lo característico de todos ellos es que las reminiscencias se le presentan de forma inesperada, espontáneamente, proporcionándole una felicidad extraordinaria, debida al hecho de haber descubierto una verdad que hasta aquel momento permanecía velada.

He aquí cómo se prepara el momento en el que una tras otra irán apareciendo las tres epifanías principales, todas ellas vinculadas a las sensaciones que le producen, por un lado, el desnivel de unas baldosas que lo transportan al baptisterio de San Marcos en Venecia, donde tiempo atrás pisó dos baldosas desiguales, el ruido que provoca un criado al hacer chocar una cuchara contra un plato, y la rigidez de una servilleta que el protagonista se lleva a la boca para limpiarse: Rumiando los tristes pensamientos que decía hace un momento, entré en el patio del hotel de Guermantes y en mi distracción no pude ver un coche que avanzaba; el grito del wattman solo me dio tiempo para apartarme bruscamente, y retrocedí lo bastante para chocar sin querer contra el pavimento bastante desigual tras el cual estaba la cochera. Pero en el momento en que rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaran un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión. La felicidad que acababa de sentir era, en efecto, la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces. La diferencia, puramente material, radicaba en las imágenes evocadas.

Se trata de un momento clave para el desarrollo del tercer acto, pues el narrador, que ha decidido enseñar todas sus cartas, pasa a exponernos su teoría sobre la literatura; el lector puede comprobar que se trata de la teoría conforme a la cual, el escritor ha construido su obra. A continuación, el narrador comunica que ha tomado la decisión de aplicarse sistemáticamente a explorar el sentido de su existencia a través de los signos por medio de los cuales esta se le ha ido mostrando; decisión que al mismo tiempo hará que se determine de una vez por todas a emplear los años que le quedan de vida a escribir esa obra única que le estaría destinada a todo gran escritor. Porque los grandes literatos no han hecho nunca más que una sola obra.

Lo asombroso, lo que resulta paradójico para mí en ese gesto, es que acaba provocando, igual que si se le diera la vuelta a un guante, una inversión del sentido del tiempo vivido. Pues desde ese momento, la pereza, el tiempo perdido, en su acepción literal, la errancia y el vagabundeo espiritual por el amor y los salones, se le aparecerá al narrador como obedeciendo a un plan determinado; o dicho de otra manera: el sentido de su pasado es vivido en ese instante como el efecto causado por su propia determinación. Pues si la comprensión habitual y científica de los fenómenos nos ha hecho considerar que la dirección del tiempo se mueve desde el pasado al presente para llegar así al futuro, después de esa experiencia privilegiada, a la que se entrega el narrador, el instante en que se lleva a cabo la determinación de convertirse en el escritor que siempre ha deseado ser, será el que determine su pasado, confiriéndole de esta forma un sentido que nunca antes podía haber imaginado. Nietzsche y la teoría del eterno retorno, así como las implicaciones éticas que la acompañan, más allá de las críticas que Proust manifestó a partir de un momento por un filósofo al que admiró en la época en que escribió Los placeres y los días, se cuelan inesperadamente en la novela.

II

He planteado qué es la Recherche, y valiéndome, al empezar a escribir, de Roland Barthes, creo haberme aproximado a lo que sería una respuesta. Pero la Recherche es también una peculiar y compleja novela de aprendizaje, tanto como un viaje iniciático.

En una carta escrita a Antoine Bibesco, le comunica Proust: Ahora que por primera vez tras este largo letargo, he dirigido la vista hacia los pensamientos que albergo en mi fuero interno, comprendo cuán vacía ha sido mi vida y veo a cientos de personajes novelescos y miles de ideas que me suplican que les dé cuerpo, como fantasmas homéricos que piden a Ulises los sorbos de sangre que pueden darles la vida.

Por lo que atañe a la consideración de la novela como novela de aprendizaje, el propio Proust apunta en esta dirección al señalar las diferencias entre el narrador protagonista de su novela y Werter en un momento en que aquél se halla inmerso en el análisis de su relación con Albertine, análisis que se extiende por los volúmenes quinto y sexto de la obra. Los tres estadios vitales que recorren el libro a lo largo del aprendizaje serían los siguientes.

Uno: donde el narrador, siendo todavía un niño, experimenta la voluntad de ser que le impone el deseo, siendo el caso que ha de contentarse con el amor que es capaz de despertar en su madre. Este asunto, que se elabora sobre todo en Combray, la primera parte de Por el camino de Swann, vuelve una y otra vez convirtiéndose en una de las razones que explicarían el porqué de los fracasos amorosos que va conociendo el narrador a lo largo de la novela. En el contexto de la obra, se trata de un momento que se materializa bajo circunstancias precisas: siendo el narrador todavía un niño, este se queda esperando el beso de buenas noches de su madre; beso que mientras lo espera, temiendo que no llegue, él sigue en la cama sin poderse dormir, sintiendo como si estuviera a punto de suspender su existencia. Murmuré sin querer estas palabras, que no oyó nadie: estoy perdido.

Se trata, sin duda, de un episodio necesario, de capital importancia, no solo para la historia que se cuenta, sino para la vida del autor, pues no puede ser casual que ese tema del beso que se espera y no llega, Proust lo haya tratado, además de en la Recherche, en otras tres ocasiones: en Jean Santeuil, y en dos relatos que forman parte de Los placeres y los días.

Un segundo momento o estadio vital del aprendizaje sería el que hace referencia a la impotencia y al fracaso que vive el protagonista al constatar que la pérdida de ese amor, de claros tintes incestuosos que se ve obligado a reprimir, lo arroja inevitablemente a la intemperie, fuera del hogar, hacia los Campos Elíseos, donde la falta y la carencia de besos de la madre, (una madre que en la percepción del joven narrador se muestra tan insensible que es capaz de hacerlo casi todo por impedir que otras fuentes de cariño puedan suplir su carencia) es sustituida por la expectativa de felicidad que una adolescente, que los frecuenta en compañía de su niñera, le despierta. Se trata de Gilberta, la hija de Swann (espejo en el que el joven narrador verá reflejado más adelante su propio fracaso amoroso). Esta relación que no obstante no acaba de ser del todo satisfactoria, como por lo demás no llegan a serlo ninguna de sus relaciones amorosas al darse el caso de que el narrador, afectado de un síntoma característico del amor romántico, como subraya Painter no ama a una persona sino a un ideal, a un deseo personificado, y una proyección del propio ser, lo llevará a penetrar más adelante en el mundo de las muchachas en flor y así hasta introducirse en el gran mundo de los salones, que si bien le resulta frívolo e incomprensible al principio (tantos son los signos que hay que descifrar), ha de conquistar necesariamente si quiere ver satisfechas sus aspiraciones.

No es un asunto menor que los mundos por los que se mueve el protagonista sean diversos, dado que lo que permite descifrar las claves por donde discurren cada uno de estos mundos, son distintas. Cada uno tiene su propio código que ha de descifrarse. Pues todo en ellos remite a otra cosa que no es clara en primera instancia. Respecto a la multiplicidad de señales que el protagonista ha de desentrañar, en su obra Proust y los signos, Deleuze ha escrito: El primer mundo de la Recherche es la mundanidad. No hay medio que emita y concentre tantos signos, en espacios tan reducidos y a una velocidad tan grande. De forma que la tarea del aprendiz consiste en comprender por qué alguien es recibido en determinado mundo, por qué alguien deja de serlo, a qué signos obedecen los mundos, cuáles son sus legisladores y sus sumos sacerdotes.

Dice el narrador a propósito de su conocimiento temprano de Albertine: Mi exceso de sabiduría tocante a la vida iba a dar provisionalmente en el agnosticismo. ¿Qué puede uno afirmar toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso enseguida y resulta en tercer lugar verdadero?

Porque el narrador, (al igual que le ocurría a Swann) ante la posibilidad de que las hipótesis que se plantea sean erróneas, o las observaciones insuficientes, no se detiene, y contrariamente, sigue insistiendo en un movimiento dialéctico negativo, para el cual el descubrimiento de dos mentiras consecutivas sobre una misma cuestión no se traduce en una síntesis positiva, una experiencia de la verdad, sino que solo muestra cuán lejos de ella se encuentra el sujeto que la busca. Los personajes que nos fascinan, por los cuales sentimos admiración no se agotan, nos trasladan a su mundo, constituyen por ellos mismos, un mundo.

En relación con los diferentes espacios por los que el protagonista de la novela ha de transitar, Deleuze ha destacado fundamentalmente cuatro mundos: el mundo de los salones, el mundo del amor, el mundo de las impresiones o de las cualidades sensibles y el mundo del arte. Según yo lo veo, el mundo de las cualidades sensibles resulta especialmente importante para Proust porque está implicado en las reminiscencias o epifanías y son estas en cierto modo las que preparan la ocasión para el arte, igual que el eros platónico es una condición previa para captar la idea de la belleza. De modo que ser sensible a las señales que emite este mundo es el primer requisito para que el arte se produzca, ya que sin esta sensibilidad el arte perdería el suelo material que lo soporta. Por lo demás, el mundo del arte es sin duda el único que permite extraer, de sus manifestaciones, una verdad esencial que supere el conocimiento derivado tanto de meros principios, como ocurre con la filosofía académica, como de las hipótesis de la ciencia en su aproximación a la realidad; siendo estas disciplinas, expresiones del espíritu con las que, según yo creo, Proust quiere marcar distancias.

Así, el mundo del arte es un mundo transversal que recorre la obra desde el primero hasta el último volumen, como un río subterráneo, igual que ocurre con la frase musical de Vinteuil. Y por la potencia que despliega, resulta el único capaz de dar unidad al conjunto. Desde la admiración que manifiesta el narrador por Bergotte al principio de la obra pasando por la pintura de Elstir y la escucha del septuor de Vinteuil en La fugitiva, donde el narrador nos da las primeras claves para interpretar su novela, hasta el final donde se hace tema explícito de su significado, el arte está siempre presente. Pues en la literatura y el arte la capacidad para descifrar los signos es determinante si es que en el mundo a la postre se ha de reconocer un sentido. La crítica al realismo simplón que lleva a cabo Proust en El tiempo recobrado sirve de ejemplo para mostrar que es éste un camino inútil, errado y vacío que lo convierte en el mejor de los casos en un esfuerzo redundante; si bien, por el efecto de distanciamiento que le exige, le permite confluir con espíritus más afines, como Nerval en Silvie…

El tercer momento o estadio vital, es por último aquél en que podemos considerar que la ambición del “héroe” se ve cumplida, si bien la recompensa, el éxito al fin logrado, no está libre de amargura. Ello se debe a que desde el momento en que el protagonista acaba descubriendo que aquello que ha perseguido desde su infancia, el “reconocimiento del otro” (sea este “otro” entrar definitivamente en la historia de la literatura o llenar el vacío de amor de una madre nunca suficientemente presente), acabará contrayendo un compromiso de renuncia tan severo con la mundanidad, como no había podido imaginárselo nunca el pequeño Marcel: Se escribe porque nadie escucha, efectivamente, como ha escrito con gran acierto Michel Schneider.

En tanto viaje iniciático, este se configuraría como un viaje a través del mito y de los años que cubre el espacio y el tiempo que van desde la expulsión del paraíso (simbolizado sobre todo por el paisaje de Combray con que se inicia la novela, donde el narrador descubre los dos caminos por donde conducirá su vida, el que le conduce a Swann y el que le conduce a Guermantes) hasta el momento en que pasados los años, el narrador regresa de nuevo a Combray, para tomar conciencia, (antes de que su verdadero destino le sea revelado), no solo de que allí no le espera nadie, sino que como ya se indicó, nada le dice nada, porque en ese proceso de ida y vuelta se ha vuelto incapaz de oír.

Y así como, en un tiempo pasado, en su vida se llegaron a producir ciertas reminiscencias que le brindaron la ocasión de trascender la inmediatez de las sensaciones, la magdalena, los campanarios… etc, ahora en cambio, el protagonista está totalmente preso de ellas, hechizado por lo que se muestra meramente a los sentidos, o lo que de ellos arrastra su memoria incapaz, presa del vano recuerdo. De modo que la vuelta a Combray, la patria del origen, solo le ofrecerá la cruda verdad de que los únicos paraísos son los perdidos.

Y es que la obra de Proust es sobre todo y fundamentalmente, una larga y minuciosa búsqueda de la verdad, que arrastra al protagonista, que ha de ir superando prueba tras prueba para ver cumplida su aventura, desde la búsqueda del ideal, al triste lodo; pues esta exploración es un desciframiento de la verdad oscurecida, alterada, desfigurada por las contingencias a las que se encuentra sometida la vida de su narrador. Dado que para Proust no existe otra verdad que la del individuo concreto que no se contenta con lo que de antemano le ofrece la vida, que no casa con lo establecido y se atormenta inquiriendo mientras sufre, porque la respuesta que podría apaciguar su ansia no le llega. Yo no sé y dudo que nadie llegue a tener la certeza, de si eso que no llega, fue efectivamente el beso de mamá que se insinúa en la obra de Michel Schneider u otra ansia más originaria a la que el beso le prestó dolorosamente su carácter de símbolo.

Querría detenerme aún en el concepto de verdad que maneja Proust y que, a mi modo de ver, por la forma en que lo describe, me recuerda tanto al concepto de verdad de Platón, aletheia, para el cual la verdad era ya una especie de desvelamiento, de descubrimiento en el sentido casi literal de la palabra; como sería el retirar las sábanas para ver el cuerpo desnudo que ocultan. Efecto de descubrir lo que se ha cubierto, de eliminar la sucesión de capas que se interponen entre el sujeto y la realidad, impidiendo que esta realidad, la realidad verdadera que retiene su esencia, se experimente, para que desde la oscuridad, surja la luz como la maravilla del relámpago; aunque solo dure un instante antes de que se produzca de nuevo su ocultación, la degradación del hábito y la costumbre, la inercia que acompaña inevitablemente a la vida en su manifestación empírica y fenomenal, antes de que esta corra de nuevo por entre los surcos del tiempo…

III

… el amor, los celos, la escritura, como ya se ha visto, el fracaso, la frustación… los sueños, tan denostados en la literatura actual… el sueño, el tiempo perdido… ¿Por qué entonces ese título, En busca del tiempo perdido? ¿No habría sido más correcto decir que la Recherche es una historia sobre la verdad del tiempo, ese monstruo de dos cabezas, de condena y salvación como lo definió Samuel Bekett, ya que si no podemos negar que la obra es una búsqueda de la verdad, tampoco parece admisible pensar que esa verdad sea ajena al tiempo? ¿Es absurdo pensar que para Marcel Proust, al igual que para su narrador, el tiempo sea la espuma que baña las costas que lo mantienen aislado en el espacio mítico que él ha construido?
En cualquier caso, cabría precisar qué sentido puede tener en la obra la expresión el tiempo perdido.

Porque el tiempo perdido es el tiempo que ha pasado, el tiempo que hemos ido dejando atrás, pero también el tiempo que se desperdicia sin hacer nada, el tiempo que se ha invertido en los salones, en la frivolidad del amor y los celos, en las mentiras, ese tiempo que solo la obra de arte, al recuperarlo, convertirá en ganancia, aunque el narrador hasta que llegue ese momento no comprenda su finalidad ni le de valor e importancia.

Tal como pregunta Deleuze: ¿por qué hay que perder el tiempo, ser mundano, enamorarse más bien que trabajar y realizar obras de arte? Proust se encargará de hacer que en El tiempo recobrado, el narrador responda: Entonces surgió en mí una nueva luz, menos resplandeciente sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el tiempo perdido. Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados en mí sin que adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano, poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta. Lo mismo que el grano, podía yo morir cuando la planta se desarrollara y resultaba que había vivido para ella sin saberlo.

Una luz que, por no haberse producido en la época en que Albertina fue su prisionera, ante estas palabras de Francisca: ¡Ah, si el señor en lugar de esa chica que le hace perder todo el tiempo, tuviera un pequeño secretario bien instruido que arreglara todos los papelotes del señor! (…), ese mismo narrador llegó a plantearse si Francisca no tendría razón, pero que ahora en cambio, le permite responder: Albertina haciéndome perder el tiempo, causándome pena, quizás me fue más útil desde el punto de vista literario, que un secretario que me arreglara los papelotes. (.…) Sin creer ni por un momento en el amor de Albertina, veinte veces quise matarme por ella, por ella me arruiné, destruí mi salud. Cuando se trata de escribir, somos escrupulosos, miramos muy de cerca, rechazamos todo lo que no es verdad. Pero cuando se trata de la vida, nos arruinamos, enfermamos, nos matamos por mentiras. Verdad es que solo de la ganga de esas mentiras podemos extraer (si ha pasado la edad de ser poeta) un poco de verdad.

Visto lo anterior, lo que no es la Recherche, es una búsqueda del tiempo perdido en el sentido en que a veces, ingenuamente, utilizamos esta expresión, como cuando desearíamos volver atrás con la esperanza de enmendarle la plana al tiempo. Es decir como cuando pensamos en el pasado como si el tiempo no hubiera transcurrido. No es posible esta aproximación y es absurdo plantearla porque el mundo en el que se ha vivido, de cuya carne forma parte también su espíritu, ha ido envejeciendo con nosotros. Es su efecto el que provoca esa dolorosa insensibilidad del narrador, ante la belleza de Combray, a su vuelta.

Beckett lo explica también con palabras muy rotundas: No hay escapatoria posible de las horas ni de los días. Tampoco del mañana ni del ayer. No se puede huir del ayer porque el ayer nos ha deformado y ha sido deformado por nosotros, forma parte de nosotros, se encuentra dentro de nosotros. Y Deleuze: porque el tiempo para hacerse visible busca cuerpos. O si se quiere: no podemos volver atrás porque mucho antes de que tengamos conciencia de sus efectos, el diente del tiempo ha empezado a roernos, somos sus víctimas. La imagen de Saturno devorando a sus hijos guía en este viaje toda la reflexión de Proust.

Nabokov ha escrito a su vez que las ideas fundamentales de Proust acerca del fluir del tiempo giran en torno a la evolución constante de la personalidad en términos de duración. Lo que viene a significar que la persona, al igual que el tiempo, no es divisible en partes, como tampoco lo es el tiempo en instantes, sino que forma un continuo igual que lo formaría un cuerpo de estructura elástica, por poner un ejemplo, que al estirarse se contiene íntegro durante su recorrido o, en un sentido diferente, una bola de nieve que engorda a medida que se arrastra. El concepto de duración es un concepto que cabe atribuírselo a Bergson, y acaso no sea extraño que Proust lo utilice, pues fue en su juventud, (cuando todo cala más profundamente y se funde confundiéndose el pensamiento propio con el ajeno) cuando Proust estudió su filosofía, más o menos por la misma época en que admiraba el pensamiento de Nietzsche, antes de que le atribuyera a este último demasiada estima por la inteligencia, llevándole en consecuencia a mantenerse en guardia frente a su filosofía.

Esta personalidad que dura en el tiempo, siendo muy dinámica, se mantiene siempre actual, de forma análoga a como ocurre con el inconsciente freudiano. Y aunque no muestra en primera instancia más que el aspecto superficial que suele identificarse con la conciencia, es clave en la concepción psicológica de Proust; ya que aunque se produzcan en ella cambios que pueden ser decisivos para comprender la dirección que adopta su movimiento a lo largo de su evolución, no deja de ser una y la misma.

Hay que señalar que este concepto de duración, tal como es elaborado por Proust, ciertamente a su manera, también resulta indispensable para entender su idea del arte, así como la función que tiene su literatura, que no es otra que extraer de la profundidad del sujeto, por medio de una forma bella que sea accesible a la inteligencia, los contenidos esenciales que constituyen su verdadera realidad, oculta y silenciosa para la conciencia. Nuestro yo está hecho de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esa superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Se producen perpetuamente levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos. Estos estratos antiguos que contienen asimismo vivencias esenciales que en ocasiones llegan a aflorar, son los que irrumpen inopinadamente en la conciencia, de forma azarosa y espontánea, provocando que se produzca en el individuo, la reminiscencia que viene a acompañar a la verdad que debe desvelar el arte.

Ahora bien, qué elementos sean esos que se mantienen idénticos e inalterados en lo más profundo de la persona, que son capaces de atravesar la capa protectora de la conciencia, exige de ellos que su existencia se mantenga independiente de la voluntad. De nuevo Beckett lo ha dicho con gran precisión: Solamente existe una impresión real y una forma adecuada de evocación. No tenemos el menor control sobre ninguna de las dos.

Sin gran esfuerzo argumentativo, Proust viene a sugerir que esos levantamientos que hacen aflorar a la superficie estratos antiguos solo son posibles cuando la cadena causal que enlaza todos los fenómenos se rompe. Dicho de manera coloquial: cuando se olvidan ciertas experiencias que no se integran en el ordenamiento habitual que impone el tiempo, tal como este es concebido cuando se organiza una agenda.

Aupado sobre los pertrechos de la psicología moderna de la percepción y con una astucia digna de Ulises, Proust se apropia del mito platónico según el cual las almas, antes de reencarnarse, beben las aguas del letheo, el río del olvido; se explica así por qué para que se produzca la reminiscencia hay que olvidar primero.

Entonces se da el caso de que, cuando no se olvida nada, no hay posibilidad de descubrimiento, de desvelamiento de las esencias tal como estas fueron vividas, experimentadas originalmente. Todo encaja. El olvido es pues la condición de posibilidad para el recuerdo. Al mismo tiempo puede entenderse por qué la memoria voluntaria no sirve. De acuerdo a la ley de la causalidad, la memoria se remonta en el tiempo hacia atrás desde un yo que es otro diferente de aquél que fue y en consecuencia modifica el recuerdo, lo banaliza, lo presenta en su indiferencia.

Como le ocurre al propio narrador cuando, al visitar las fuentes del Vivonne, que él recordaba mágicas, después de seguir el curso del río, se encuentra con que lo que tiene ante los ojos no es más que una especie de lavadero con burbujas, porque él ya es otro. Porque sus ojos que ven ahora son otros que los ojos que en el pasado vieron.

Existe, no obstante, algo oculto necesariamente, que es idéntico en esas experiencias que se han producido al azar (ni el narrador ni Proust, han ido a buscar las baldosas de forma expresa) y eso oculto es hacia lo que apuntan las dos sensaciones que se hallan implicadas, la original y la que la despierta de nuevo. Platón y Schopenhauer lo habrían llamado Idea.

Proust fue consciente desde el principio de que todo cambia y de que nada permanece. No podemos detener los efectos del tiempo, no podemos volver atrás, lo hecho, hecho está, y el paisaje y las cosas envejecen igual que envejecemos nosotros, los afectos se desgastan y las ilusiones se pierden. Ahora bien, el tiempo actúa sobre el campo fenoménico. Y lo que persigue, Proust, al igual que lo que persiguió en su día Platón, por citar únicamente a su mayor inspirador respecto a este asunto, es superar los fenómenos encaramándose por encima de ellos hasta el mundo de las ideas, que es el único que permite comprender, trascender las apariencias sensibles. Kant no dudó en afirmar que este deseo, lícito, en tanto anhelo del pensamiento humano, era una imposibilidad metafísica y desde entonces muchos filósofos entre los que no se encuentran ni Schopenhauer ni Bergson, aceptaron su sentencia.

No obstante, los descubrimientos sucesivos que han tenido lugar en la mente de Proust, lo predisponen a pensar que esa tarea sí es posible. Al igual que el narrador de la Recherche, (pues a estas alturas uno y otro se confunden completamente), Proust sostiene que algunas experiencias sensitivas guardan su esencia bajo los pliegues de la conciencia estratificada. Y esa experiencia sensitiva, paradójicamente, es accesible y recuperable.

Dado que la característica esencial de la vivencia original al repetirse es desvelar un mundo que se hallaba contenido en la primera impresión que de él se tuvo (como se ha dicho siempre entran en juego dos impresiones, la original y la que permite la evocación), la estrategia a seguir no ha de permitir que las representaciones de la memoria común y voluntaria se confundan con las esenciales, pues la memoria voluntaria es impotente; sólo a través de la memoria involuntaria puede ser capturada la esencia de un golpe, en su estructura, en una gran intuición. Porque más allá de la visión interesada que proporciona el hábito, mientras la atención baja la guardia y hace pensar que acaso se haya instalado en ella el aburrimiento, esas capas superpuestas, esos plegamientos elásticos de la conciencia pueden empezar a relajarse.

No cabe plantear si esa experiencia pudo verse afectada o no por el tiempo, pues se ha fijado idéntica en los estratos más profundos e inaccesibles para la voluntad, e igual que en una gota de ámbar el insecto, aprisionado en ella, desafía a la corrupción, la impresión original sigue a salvo, viva, como dormida, esperando a que un azar la despierte.

En su Proust, Beckett llegó a contabilizar hasta once de esas experiencias puras a lo largo de la Recherche, aunque nos advierte que se podrían considerar otras, si bien no de forma tan pura; como si estas fueran piedras preciosas sin pulir, de inferior valor, útiles porque su sentido es despejar el camino hacia a la intuición para que esta llegue a reconocer los diamantes verdaderos.

Ciertamente, esas esencias son portadoras de cada uno de los mundos a que hacen referencia, igual que ocurre con las mónadas que descubrió Leibniz, son puntos de vista originales, únicos, que expresan desde su diferencia la totalidad del universo. Sin puertas ni ventanas las imaginó Leibniz, igual que dos siglos después lo admitiría Proust al describir al hombre como la criatura humana que no puede salir de sí misma.

Por eso, Por el camino de Swann contiene ya toda la novela. Se encuentran en este volumen todos los jalones que permiten transitar por ella y que poco a poco van desplegándose. Igual que en la magdalena empapada en la infusión de té, que aquí aparece por vez primera, se encuentra todo Combray con los dos caminos que simbolizan los nombres de Swann y de Guermantes, y que conducen a Odette y a Gilberta, al salón de los Verdurin, y a la música de Vinteuil, tan próximo, sin saberlo, al oscuro mundo de Gomorra, cuya realidad intuye el narrador al despertar casi de noche, de una siesta en un talud entre matorrales; a la princesa de Guermantes y a las muchachas en flor, a la esencia de Balbec que aparecerán en el segundo tomo, y a través de ellas a Albertine, a Roberto de Saint Loup, a Charlus y así sucesivamente hasta englobar la totalidad de ese mundo que es la obra única que escribió Proust.

Proust quiso conciliar a Platón con el irracionalismo, igual que en el ámbito estricto de la filosofía, al final de su turbulenta vida también se lo propuso Nietzsche, el más feroz crítico del filósofo griego. También reunió en un mismo escenario a Leibniz, a Schopenhauer y a Bergson sin citarlos, por cortesía con el lector. El artista que fue Proust así lo exigía. Así como hace con Descartes, (el filósofo tal vez menos proustiano que ha dado la historia de la filosofía, su antípoda en el plano intelectual) cuando en la larga disquisición en que el autor de la Recherche expone paso a paso los momentos por los que se ha ido concretando su aprendizaje intelectual, su particular Discurso del método, como irónicamente lo llamó Beckett, llega a ofrecerle de esta manera indirecta, su reconocimiento.

Sin duda fue Proust un hombre generoso. Sabía que lejos del arte, la realidad y la vida son una cosa fugaz y triste, absurda y dolorosa y acaso por ello no sea erróneo pensar, que esta fue otra de las razones por las que escribió si no la más grande novela del siglo XX, sí una de las más extrañamente bellas.

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La lección del maestro

16 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Henry James, Javier Marias, Kant, Maurice Blanchot, Michel Foucault, Milita Molina, Ortega y Gasset, Schopenhauer, William James

De Henry James ha escrito Javier Marías que se volvió oscuro a fuerza de buscar la claridad. La más simple pregunta a una criada duraba en su formulación un mínimo de tres minutos, tal era su puntillosidad con la lengua y su horror a la inexactitud y al equívoco. Pero lo que sería un rasgo de carácter y una cualidad del estilo de sus novelas, llegó a ser interpretado por su hermano William (tal y como éste se lo hace saber en sus cartas) como una detestable y sombría ambigüedad, una falta de vocación por hacerse entender lisa y llanamente. El filósofo, que fue el autor de Las variedades de la experiencia religiosa, y se ocupó de lo vago y vaporoso, hasta el punto de afirmar que todo es sombra, le reprochó a su hermano Henry (lo cual no deja de ser una paradoja) que se alejara de lo sólido, que sus historias se acabaran diluyendo siempre  en la arena.

En una introducción a los Prefacios de Henry James que éste había escrito para la edición de Nueva York de sus Obras completas, Milita Molina recoge una frase que ilustra bien la falta de comprensión y el rencor velado del hermano al respecto: Has inventando un nuevo género, el de no contar historias. Henry James es uno de los autores menos complacientes y efectivamente uno de los más ambiguos e intrincados de la historia de la literatura, tanto por lo que concierne a la construcción de sus tramas, como en el modo en que retuerce sus frases mientras las va desplegando, hostigando el deseo, sin permitir que éste se satisfaga en ningún momento, nutriéndolo de esperanzas cuyo cumplimiento se acaba viendo siempre postergado.

¿Pero es cierto que lo hacía, como aseguraba el hermano, movido por una voluntad decidida de no hacerse entender? Si pensamos en la proposición de Ortega y Gasset, la claridad es la cortesía del filósofo, y se diera el caso de que Henry James se hubiera dedicado a la filosofía, se podría decir sin rodeos que este hombre que, al decir de Javier Marías, podía olvidarse de que tenía invitados a comer que lo esperaban sentados a la mesa, mientras él seguía trabajando, fue un hombre descortés. Ahora bien, Henry James no fue nunca un filósofo, aunque cabe considerar que recogió el testigo allí donde la filosofía había decidido abandonarlo. Yo creo advertir en este novelista a uno de los últimos metafísicos; dispuesto a soportar las críticas que lo presentan, por este motivo, bajo una exagerada y desconsiderada reserva hermética.

Henry James estableció una distinción que ayudará a comprender lo que estoy sugiriendo: Lo real es aquello que podemos conocer (no explicita el cómo, ni en qué medida, ni hasta qué punto pueda ser luego comunicado), lo romántico aquello que jamás podemos conocer directamente. Lo que dicho, en otros términos, no es sino una trasposición adaptada a su manera, de dos conceptos filosóficos que tienen un origen kantiano. De un lado el fenómeno, lo que se muestra, lo que se puede conocer, (que Henry James prefiere llamar lo real y yo prefiero, como Schopenhauer, llamar representación); del otro, el noumeno, la cosa en sí, lo real incognoscible (que él identifica con lo romántico).

De este modo y si es correcta mi interpretación, resultaría que Henry James estuvo interesado por la metafísica si por real tenemos en cuenta el núcleo impenetrable de lo romántico del que solo pueden detectarse señales, signos que apuntan más allá de ellos mismos, pudiéndose confundir a veces con un secreto que hay que desvelar, o la existencia de fantasmas que, igual que ocurre con los mitos ancestrales, siempre vuelven, con el botín que se encuentra entre Los papeles de Aspern, de cuya existencia, según subraya Milita Molina, nadie puede dar fe.

En su apariencia inmediata Otra vuelta de tuerca es una historia de fantasmas. Pero esos fantasmas actúan sólo de pantalla donde se proyectan ciertas obsesiones, ciertos temores profundos. Son un supuesto, un postulado en el que hay que creer (la historia debe ser contada con suficiente credibilidad por un espectador, un observador exterior, escribe en sus notas Henry James) para que lo real, lo romántico, pueda vislumbrarse. En la Crítica de la razón pura Kant distingue claramente entre conocer un objeto y pensarlo. A diferencia de la lógica o la teoría del conocimiento, la metafísica consiste en pensar eso que no puede ser conocido porque se sustrae por definición a las condiciones de toda experiencia fenoménica.

Milita Molina en esa introducción a la que ya me he referido antes mantiene que toda la obra de Henry James está al servicio de la operación realizada en esta novela. Es la forma en que la imaginación del hombre escindido interiormente en dos espacios culturales (vivió en Inglaterra ininterrumpidamente durante casi cuarenta años y poco antes de morir escribió: No sé cómo hubiera sido mi vida si me hubiera quedado en América, pero seguramente hubiera sido menos ambigua) puede cerrar esa herida a través de la fantasía que el lenguaje de la literatura emancipa, al ser ésta una de las posibilidades que ofrece.

La narradora, dice Maurice Blanchot, a propósito de la institutriz invisible que narra la historia de los dos niños que han sido horriblemente pervertidos en Otra vuelta de tuerca, no se conforma con ver los fantasmas que quizás los asedian, es ella quien les habla de estos, atrayéndolos hacia el espacio indeciso de la narración. Yo me pregunto si no es el propio Henry James quien dispuesto a descubrir en sus miradas lo que ella había visto, no se vio empujado a su vez a hacerlos callar.

¿Cuál es, pues, la lección del maestro? Mientras intentamos averiguar los pormenores que justificarían la presencia de esos fantasmas, se nos escapa el verdadero objeto del relato. Ponemos ante la mirada una causalidad incorrecta. De ahí quizás la importancia que atribuía Henry James al tema; la necesidad de tener previamente dispuesta la armazón del mismo, antes de emprender la escritura, para poder sumergirse libremente en ese otro juego que se organiza desde las preguntas que la perversa institutriz, en este caso, de imaginación calenturienta, formula sobre el origen del mal secreto. ¿Qué es lo que dijiste que no podías decir?

Juego de fuerzas asimétrico. Dialéctica de la ocultación, de una literatura que va mostrándonos sinuosamente para volverlo a velar, cómo el discurso crea lo real donde los niños se resisten a confesar su falta, pues intuyen de algún modo, que ésta cobrará existencia, haciéndose verdadera, al hablar de ella. Forzando que en un momento determinado de la historia, la institutriz se vea obligada a decir: me encontré desconcertada, perdida, porque si él era inocente, entonces ¿qué es lo que era yo?

En su Historia de la sexualidad, en el primer volumen que lleva por título La voluntad de saber, Foucault escribe: La confesión se convirtió en occidente, en una de las técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero (…). La confesión no es espontánea ni impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la arranca del cuerpo (…). La obligación de confesar nos llega ahora desde tantos puntos diferentes, está ya tan profundamente incorporada a nosotros que no la percibimos como un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo pide salir a la luz; que si no lo hace es porque una coacción la retiene, porque la violencia de un poder, pesa sobre ella.

Un último apunte: institutriz se dice en inglés governess; government, gobierno, quien detenta la autoridad. ¿Sería acaso para Henry James lo romántico, lo que se resiste al poder, lo que se niega a ser dicho?

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Sabio, maestro, mago

08 sábado Dic 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Ernst Jünger, Hans Blumenberg, Julien Hervier, Musil, Nietzsche, Platón, Sartre, Schopenhauer

De las muchas obras que llegó a escribir Ernst Jünger parece que existe acuerdo, por parte de la crítica, en considerar que Sobre los acantilados de mármol fue su obra maestra como novelista. Sobre el sentido que esta obra encierra, en cambio, las opiniones son diversas. Según Hans Blumenberg, La mirada de Jünger parte de la sospecha de que lo visible no es sino la aparente envoltura de algo más esencial. En este aspecto, los sucesos descritos en Los acantilados apuntarían hacia una realidad más originaria y próxima al mito, cuyo fin no sería otro que asegurarse la pervivencia en la memoria del lector.

El propio Jünger, respondiendo en una conversación a Julien Hervier, en referencia a esta obra (que en el momento de su aparición muchos interpretaron como un alegato contra el nazismo que provocó que en 1940 fuera prohibida) comenta que todos los datos políticos son efímeros pero lo demoníaco, lo titánico, lo místico, que se disimula detrás, se conserva constante y guarda un valor inmutable.

Jünger no oculta su platonismo. Entre los autores a los que siempre acabó volviendo se encuentran Nietzsche y Schopenhauer (según propia confesión éste último fue el filósofo que le enseñó a pensar) pero también Platón; y su empeño decidido fue siempre buscar estructuras invariantes. Por eso, como comenta Sánchez Pascual (su mejor traductor al castellano) al referirse a El trabajador, el libro peor comprendido de su producción, resulta difícil hacer que sus obras se lean en clave estrictamente política. Jünger señala siempre más lejos; aunque a algunos les pueda parecer la suya una maniobra de evasión o de enmascaramiento.

En sueños, dice Jünger, en esa misma conversación que mantuvo con Hervier, se encuentra primeramente el tipo. Después en la realidad, se encuentra la encarnación del tipo en forma debilitada. Y así, el elemento desencadenante de “Sobre los  acantilados de mármol”,  fue el sueño de una noche única.

Durante algún tiempo Ernst Jünger gozó de un prestigio ambiguo. Fueron años en que más de uno temiendo que le pudieran ver estrechando sus manos, prefería situarse lejos de su zona de irradiación. Jean Paul Sartre sin ir más lejos, que las llevó siempre sucias de tinta, decía odiarlo, no tanto por sus opiniones políticas, como cabría esperar, sino porque le molestaba su porte aristocrático. Como si un gusto extremo por lo claro y luminoso tuviera que combinarse necesariamente con una conciencia turbia y oscura. La prosa de Jünger es a veces tan vibrante que parece que esté a punto de quebrarse como un cristal. Pero Sartre se equivocaba. Se sabe que el denostado autor tuvo el valor de rechazar el ofrecimiento de formar parte de la depurada Academia Alemana de Poesía y que llegó incluso a prohibir a los nazis que hicieran el menor uso de sus escritos.

La aristocracia de Ernst Jünger era de raíz nietzscheana y en este sentido libre, fruto sólo del compromiso consigo mismo. Con todo, no es extraño que confunda y asombre que aquel hombre que fue capaz de mostrar tantas agallas en momentos de dificultad excepcional, tuviera tiempo en plena guerra para dedicarse a la caza sutil, la captura de pequeños coleópteros, que fue siempre para él una de sus grandes aficiones, al igual que lo fue también clasificar plantas y coleccionar relojes de arena. Gustos todos ellos refinados que remitían a un estilo de vida arcádico que se situaba espiritualmente, lejos de la era de los titanes en la que la humanidad estaba siendo embarcada a grandes pasos, como consecuencia del desarrollo de la técnica. Curioso también que en la segunda guerra mundial anotara en sus diarios, con pleno convencimiento, que el arte requerido para  juntar veinte palabras en una frase perfecta podía valer más la pena que guiar veinte regimientos al combate. Sobre todo si se tenía en cuenta que en la primera guerra, aquella misma mano había escrito que él (Ernst Jünger) y otros jóvenes de su generación partían hacia el frente bajo una lluvia de flores en una embriagada atmósfera de rosas y sangre.

En su apariencia externa y en su juventud, podía recordar a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos: elástico y bien dotado para el deporte; parecía siempre a punto de experimentar con posibilidades nuevas. Mirado en el detalle, en cambio, era fácil descubrir que Jünger no sentía el aprecio casi reverencial por la ciencia del que hacía gala Musil, ni tendría escrúpulos en colocarla al mismo nivel que la magia o el consumo de drogas. En su obra Acercamientos, donde su mirada se acera con ayuda de sustancias, no duda en analizar la influencia que su consumo ha podido tener en todos los tiempos sobre las diferentes culturas.

Jünger, es evidente, tiene poco que ver con el austríaco Ulrich, alter ego de Musil. Su personalidad emboscada es la propia del anarca que se encuentra mejor dentro de una ermita forrada de libros que en el gimnasio preparándose con ejercicios físicos, o rodeado irónicamente de gente elegante y poderosa que se entretiene pensando cómo evitar que una sociedad caduca y arruinada se desplome. Ni siquiera porque Jünger y Ulrich hubieran afilado sus ideas en las muelas del nihilismo dispuestas previamente por Nietzsche. Lo que no quiere decir que Jünger no acostumbrara a abandonar su refugio y se mostrara en el ágora al aire libre.

Contra las apariencias, el autor de la Visita a Godenholm  no es tan frío en su dominio, ni elude el ser impetuoso. De ahí que Scwarzenberg, el sabio, maestro y mago, retirado en su pequeña isla escandinava, sea capaz con su sola presencia de parar la inquietud que acelera nuestro mundo; ya que cualquier término árido de la lengua de los sabios cobraba gracias a él una luz nueva y desconocida hasta entonces. Ello hace comprensible que pueda decirle a Moltner (afectado por un sentimiento de indigencia que le hace estar al acecho de ayudas milagrosas) que Godenholm, el lugar a donde ha ido a visitarlo, cargado con padecimientos que no despiertan su interés, no es ningún sanatorio sino un laboratorio.

No estamos tampoco en los Alpes suizos, cerca de Davos, cuando se pensaba aún que la enfermedad podía ser combatida con métodos tradicionales, pues ahora las enfermedades ¿no es el nihilismo una de ellas?  son  preguntas  en las que lo decisivo es como se llevan. Después de todo, dice Scwarzenberg, su casa es como una posada española donde los huéspedes no encuentran más que lo que traen consigo de equipaje.

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Ballenas y Gigantes

07 sábado Jul 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Cervantes, Descartes, Kant, Melville, Schopenhauer, Unamuno

En Tres novelas ejemplares y un Prólogo, Miguel de Unamuno, en el Prólogo, escribió que Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o Macbeth tanto como Shakespeare. De esta forma aparentemente ligera, Unamuno cuestiona que exista una diferencia substantiva entre el autor y sus criaturas, poniendo en solfa los modos en que la realidad misma se muestra. La realidad en la vida de don Quijote, añade, no fueron los molinos, sino los gigantes. Pero este aserto requiere del propio escritor una clarificación: los molinos eran aparienciales, los gigantes nouménicos. Lo oscuro del lenguaje se debe a que los conceptos que utiliza Unamuno para movilizar sus ideas se encuentran en Kant, leído por Schopenhauer, aunque él prefiera no citarlo.

Dicho de otra manera y sin tecnicismos, lo que quiere apuntar con esas palabras es que los molinos eran aparentes y los gigantes reales. Qué sea pues lo real, según Unamuno, se halla en las ideas que don Quijote proyecta sobre las apariencias que son en cambio todo lo que Sancho ve.

Siguiendo esta línea argumentativa yo creo que se podría añadir que el capitán Ahab, Moby Dick y Herman Melville son igualmente reales en el sentido unamuniano, y que Ahab lo es porque Herman Melville llegó a pensarlo. Entiendo aquí esta actividad de la mente en un sentido amplio, es decir que Melville pudo dar cuerpo y vida a Moby Dick a través de la escritura de la novela. De la misma forma que ocurrió con Moby Dick a partir del momento en que, habiéndose enfrentado el capitán Ahab con ella por primera vez, después de perder éste en la lucha una de sus piernas, decidió dotarla de esas características que no son las de un cachalote común y la hacen inconfundible. No su tamaño sin parangón, ni su color extraordinario, ni su deforme mandíbula, que son sólo aparentes, la forma en que se muestra y aparece al resto de la tripulación (capaz de reconocer sólo este aspecto del animal) sino sobre todo su perversidad inteligente, insuperable.  

Si es correcta esta aproximación hay que admitir que no deja de ser terrible y desesperanzador (nos movemos entre márgenes de irracionalidad) que ambos personajes, don Quijote y Ahab, cuyos autores imaginaron diferentes y únicos porque vivían en la realidad, fueran víctimas de la locura. Una locura que en el caso de don Quijote (como se sabe) se explicaría por el exceso de lecturas que acabó intoxicando y despertando en él su carácter excepcional, pero que en el caso del capitán Ahab se produjo después de la experiencia traumática que quedó materializada por la amputación irreversible de su pierna.

Dos grandes diferencias, no obstante, se me ocurre que existen entre la locura de uno y otro personaje, que separan claramente sus visiones e impiden que se puedan reducir la una a la otra. La de don Quijote ha sido inducida por la imaginación, el exceso de lecturas; es real en el sentido en que dice Unamuno pero su origen es ficticio, produce un bucle reversible que es el que permitirá que don Quijote acabe recuperando la cordura.

Estamos en la misma época en que Descartes escribe en Holanda el Discurso del método. Apenas treinta y dos años separan su publicación del libro de Cervantes. También en su obra, el filósofo francés se vio acosado por genios malignos, quimeras, hipogrifos, ideas que él llamaba facticias (ficticias para que se entienda, ideas de la fantasía) que lo obligaban a establecer en qué consiste esa diferencia entre lo real y las apariencias. Pero Descartes no estaba dispuesto a enloquecer. Y según él se había propuesto, haciendo un uso adecuado de la razón, logró embridar la realidad, la sometió a la ley y la dejó mansa y sin fuerza. Después de recorrer en su búsqueda el campo del conocimiento a través de la duda metódica finalmente halló el criterio de verdad que aportaba claridad y distinción a sus ideas. Nada más le hacía falta.

La locura del capitán Ahab en cambio lo es sin remisión. No habría que obviar que don Quijote y el capitán del Pequod se encuentran separados en el tiempo y el espacio por doscientos cincuenta años y la expansión de la conquista de un nuevo mundo. El origen de su monomanía no es imaginario, dado que el muñón en la pierna se encarga de materializarla. Lo que se ve y se muestra a los ojos de cualquiera, el hecho aparente, ha dejado constancia de que la bestia existe. Su razón de ser es de otro orden, lo que la hará, en grado sumo, contaminante.

A través de la mordedura, el capitán Ahab recibe la furia destructiva de Moby Dick. Con un efecto aglutinante, se suma en él la rabia, cierta cualidad bestial que despierta su deseo obsesivo de aniquilar al otro. Otro, que no se limita a reflejar la causa directa de su odio, sino que implica a la humanidad representada en la variedad de tipos que conforma la tripulación del Pequod: desde el civilizado maestro que va narrando la historia (Ismael) hasta el caníbal que cederá su ataúd sin saberlo para que Ismael se salve (Queequeg).

Como en la fábula del escorpión que no puede obrar contra su naturaleza, el arpón de los balleneros se dobla, en esa aventura que recorre la experiencia de lo sublime, sobre quien lo arroja. La forma simbólica que adopta es la del doblón de oro clavado por el capitán Ahab en el mástil y que será para aquél que aviste primero a Moby Dick en el horizonte.

No se trata de capturar a una ballena cualquiera, pues sólo vale que se capture esa, que no se confunde con las apariencias y hace resplandecer la luz blanca que ha cegado al capitán.

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Preferiría que no

30 sábado Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Borges, Camus, Deleuze, Kafka, Melville, Schopenhauer

En 1856 apareció Bartleby el escribiente, un relato de apariencia menor que el tiempo ha acabado convirtiendo en una de las obras más celebradas de Herman Melville. Cinco años antes se había publicado Moby Dick, novela inagotable en la que su autor ensayó los más variados registros en una innovación continua, a fin de mostrarnos la terrible belleza de la Ballena blanca.

Tanto el argumento de Moby Dick, que el cine ha popularizado en varias ocasiones, como el de Bartleby (cuya fórmula I would prefer not to -preferiría que no- ha acabado asimilada por la moda de las camisetas estampadas) son de sobras conocidos; pero la diferencia temática y la complejidad con que fueron abordadas una y otra obra, no impide que pueda rastrearse cierta continuidad entre ambas.

Jorge Luís Borges, que se convirtió en uno de los más importantes traductores de Bartleby al español, demasiado borgiano por cierto, pues como ha podido demostrar Walter Carlos Costa, no dudó en saquearle unas dos mil palabras al texto original que apenas supera las catorce mil (a fin de aproximarlo a su estilo) destacó una afinidad secreta y central entre las dos obras que le permitió extraer la consecuencia de que la pasión absurda, como diría Camus, puede ser contagiosa. En el prólogo que escribió para la edición, dice Borges: Es como si Melville hubiera escrito: Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo.

No niego que la irracionalidad del capitán Ahab al mando del Pequod, la monomanía de su discurso delirante, constituyen elementos decisivos para la comprensión de la novela. En un momento dado, Ismael, el narrador de Moby Dick, nos recuerda: En su corazón Ahab había vislumbrado algo de esto. Como si se hubiera dicho: Todos mis medios son cuerdos, pero mis móviles y mis propósitos, son insensatos. Pero sólo con dificultad puedo admitir que la actitud de Bartleby (en quien descubro claros signos de rebeldía) sea una actitud irracional. Si no fuera porque un uso abusivo desgasta el sentido de las palabras, yo podría imaginarme hoy a Bartleby haciendo de la práctica de la indignación un modo de vida preferente.

En las páginas dieciséis y diecisiete de la versión de Borges, que en 1980 publicó la editorial Bruguera, se lee la descripción satisfecha que el abogado narrador, que contrató a Bartleby para ejercer de copista en su oficina de Wall Street, hizo de sí mismo. En ella, este hombre de modales pausados, se reconoce como un hombre práctico que nunca ha tolerado que perturben su paz y que no ha tenido otra ambición que trabajar en cómodos asuntos entre las hipotecas de gente adinerada pues desde la juventud ha sentido que la vida más fácil es la mejor. Más adelante, en la página treinta y uno, en un momento en el que se diría que es sorprendido en un lapsus psicoanalítico, lo vemos referirse al programa degradante que en verdad ha diseñado para Bartleby.

Para que el arreglo fuera satisfactorio, dice, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista (aquí se observa cómo sin vacilar el abogado intenta anular por primera vez a la persona del empleado) dejándolo sin embargo al alcance de mi voz (aquí se expresa el afán de dominio que a pesar de todo, está dispuesto a ejercer sobre él).

Poco después, y en esa misma página, el abogado reconocerá, que Bartleby trabajaba día y noche, copiando a la luz del día y la luz de las velas. Encantado con su aplicación me habría encantado aún más, añade, si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente. Como se ve, lejos de querer contenerlo, el cinismo del jefe (agregado de la Suprema Corte del estado de New York) logra con esta breve reflexión desbordar todos los límites.

Y sin embargo, Borges llegó a comprender que ese cuento largo, sin aderezos, seco como lo son pocas ficciones, cien por cien americano, prefiguraba a Kafka, haciendo de Bartleby (de esto no sé si Borges se percató) un artista del hambre en la ciudad de los rascacielos, tanto o más virtuoso que su sucesor.

Así, creo que la conexión entre Moby Dick y Bartleby el escribiente sí existe, pero habría que buscarla en otro lugar. Al final de la historia se plantean preguntas sobre su pasado, se especula sobre su posible origen del que nadie nunca ha sabido nada. Deleuze describió a Ahab y a Bartleby como dos tipos originales y por esa razón consideraba que debían mantenerse irreconciliables.

Yo he querido imaginar, sin embargo, no sé sin con acierto, al insumiso copista, como un Ismael que hubiera decidido volver a empezar lejos del proceloso mar, exhausto, después de todo lo que llegó a ver con sus propios ojos (recuérdese que fue el único superviviente del Pequod, tras asistir al infierno de la Ballena blanca), después de sumergirse en el fondo del mar y, hundir las manos entre los inexplicables orígenes, las costillas, el vientre del mundo, de haber llegado a conocer la furia desmedida del monstruo.

Testigo privilegiado de la locura del capitán Ahab, que fue registrando a través del relato épico que es Moby Dick, Ismael (Bartleby) conocedor de delirios ajenos, no estaría dispuesto esta vez a dejarse arrastrar por la arrogancia de un abogado de Wall Street que ya había conseguido que perdieran la dignidad otros empleados de su oficina: dos escribientes y un muchacho muy vivo que estaba allí para los recados.

Bartleby sería para mí un representante de la naturaleza nihilista, inaprensible, formada en el espíritu de Schopenhauer, capaz de decir que no sin violentar la existencia. Opuesta a la fuerza ciega de la voluntad que rige la vida de Ahab en el viaje obsesionado hacia la muerte que arrastra a la tripulación del Pequod.

Me precipito hacia ti, ballena que todo lo destruyes sin vencer. Lucho contigo hasta el último instante, desde el centro del infierno te atravieso, en nombre del odio vomito mi último hálito sobre ti. Nada que pueda compararse al contenido de estas palabras salvajes sería justo atribuirle a la intención del copista.

 

 

 

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