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Henry Miller, Ocupación, París, Patrick Modiano, Platón, Premio Nobel, Proust, Sartre
Estos días, antes de que nos dieran la noticia de que Patrick Modiano acababa de recibir el Nobel, una frase de Henry Miller que había leído hacía tiempo en Primavera Negra, daba vueltas en mi cabeza: Lo que no está en plena calle es falso, inventado, es decir literatura. No dudo de que la frase no deja indiferente a quien la escucha o lee, pero luego, con el Nobel y la alegría que me produjo que éste fuera a parar a manos de Modiano, la frase de Miller, como por un prodigio inesperado, se acabó dando la vuelta: Lo que no es literatura es falso, es decir inexistente.
Eso quería decir que Modiano, a quien leí por primera vez en la edición de Alfagura de Los bulevares periféricos, y luego seguí leyendo en la colección Folio de Gallimard, porque las editoriales de aquí no se decidían a traducirlo de forma coherente, se había apoderado de mi pensamiento. Sartre escribió que un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura y, fuera de esta figura no hay nada. En referencia al genio del artista, Sartre quería significar que el genio de Proust se hallaba comprendido en la totalidad de la obra de Proust, del mismo modo que el genio de Racine es la serie de sus tragedias.
Parafraseando pues a Sartre, (que así habla en El existencialismo es un humanismo) yo creo poder afirmar que todo lo reseñable en Modiano se encuentra desde el principio en la obra de Patrick Modiano, y no existe o se pierde, entre los límites de esa zona neutra que puede reconocerse en ciertos barrios de París tan bien descrita en En el café de la juventud perdida, cualquier otro que no aparezca en su escritura; como se pierden las hojas muertas que el viento y la lluvia arrastran en invierno, o esas gentes que en una hora punta se ven desaparecer bajo la boca del metro.
Desde que en 1968 Patrick Modiano publicó en Francia La place de l’étoile, a la que siguieron Ronda nocturna y Los bulevares periféricos en los cuatro años siguientes, su vida se ha ido convirtiendo, en un sentido que no quiere hacer concesiones, en una vida sólo para ser dicha, escrita. Como si fuera falsa (flujo anónimo imposible de fijar en una experiencia propia o auténtica) la que no ha pasado a través de la escritura. Ser en consecuencia es ser escrito y no hay posible verdad, fuera del lenguaje de la literatura.
Se ha querido ver en Modiano un nuevo Proust, vuelto hacia el pasado con el propósito de comprender lo sucedido en Francia durante el periodo de la ocupación, la persecución encarnizada contra los judíos, la vergüenza que prolonga el sufrimiento de toda una época; yo creo en cambio que el tiempo en que Modiano se busca, su tiempo perdido, no es tanto el pasado como el presente, que ha ido engrosándose capa a capa, desde los años inmediatamente posteriores a la liberación (que vivió en falso -según explica en las páginas de Un pedigree– porque los vivió en transparencia, como quien contempla inmóvil unos hechos en los que no participa) hasta la actualidad, donde los jóvenes se reúnen para jugar con el iPhone; un tiempo presente, con esos días todos iguales, con su luz sin brillo en la que nos da la impresión de estar sobreviviendo, que solo a cambio de su recreación posterior podría llegar a existir.
De ahí la importancia que en muchos de sus libros tienen las libretas de notas donde se registran los más pequeños detalles: un número de teléfono o la hora de una cita que aparece subrayada para que veinte años después sirvan de indicio de que ese mundo deslucido y monótono fue un día presente. Necesitaba puntos de referencia, nombres de estaciones de metro, números de edificios, pedrigrees de perros, repite la misma voz, como si temiese que de un momento a otro, las personas y las cosas nos esquivasen o desapareciesen y fuera necesario conservar al menos una prueba de su existencia.
Es la fría noche del olvido, lo que desvela a Patrick Modiano y empuja a sus personajes a recorrer las vacías calles de París en silencio, la materia oscura de cuyo fondo no irradia ningún sentido; el no ser que acecha al ser para cumplir con su disolución; esto es, creo yo, lo que él más teme. La posibilidad de que su memoria obedezca al desinterés, la culpa del superviviente.
De ahí los necesarios testigos y los informes en que registra esa abundancia de nombres propios y hechos nimios que de otro modo desaparecerían. De ahí el ansia por recuperar y dar forma a las voces (lo más difícil de recordar), los fragmentos que asaltan los recuerdos discontinuos antes de que se borren como dibujos en la arena. De ahí el desorden de semillas que aguardan pacientemente la eclosión que acaso no llegue a producirse nunca. Como nunca he vuelto a ver a ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra.
Y así como aprendimos con Platón que conocer es recordar, se diría que Modiano quiere mostrarnos, que vivir no puede ser otra cosa que revivir. Y este vivir de nuevo, que es la creación, solo podrá darse en el eterno retorno de esa historia repetida (siempre la misma) en que se ha convertido su literatura. Porque nuestro único objetivo para el viaje era ir al corazón del verano, allí donde el tiempo se detiene y las agujas del reloj marcan siempre la misma hora: mediodía.
Autor que maneja como nadie las gradaciones del gris que van sobreponiéndose al negro, Modiano nos sumerge con cada uno de sus libros en un cuento de nunca acabar que rehúye explicarse de forma concluyente, logrando así transmitirnos sus perplejidades, guiándonos de la mano a recorrer las pistas de esos caminos vagamente intuidos que acaso no lleven a ninguna parte, efectos de déjà-vu obsesivos que nos perturban cuando la misma idea expuesta en diferentes obras, llega incluso a sernos dicha con las mismas palabras, en un ejercicio único de autorreferencia que exige del lector toda su memoria y atención; donde la precisión y el detalle de la mirada que se resiste a ser cómplice del olvido, se vuelve tan misteriosa como la niebla que respira, donde lo soñado y lo vivido se mezclan en su imaginación sin hacer apenas distingos.