CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Thomas Mann

Regiones dañadas (2)

20 sábado Sep 2014

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Carlos Fuentes, Eloisa Lezama, Hölderlin, Herman Hesse, Lezama Lima, Thomas Mann

Lezama Lima dejó escrito y repitió en diferentes ocasiones, que sólo lo difícil es estimulante. Pero ¿qué es lo difícil? En La expresión americana lo dio a entender con una imagen: lo sumergido en las maternales aguas de lo oscuro o lo originario sin causalidad. De ahí el agotador espanto de sumergirse a pleno pulmón en sus profundidades; sobre todo si se tiene en cuenta que Lezama era asmático y acusaba con especial sensibilidad la falta de aire.

En un diálogo en Paradiso, en el que Rialta habla con su hijo después de la muerte del padre, con la intención de infundirle un temple de ánimo digno de su linaje, Lezama, le hace decir: cuando un hombre a través de sus días ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa.

Y así, con ese “sabe” enfático, el pequeño Cemí queda advertido de que el valor reside no en la dificultad misma sino en las implicaciones existenciales que conlleva. Para la viuda del coronel, retrato fiel de la madre de Lezama Lima, que conocía bien a su hijo, según el testimonio de su hermana Eloisa, no hay duda; lo difícil, hacia lo que ella cree que ha de empujarle, debe unirse indisolublemente a lo peligroso. Como en los versos de Hölderlin: donde hay peligro crece también lo salvador.

¿Se trataría entonces de afrontar el peligro para salvarse? ¿Se encuentra ahí lo difícil? ¿De qué aguas profundas –maternales aguas de lo oscuro– nos está hablando Lezama? En el capítulo II de esta obra, José Cemí que apenas tiene diez años, parecería haberlo vislumbrado por primera vez al ser descubierto escribiendo cosas en el muro que trastornan a los viejos en sus relaciones con los jóvenes.

Lezama describe este suceso a su manera hermética: Al fin apoyó la tiza como si conversase con el paredón. La tiza comenzó a manar su blanco (…). Llegaba la prolongada tiza al fin del paredón, cuando la personalidad hasta entonces indiscutible de la tiza fue reemplazada por una mano que lo asía. La mano que lo ha acechado en la sombra, la misma que lo denuncia acusándolo en público de acercarse a otros niños buscando el pecado. Sin más ánimo que transcribir lo sucedido, Lezama se limita a decir que en ese momento el joven Cemí estaba atontado, aunque todo en esa circunstancia haga suponer que debió sentir fundirse en su interior el temor y la vergüenza.

Cemí escribe en el paredón, según interpreta Eloisa Lezama en el prólogo a la novela, porque quiere salir al mundo y al sexo, porque necesita a otros niños, quiere jugar, quiere conocerlos en sentido bíblico. La tiza es un símbolo fálico pero también un medio para obtener el diálogo.

Más adelante, en el capítulo VII, se confirmará de nuevo dónde se encuentra el peligro y cómo, segregándose de él, Cemí intuye lo que podría salvarle cuando descubre las causas de la atracción que le despierta su tío Alberto, un auténtico bala perdida, que indirectamente ha de venir a mostrarle el poder de la imaginación y las palabras. Cemí corrió hacia la sala para buscar los papelitos que había leído su tío Alberto, los fue revisando con calmosa insistencia, todos estaban vacíos de escritura. Entonces fue cuando comprendió a pesar de sus espaciadas visitas, la compañía que le daba su tío.

No hay que olvidar que por su forma desordenada de vivir, y las malas inclinaciones que ofendían tanto a la abuela doña Augusta, el tío Alberto acabará sufriendo una muerte estúpida en el interior de un coche que no conduce cuando sea arrollado por una locomotora.

Es notorio que la personalidad de Lezama ha sido caracterizada como fuertemente edípica, del mismo modo que los son los caracteres de los personajes más importantes de la novela, todos ellos jóvenes que se buscan a sí mismos en algo de lo que solo están ciertos de su ausencia pero que ansían ver compartido por una minoría muy selecta.

Su propia hermana Eloisa al evocar a su madre nos recuerda cómo esta, al referirse a su hijo adoptaba el tono de estar hablando de un niño grande: Me temo que cuando algo muy desagradable ocurra –quería decir cuando ella muriera– va a dar a una casa de huéspedes, donde lo burlen y lo juzguen un excéntrico candoroso… Lo considerarán una víctima de la alta cultura, como existen esas víctimas de las novelas policiales, que prefieren entrar en su casa por la ventana.

Pero más allá del ansia a la que empuja el deseo, se trata de abandonar el círculo familiar, de enfrentarse a la hostilidad que representa el mundo para el adolescente, acrecentada por las circunstancias históricas y personales en que le tocaría crecer y desarrollarse. Hablo de Cuba y la revolución, de la homosexualidad mal enmascarada de Lezama. No es algo nuevo. Antes bien, se trata de una problemática abordada con frecuencia por la literatura romántica existencial, que recuperó el tirón en las primeras décadas del siglo pasado, con la obra de Herman Hesse y Thomas Mann en Europa. Pues Paradiso es, entre las muchas lecturas que ofrece, en la sobreabundancia de metáforas que la hacen extraviarse por el continuo de la imagen, una gran novela de iniciación y aprendizaje, una auténtica bildungsroman barroca y salvaje en la que las plumas al pollo (un pavo real en realidad) como puede comprobarse al final de su desarrollo, llegan a crecerle tanto que le impiden volar.

Su hermana Eloisa ha interpretado que en el piso añadido que es Oppiano Licario, José Lezama Lima salva a los tres amigos Cemí, Foción y Fronesis porque los tres son inocentes. Debo reconocer que no puedo estar de acuerdo. Como lo observó también Carlos Fuentes, la amistad se pierde. La promesa de juventud se disipa. La trinidad Fronesis-Foción-Cemí se dispersa. La comunidad de intereses espirituales que los había reunido en un principio no puede constituirse como imán ni centro.

La arenga de Fronesis (el más ético de los tres) en Oppiano Licario, que acaba con las palabras más duras dirigidas al grupo que rodea a Champollion en París, qué alegre, qué primitivo, qué sencillamente creador, un mundo donde ya ustedes no estén. (…) El calor es en ustedes, dispénsenme, no la cualificación de la vida, sino el preludio de la calcinación. No deseo la menor posibilidad tangencial con vuestro mundo, ni siquiera me despido, pues como muertos no podéis contestar a mi despedida, obtiene por toda réplica un sonoro pedo. La necesaria comunicación que anhelaba Cemí se trunca hasta quedar burlada. Como si el daño que sufrieron todos fuera irreparable.

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Leer a Robert Musil

24 sábado Nov 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Claudio Magris, Joyce, Proust, Reich-Ranicki, Robert Musil, Thomas Mann

En un estudio sobre la obra de Robert Musil que lleva por título La ruina de un gran narrador, el crítico Marcel Reich-Ranicki, jactándose de su laboriosidad, afirmaba que leyó la correspondencia y los diarios de este autor (cuatro mil ochocientas páginas que incluían notas y referencias de letra apretada) con la esperanza de comprender mejor los dos libros a los que sin duda debía su fama,  Las tribulaciones del estudiante Törles, que Musil publicó a la edad de veinticinco años y la novela El hombre sin atributos, a la que dedicó los doce últimos de su vida, de 1930 a 1942.

El hombre sin atributos (novela inacabada que supera las mil quinientas páginas) es sin duda una novela difícil y no creo que en esto existan grandes desacuerdos. Sobre todo si lo que se pretende con una primera lectura, es más que gozar con su lenguaje: agotar por ejemplo su significado, saber con certeza de qué va, cuál es la trama, si existe o no un hilo conductor único que provea a la historia de un desarrollo del que pueda esperarse algún desenlace satisfactorio. La sensación que a mí me produjo la primera vez que me enredé en sus páginas, la podría comparar con la admiración que despierta la presencia de un rayo de luz que atraviesa una placa de hielo (la placa de hielo es la inteligencia) a la que se va añadiendo el temor a que en cualquier momento esa placa de hielo acabe fundiéndose y empiece a formar un charco de agua.

Consciente de la dificultad que entrañaba su lectura, el propio Musil aconsejaba leer El hombre sin atributos al menos dos veces, aunque no exigía que la segunda vez fuera necesariamente completa. Musil no esperaba sin embargo que las claves para la interpretación de su novela hubiera que ir a buscarlas fuera de ella misma. Leído con detenimiento no resulta más complejo que Proust o Joyce, por poner dos ejemplos y como ocurre con las obras de estos autores no habría que esperar que la suya, considerada en un sentido clásico, fuera ni más ni menos imperfecta. La noción contraria es por supuesto ajena a su propósito y el lastre que puede acarrear no tenerlo en cuenta sería el mayor obstáculo para el disfrute de su lectura. Abundan zonas borrosas, es cierto, donde se pierden los márgenes y el horizonte hacia el cual avanzamos no se divisa con claridad, pasajes más o menos aburridos, pero también fuentes y abrevaderos donde beber y refrescarse es de lo más bueno y excitante.

Musil no escribe para lectores ansiosos o pasivos y se adapta mal a una lectura distraída que admita que se la encaje en moldes previos. A Reih-Ranicki parece que estos detalles, sin embargo, le irritan. Y no duda en hacer acopio de pruebas que, basándose en el carácter incompleto de la novela (ya he dicho que se trata de una obra inacabada), obtiene hurgando en los diarios del escritor y en su correspondencia, en la opinión de otros expertos o filósofos que le ofrecen razones para justificar su falta de sintonía con ella. Personalmente no creo que este método haya mejorado nunca, de manera sustancial, la comprensión de un libro de creación novelesca, si no es que antes algún aprecio se había despertado hacia él. Yo diría que este aprecio básico, esta simpatía, sin la cual es imposible ninguna clase de acercamiento, Reich-Ranicki no lo sentía por Musil. De ahí que en un momento dado de su estudio, no queriendo considerar los argumentos de sus admiradores (que no duda en tildar de fanáticos) se pregunte si no estaremos ante un abuso desmedido y patente de la novela.

He leído sólo una parte de esos diarios que Reich-Ranicki presume de haber recorrido concienzudamente de la primera hasta la última línea, siempre abriendo los volúmenes I y II que los recogen, al azar, y me siento muy lejos de pensar que un día completaré su lectura. El estilo tenso y brillante, tan propicio al humor y la ironía, que Robert Musil desarrolla como novelista, no existe en estas páginas que se presentan por el contrario con una dureza de mármol. Escritas probablemente con la intención de abrir espacios por donde circule el aire en su cabeza a fin de esponjar sus ideas, pues todas las expresiones sobre la ciencia del hombre tendrán cabida aquí. Filosofía especializada, no, Proyecto, sí. (…) Y en general la cuestión del estilo. El interés centrado no sólo en lo que se dice, sino en cómo se dice,  hacen que resulte curioso que el propio Reich-Ranicki, al terminar su lectura, dijera que había sentido una sensación de enfado y hasta repugnancia que le había hecho pensar que el escritor Robert Musil era en cualquier caso un poseso y un fanático.

Por decirlo de una manera sencilla, yo creo que si una novela se resiste, aunque se nos proponga como una obra maestra, lo mejor es dejarla para otro momento. A menudo la dificultad que experimenta el irritado lector, cuando le es negada la posibilidad de su goce, se halla en los prejuicios con que se aproxima a esa forma (supuestamente equivocada) de mirar el mundo que es genuina del autor de genio al que se querría someter. Por otro lado la historia de la literatura y del arte abunda en ejemplos de la más grave incomprensión y no ha pasado nunca nada.

En su magnífico estudio biográfico sobre Thomas Mann, este crítico, a veces excelente, defendiendo precisamente el valor que para él tenía Tonio Kröger, planteaba la cuestión (no sin ironía) de por qué podía ser que Martin Walser, que la consideraba la peor novela escrita en siglo XX, se hubiera tomado la molestia de practicar análisis tan exhaustivos como los que llevó a cabo, con un libro tan malo. De la misma manera (he descubierto esta clase de incongruencia otras veces) me parece a mí que cuatro mil ochocientas páginas, leídas con dolorosa abnegación, son muchas para no pensar que Reich-Ranicki se hace sospechoso de padecer el mismo mal que critica.

Como se puede imaginar después de todo lo dicho, la proeza de la lectura de las cartas y los diarios, a Marcel Reich-Ranicki, no le resultó agradable pues según confiesa se trató de una experiencia desganada y dolorosa que llevó a término, tanto por el deseo de saber, como por obstinación y tozudez. Con todo y con eso, yo me pregunto si de verdad era sincero cuando escribía que lo que lo había movido a realizar aquella lectura torturada era sólo tozudez y obcecación por conocer la verdad. Pues no me resulta fácil obviar que en su estudio, una y otra vez Reich-Ranicki deja deslizar toda clase de observaciones gratuitas, cuando no injuriosas, sobre la persona de Musil; la referencia a su pobreza material, sin ir más lejos, que quiere insinuar que en su vida Robert Musil sintió siempre una gran envidia de aquellos autores que al contrario que él pudieron vivir holgadamente de la literatura.

Nada que ver con la opinión de Claudio Magris, con quien comparto en cambio, la idea de que  “El hombre sin atributos” se propone representar toda la realidad en su devenir cambiante y quizás por ello se ve destinada a quedarse en fragmento; reproche éste constante, que Ranicki le hace a Musil, porque como escritor comprometido con la lengua no quiere plegarse a la dictadura de las formas de una tradición que hace encajar las palabras en una falsa realidad estática.

Así, cuando Robert Musil, que amaba la filosofía, asegura que los filósofos son personas violentas porque aunque no disponen de un ejército, se apoderan del mundo encerrándolo en un sistema, está haciendo una observación importante. Como anota en sus diarios,  si se piensa en frases con punto final, ciertas cosas no pueden expresarse. Y eso que se sustrae y se resiste a ser dicho, desde el punto de vista de la expresión, es lo que para él cuenta.

Propongo pues que para acercarse a El hombre sin atributos, se tome el libro entre las manos y se comience a acariciar, se le dé la vuelta y se deje reposar en el momento en que se presenten signos de cansancio. Si hace falta se puede probar con la edición en cuatro volúmenes que publicó Seix Barral, uno a uno son más ligeros. Luego, ya se irá viendo.

 

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Con placer y dolor a un mismo tiempo

20 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Antonio Machado, Kant, Steiner, Thomas Mann

Oigo por casualidad en la SER que Thomas Mann habría querido ver cómo Alemania se europeizaba, pero justamente ocurre que lo que nos proponen hoy nuestros políticos es la alemanización de Europa y creo que esta referencia radiofónica es perfectamente congruente con lo que escribí la semana pasada sobre este autor. El escenario de sus grandes novelas no se encuentra en su país. La montaña Mágica se sitúa en los Alpes suizos, cerca de Davos, en un sanatorio para tuberculosos que congrega de forma simbólica el mundo en declive. La muerte en Venecia, donde el protagonista descubrirá por última vez la belleza que le será negada, como su título indica, se sitúa en Italia. El doctor Faustus fue redactada en el exilio, en los Estados Unidos, e incluso Tonio Kröger, el protagonista de esa novela corta denostada por algunos, que lleva su mismo nombre, en un momento en el que no puede resistir por más tiempo el ambiente de su tierra natal, que lo oprime y lo sofoca, le dice a Lisaveta Ivanovna: Sí, me voy de viaje. Necesito airearme. Me marcho en busca de horizontes despejados… Esta vez a Dinamarca.

Lisaveta es la única persona con quien Tonio Kröger se siente capaz de sincerarse, una eslava, por cierto, como Claudia Chauchat de quien Hans Hastorp, el protagonista de La Montaña Mágica, se enamora perdidamente de sus huesos, de la proporción de albúmina y agua que se encuentra en sus glándulas sudoríparas y sebáceas, a pesar de su flema lastrada por las convenciones. Y sin embargo… algo huele a podrido, como se sabe, en Dinamarca. Igual que en la laguna y las calles estrechas que bordean la plaza de San Marcos donde Von Aschenbach en La muerte en Venecia, embriagado ante la posibilidad de alterar su destino, reconoce que la pasión y el delito, no se encuentran a sus anchas en medio del orden y el bienestar cotidianos.

Yo no sé si sería demasiado sugerir  que, desde el tranquilo discurrir del tiempo en un sanatorio y la placidez de la rutina compuesta por seis comidas al día, sin tener que moverse de la chaise longue o alejarse demasiado del recinto para entrar en contacto con gentes de otras culturas, Thomas Mann describió como nadie el mundo al que pertenecía, contemplando con un sosiego tenso y desacostumbrado, totalmente fuera de lo común, cómo este mundo se desmoronaba. También Antonio Machado, al referirse a Kant, había dicho que con la mano en la mejilla lo conoció todo.

En cualquier caso no estoy solo al hacer esta valoración. Fue Steiner quien refiriéndose a su arrogancia escribió que sus novelas, sus relatos y sus ensayos, descuellan por encima de su persona. Y por eso mismo, porque por encima de todo era un gran artista en el que la verdad hablaba por encima de sus diseños, pudo ver la decadencia deslizándose con fantasmal rapidez a lo largo de los muros de la vieja casa del orden, escuchar el balanceo del péndulo del reloj de la muerte en los rancios tabiques.

Pues Thomas Mann como muchos de los personajes que iría creando en sus obras, tuvo un especial olfato para reconocer cuándo lo aparentemente firme empezaba a dar muestras de venirse abajo. Y aunque se presentara en cada uno de ellos como un punto de inflexión en su historia personal, fue capaz de elevar esa intuición a símbolo de una época. Lo asombroso, lo extraordinario en él, fue que nunca abandonó la visión del mundo y de la vida que desde su rincón burgués se le ofrecía.

Desde el anclaje en su propio cuerpo, atravesado por el deseo aterrador de ser como esos gitanos que viajan en un carro verde, lo ambicionó todo y por encima de todo, ser otro distinto. Distinto de aquél en el que voluntaria y conscientemente se había acabado convirtiendo: un elegido, un desclasado. Para sus padres un artista inútil, alguien que no participa de las decisiones que hacen funcionar el mundo. Para los artistas un burgués arrogante, henchido de vanidad, tocado por la fiebre del éxito que le hace confesar en una carta a Otto Grautoff, un antiguo compañero de escuela que le había preparado una recensión que debía acompañar a la publicación de Los Buddenbrook: a veces se me revuelve el estómago de ambición. Para él mismo, cuando se reconoce en el papel de Félix Krull, un estafador, o el joven falso que se oculta tras los afeites y el maquillaje de un viejo verde que observa aturdido y confuso a su sosias, mientras el vaporetto donde viajan juntos se desliza por las aguas de la laguna hacia el Lido.

Porque en verdad ¿qué es la vida? se cuestiona Hans Castorp mientras va leyendo libros de anatomía, fisiología y biología aprovechando el tiempo libre que le permite aumentar sus conocimientos ¿El ser de lo que en realidad no puede ser, de lo que únicamente se balancea en precario equilibrio -con placer y dolor a un mismo tiempo- sobre el vértice dentro de este complejísimo proceso de descomposición y renovación?

En el Doctor Faustus, que Thomas Mann escribió mientras luchaba por vencer la tuberculosis que tan bien conocía desde los años de La Montaña Mágica, en el careo que tiene lugar entre Adrián Leverkühn y el diablo, éste responde: Nuestro regalo preferido es el reloj de arena. El agujero a través del cual se escurre la rojiza arenilla es tan fino que el ojo no consigue percibir cómo va disminuyendo el contenido de la cavidad superior. Sólo al final parece precipitarse el movimiento. Pero el final está lejos, tan grande es la estrechez del agujerito (…) Pero el reloj está en movimiento, la arena ha empezado a escurrirse y de esto quiero hablar contigo, precisamente.

 

 

 

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Un león coceado por borricos

13 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Adorno, Balzac, Bertolt Brech, Goethe, Hesse, Joyce, Julien Gracq, Nietzsche, Robert Musil, Thomas Mann

Cuando pienso en Thomas Mann, otra imagen que me viene a la cabeza es la de Herman Hesse. Y ambas se asocian a un tiempo en el que leer era para mí entre otras cosas una forma de vivir la amistad. Acababa de leer El lobo estepario y aún sentía el entusiasmo que me había transmitido su lectura, cuando un amigo me recomendó que leyera Tonio Kröger. Empujado por el deseo de compartir, lo hice, pero al compararlo con Hesse, que entonces me parecía una personalidad extraordinaria, recuerdo que Thomas Mann se me antojó un autor frío, demasiado intelectual, además de algo pedante. Por ello no acabé de entender que mi amigo pudiera considerarlo un autor superior.

Con el tiempo y después de superar lo que hoy no dudo se trataba de un prejuicio (abundan en lo referente al valor que algunos atribuyen a las aportaciones que Thomas Mann hizo a la novela del siglo XX) comprobé que no sólo a mí, sino a otros lectores más expertos, especialmente novelistas, que ejercían de críticos, las maneras irónicas con que Thomas Mann suele dirigirse al lector no agradaban. Así por ejemplo, con motivo del centenario del escritor (lo cita Marcel Reich-Ranicki en su obra Thomas Mann y los suyos) Martín Walser, el autor de La guerra de Fink  y Una fuente inagotable, no vaciló en afirmar en aquella ocasión, en un debate televisivo, que Tonio Kröger era el peor relato del siglo escrito en lengua alemana. Y lo hacía con tal ensañamiento (hablo por boca de Marcel Reich-Ranicki, que lo oyó) que unos años después en su libro Ironía y arrogancia, Martin Walser acabaría justificando con todo lujo de detalles, cuadros sinópticos incluidos, el porqué de un juicio tan radical. Lo que no dejaba de ser un dato curioso, en opinión del biógrafo de la familia Mann, dedicar tanto esfuerzo a atacar una obra tan mala.

Luego he visto otras veces repetirse juicios semejantes que me han parecido tener sólo una pretensión: derribar el pedestal merecido donde la historia ha colocado al coloso. Fue el caso de José María Valverde, el gran traductor de Ulises al castellano que, no teniendo otra cosa que decir de Mann, remachaba la idea de que éste no había demostrado ninguna sensibilidad por la exploración de las virtualidades del lenguaje mismo. Valverde hace algo parecido con Jünger a quien como escritor prácticamente ignora, demostrando únicamente una gran incomprensión que no supera el desencuentro político. Como si no hubiera en el campo amplísimo que recorre la novela del siglo XX otro lugar que el propuesto por James Joyce.

Ciertamente la obra de Thomas Mann no abre la posibilidad de explorar espacios nuevos pero es que el punto de partida y su intención son otros. La novela que se desarrolló a lo largo del siglo XIX sobre todo en Alemania, tomando como referencia a Goethe y también Balzac en Francia, delimitan claramente su propósito. Toda su vida se sintió el legítimo sucesor del primero, aunque reconociera con tristeza que la salud que ha de acompañar a un arte luminoso, hijo de la pura racionalidad, le estaría siempre vedada. Una suerte, a mi entender, el que en la lucha por conquistar su verdadera naturaleza venciera la vena fáustica que al maestro, en cambio, le inquietó tanto.

Convencido del papel que habría de representar en la historia de la literatura europea, Thomas Mann agotó un camino que en adelante ya no podría ser transitado. Su misión, dicho gráficamente, sólo le permitía avanzar en un sentido único que trazaba su propio límite abismal. Joyce repetiría algo parecido, aunque tomando como objeto de su experiencia el propio lenguaje. En relación con el paisaje de la cultura alemana y la nostalgia de cosmovisiones, el efecto de la obra de Thomas Mann es cuanto menos de igual calado o más profundo si se mira desde la perspectiva de los acontecimientos en los que en la actualidad nos vemos involucrados.

Por eso me sorprende también que en Francia, un crítico tan fino como Julién Gracq que además ha escrito una novela fascinante que lleva por título El mar de las Sirtes, al referirse a la literatura alemana, en Leyendo escribiendo afirmara que las reflexiones teóricas de Thomas Mann en Tonio Kröger y en La montaña mágica acaban desgarrando el tejido novelesco y se extienden bajo formas de hernias desagradables. Como si pudieran compararse un texto que antes que nada se presenta como la declaración de intenciones de un escritor burgués que, incapaz de superar sus prejuicios de clase, se dirige básicamente a aquellos que buscándose en los otros aún no saben a qué mundo pertenecen, con una novela que describe el hundimiento de un mundo (magistralmente representado a lo largo de las casi mil páginas del relato) en el sentido en que lo es una cultura y un sistema de referencias que llegó a representar los valores del humanismo en el conjunto de Europa, de cuyas secuelas parece que estamos aún lejos de habernos recuperado.

Que a Julien Gracq le habría gustado que la estética adoptada para desarrollar la historia narrada por Thomas Mann fuera una estética distinta que prescindiera de las ideas (que son justamente una parte esencial, sino el verdadero sujeto del relato) eso es algo que no creo que deba discutirse. Pero que La Montaña Mágica habría quedado convertida de esa manera en un ejercicio más en el contexto de la novela decimonónica ampliamente agotada en 1923, es sin duda clarísimo. Yo veo a Thomas Mann en La Montaña Mágica, (la he leído tres veces y para mí constituye un auténtico texto de goce) como al último escritor que ha podido construir un relato de la Europa moderna escindida por sus contradicciones internas, y lo ha mostrado como el gran desenlace de su tradición.

Bertolt Brech escribió que la cultura (hablo de memoria y creo que es una cita de Adorno) se encuentra edificada sobre un montón de caca de perro. Thomas Mann en mi opinión llegó a poner de relieve los componentes orgánicos de esa caca, que no es de perro sino, parafraseando a Nietzsche, una caca demasiado humana: los ingredientes últimos del ideal de la cultura burguesa. No conoce otra Mann, no se relacionó nunca con nadie que no perteneciera a su clase, ni tampoco con la canalla que indiscutiblemente le atrajo. Uno de sus últimos libros precisamente recorre la historia de un estafador.

El temor y los recelos de sus detractores podrían comprenderse si se piensa que la tierra por él labrada y trabajada profundamente quedó tan agotada tras su paso, que era absurdo pensar que para su recuperación podía bastar con un tiempo de barbecho. Entiendo que moleste a algunos que después de él, han tenido dificultades para obtener buenos réditos de su oficio. Las formas de espesor granítico en que se ocupó necesitaban de una maquinaria literaria de gran potencial, Robert Musil por ejemplo, que las empujara a un lado antes de volver a trabajar.

¿No será que con Thomas Mann ocurre aquello que Shopenhauer dijo de Kant, que fue un león coceado por borricos?

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