CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Flaubert

Como un tigre feroz (2)

15 Sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Flaubert, George Sand, Maupassant, Proust, Roland Barthes, Turguéniev, Voltaire

Marcel Proust, quien no admiraba excesivamente el estilo de Flaubert, decía elogiar, más que otra cosa en sus libros, el que podía sentirse en ellos el paso del tiempo. Y si es cierto que de un modo general el tiempo está presente en su obra, en Bouvard y Pecuchet ese tiempo (que permite suponer que desde el primer encuentro entre los dos escribientes, en el boulevard Bourdon, hasta el momento en que deciden volcarse sobre sus respectivos escritorios y ponerse manos a la obra para ordenar La Copia, han debido pasar cerca de treinta años) es un tiempo circular, repetición de lo mismo, que en nada participa de la fugacidad que evoca Proust en A la Recherche du temps perdu.

De ahí que algunos intérpretes, incomprensiblemente, hayan decidido descalificar Bouvard y Pecuchet porque en su desarrollo no se ve que envejezca nadie, ni resulta verosímil que dos ancianos de setenta años decidan en un momento dado someter su cuerpo a prácticas gimnásticas absolutamente inadecuadas para su edad. Lo que de acuerdo con su limitación de miras, les permite juzgar que es imposible que sus protagonistas lleguen a aprender algo nunca y se vean condenados a repetir de forma grotesca los mismos errores, como dos cretinos que carecen de inteligencia.

Guy de Maupassant, en cambio, nos recuerda y valdría la pena tenerlo en cuenta, que Flaubert había crecido en la época de la plenitud del Romanticismo, que se había alimentado con las frases rotundas de Chateaubriand y de Víctor Hugo y sentía en su interior una necesidad lírica que no podía explayar completamente en libros concretos como Madame Bovary. Necesidad de expansión lírica (romántica) que Flaubert mismo reconoció siempre que no le había abandonado nunca. Y que en la misma época en que redacta su novela hizo que le comentara a George Sand: Para mí es muy secundario el detalle técnico, la información local y, en fin, el lado histórico y exacto de las cosas. Lo que yo busco, por encima de todo, es la belleza.

¿Tiene sentido entonces objetar una falta de realismo en Bouvard y Pecuchet? Sólo si entiende por realismo un programa que de antemano, Flaubert rechaza. Lo que demuestra más bien el comentario a George Sand es que aquellos que insisten en considerar la novela como una obra fallida, tomando como base de sus argumentos presupuestos falsos, vienen a ratificar hasta qué punto tenía razón su autor cuando lamentaba esa forma de vivir mediocre, propia de la burguesía de su tiempo, que es capaz de negar el acontecimiento por no haberlo previsto. Aunque Flaubert sea consciente del riesgo que asume con ese proyecto, en el que iba a jugarse los años que le quedaban al todo o nada, no existe para él la posibilidad de asumir una consigna que ignora que acaso lo real sea otra cosa.

Como aquél que evita ponerse un chaleco demasiado estrecho porque siente que le impide moverse con soltura, también Flaubert prefiere el frío de su torre de marfil al calor de los bárbaros que intentan demolerla. Así el primer gesto de libertad en el que se reconoce Pecuchet después del flechazo que ha sentido ante el que será su único amigo en lo sucesivo, tiene que ver con el abandono de aquella pieza de ropa. Pues para Flaubert, como para su entrañable pareja, todo empieza con el despojamiento. Y aquello de lo que ha de despojarse en primer lugar el escritor es de la facilidad, de lo aprendido, de todo lo que le impida inventar de nuevo todos sus recursos, apostando por la incertidumbre que acabará obligándole a leer más de mil quinientos libros si es que de verdad desea decir algo que tenga alguna relevancia.

Libros que analizará y estudiará para a continuación negarlos, demostrando de esta forma el absurdo de que el conocimiento llegue a concluir alguna vez; llevando su novela a correr por los márgenes en que se sitúan los textos de la pasión. Hasta una forma de aburrimiento, haciendo vacilar (por decirlo con palabras de Roland Barthes que parecen escritas a propósito) los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores, y de sus recuerdos, poniendo en crisis su relación con el lenguaje. Porque es en la evasión, en los fundamentos, en la congruencia del gusto y los valores, en lo unívoco del lenguaje, donde radica justamente la idiotez, la estulticia y no tanto en la búsqueda sin término de un saber del que sólo los necios aplaudirían su posesión.

Ya que el sentido, de acuerdo a la escritura flaubertiana, debe presentarse en el acto de cruzar de un extremo al otro el texto, en ausencia de red, por el puro goce. Baste como ejemplo el reiterado consejo de Turgéniev que al repetirle que limitara el desarrollo de su idea a las dimensiones de un cuento corto, en la línea de un cuento filosófico del tipo Cándido de Voltaire, no obtiene más que una amable indiferencia que apenas busca justificarse. Porque Flaubert, además de no poder renunciar al ideal romántico de absoluto (la obra total) es un racionalista, ferozmente inteligente, al que la intuición le advierte que aceptar otra solución sería vaciarla de la carga subversiva que se ha propuesto asignar a los fracasos de su pareja.

¿Son entonces Bouvard y Pecuchet dos cretinos o dos revolucionarios? Cualquier cosa, menos inocentes. Su ingenuidad es aparente y acaso metodológica. Como la duda cartesiana en la que evidentemente su autor no creyó nunca, o la dialéctica socrática que se refuerza y crece ante la insuficiencia de las respuestas. Pues esa ingenuidad, esa aparente torpeza con la que abordan las cuestiones, expresa la sola forma en que sus contemporáneos eran capaces de escucharle a él, Gustave Flaubert.

Si después de haber escrito su primera novela, para acabar con los malentendidos, el padre de la criatura se atrevió a decir en voz alta Madame Bovary soy yo, aquí ocurre lo mismo. La identificación con sus personajes no es discutible. Basta leer atentamente el capítulo quinto, donde reenviándonos al Quijote, los dos amigos deseosos de conocimiento, repasan las obras más importantes de la literatura reciente y harto de aquel batiburrillo Bouvard acaba reconociendo que se emociona leyendo a George Sand, una de las más grandes amigas de su creador.

Leer y analizar mil quinientos volúmenes para poder hablar con conocimiento de causa (los mismos que se supone que han leído los dos patanes) son muchos. Demasiados, tal vez, para que aún se plantee quién es quién entre los tres.

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Como un oso solitario (1)

08 Sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Flaubert, Sartre, Turguéniev, Unamuno

El 13 de noviembre de 1872, en una carta dirigida a su amigo Ivan Turgéniev, Gustave Flaubert, refiriéndose al estado social de su época, le escribió las siguientes palabras: nunca el odio a cualquier grandeza, el desdén por lo bello, la aversión, en fin, a la literatura, han sido tan palpables. Unas líneas antes, en esa misma carta, el autor de Madame Bovary, víctima de una gran aflicción, (en tres años había perdido a casi todas las personas que quería) se había estado quejando de cómo la estupidez pública le desbordaba. Cosa que no quería decir que fuera a dejarse abatir por el desaliento y acabara confesándole al amigo, que estaba preparando un libro en el que iba a procurar escupir toda su bilis.

Se sabe por su correspondencia que Flaubert alimentaba este bilioso propósito, como mínimo desde 1852. Y si es cierta la anécdota que se cuenta de que a los nueve años concibió la idea de ir recogiendo por escrito las tonterías que oía decir a la gente que iba a visitar a sus padres, se podría pensar que había aguardado pacientemente toda la vida con la sola esperanza de que un día llegara ese momento. En su retiro, siempre he procurado vivir en mi torre de marfil, Flaubert no está dispuesto a no hacerse oír. Siquiera sea porque está cansado de ver cómo una marea de mierda bate sus muros para derrumbarla impidiéndole hablar con nadie sin encolerizarse, haciéndole decir que todo lo que lee sobre la actualidad le enfurece.

Flaubert inicia la redacción del libro anunciado el 1 de agosto de 1874, después de dos años de grandes preparativos.  Me lo he jurado. Ya no puedo dar marcha atrás. ¡Pero qué miedo tengo! ¡Qué congoja! Su ánimo es el de aquél que ha comprendido que va a amarrarse al potro para el resto de su vida. Porque Bouvard y Pecuchet (tal es el nombre con el que decidirá titular la obra -el mismo que el de sus protagonistas) se publicaría sólo póstumamente en 1880 después de que su autor sufriera una congestión cerebral que habría de impedir que lo acabara, negándole la suerte de ver cumplido su propósito.

Pero la relación que expresa esa dependencia incómoda que Flaubert establece con sus libros y sus personajes, a los que a menudo no puede oírles hablar sin irritarse, no es nueva en él. La larga correspondencia que mantuvo con Louise Colet durante la redacción de Madame Bovary, abunda en expresiones que ilustran un sentir que se alimenta de la pasión obsesiva que forman el amor y el odio. Un odio dinámico, que se caracteriza por el deseo de venganza que Flaubert siente contra la clase social que constituye la burguesía de su época (a la que él mismo pertenece) y a la que se cebará en describir con punzante ironía en la mayoría de sus obras; una clase social, cuyo desconcierto es tal, según le explica a Turguéniev, que ni siquiera tiene el instinto de defenderse. Aunque fuera el suyo, un odio no sangriento que podía aplacarse gracias a la fuerza y los límites que le imponía su amor por las palabras.

Porque Bouvard y Pecuchet es, como se ha dicho tantas veces, una gran Enciclopedia de la tontería humana (Flaubert mismo, un año antes de morir, había propuesto ese subtítulo para su publicación) o de la idiotez, como prefería decirlo Sartre con una palabra más incisiva, al considerar que Flaubert identificaba la tontería con el mal y al tonto con el opresor, hallando de esta forma una razón que explicara su necesidad de enfrentamiento; o la estulticia como se prefiere también traducir más delicadamente el término francés bêtise. Pero lo cierto es que es también un libro (al menos ésta ha sido mi experiencia confirmada con cada nueva lectura) donde no faltan los motivos para admirarse de la entrega sin condiciones que Flaubert hace a la humanidad por medio de la práctica de la literatura, que le hace cómplice de forma inevitable de aquello que ataca y critica. En el mes de setiembre haré excursiones arqueológicas y geológicas por la Baja Normandía; como siempre para mi pareja de idiotas. Tengo miedo de serlo yo también, le dice, una vez más, a Turguéniev, con quien a través de las cartas aprovecha para sincerarse.

El amor por las palabras que experimenta, desde su particular vivencia, como un ideal inalcanzable y que siente, aunque se empeñe en aparentar lo contrario, por sus criaturas, haciendo que se embarque con ellas en los proyectos más osados. Como le ocurrió sin duda a Cervantes al comprender el destino amargo que aguardaba a Alonso Quijano a quien, ya próximo el final de su historia, decidió devolverle la cordura. ¡Cómo sino mantener la fuerza necesaria para no flaquear y seguir firme ante la mediocre aspiración de una época que le hace imaginarse como un oso solitario!

Sin estar totalmente de acuerdo con Miguel de Unamuno, que creyó adivinar en el destino de los protagonistas de la novela un destino trágico, donde otros sólo habían visto el resultado de una tarea absurda e idiota, Bouvard y Pecuchet es para mí una obra que se podría rodear de esa aureola, pero en la que la visión lúcida de la escritura en ella expuesta, consigue que el transcurso del tiempo no haga sino multiplicar las ideas que sugiere; que no renuncia a hacer escarnio de sí misma y que muestra una extraña ternura por esos dos entusiastas que no se rinden y continúan desplegando después de cada fracaso, una energía mayor que cuando debieron ser jóvenes. En el momento en que se retiran para emprender la segunda parte del libro que debía titularse La copia, Bouvard y Pecuchet deben frisar ya los ochenta años y no parece que esa circunstancia haya dejado en ellos ninguna mella.

Así, el paso del tiempo contra el que Flaubert se rebela ideando para sus protagonistas una especie de juventud eterna, cuando la mente no se proyecta ya naturalmente hacia el porvenir, es que uno se ha hecho viejo, al asociarse con la imposibilidad de un progreso en el que no cree, el futuro es lo peor que hay en el presente, resultará ser a la postre lo que los salve del destino trágico que en una lectura tendente al patetismo les había asignado Unamuno.

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El amarillo de Flaubert

14 Sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Flaubert, Joyce, Leibniz, Michel Foucault, Stefan Zweig

En algún lugar he leído, no puedo precisar dónde, que la intención que movió a Flaubert a escribir Salambó, fue la de producir la impresión del color amarillo. Si fue ésta su intención o trató sólo de contestar con una broma a una pregunta que no le apetecía responder, no creo que lo resolvamos nunca. Las razones por las que un escritor aborda un libro (la elección del tema, los sucesivos cambios que desde el plan inicial hasta la consecución del mismo se ve como forzado, por un imperativo, a practicar) son, sin lugar a dudas, muy oscuras, cuando no imposibles de desvelar.

En Tiempo y mundo Stefan Zweig, en el capítulo destinado a estudiar el secreto de la creación artística, plantea la posibilidad de que el artista, que en principio podría ser la persona más capacitada para ofrecer una respuesta concluyente sobre los motivos que le han empujado a llevar a cabo su obra, no puede darla, precisamente porque, al igual que el criminal enajenado reconoce no entender qué pudo haberlo empujado a cometer su crimen, también él se hallaba fuera de sí, en el momento de la creación.

La explicación tiene claras resonancias románticas, pues se deduce de ella que el artista, llevado por la inspiración, sería víctima de una especie de rapto. ¿Cómo tener en cuenta su opinión,  si no se hallaba presente en el proceso creativo? Sin embargo, Zweig aclara que, en ese rapto, éxtasis dice él, valiéndose del sentido  que adquiere la palabra en griego, en ese estar fuera de sí que sufre el artista, él mismo no es llevado muy lejos, pues el lugar donde ha sido conducido, es precisamente al interior de la obra en gestación. Imagino que en esas circunstancias, la vuelta al mundo compartido, donde las palabras significan lo mismo para todos, sólo acabará de realizarse con la aparición pública de la misma; momento en el que todas las dudas, todas las vacilaciones, todas las correcciones y aciertos que fueron aceptados como tales desde el primer o último momento, se acabaron resolviendo por un inesperado prodigio. Extraña paradoja según la cual lo más próximo deviene inevitablemente lo más lejano.

Así resulta que, hallándose el autor, escritor, pintor o músico, tan cerca de su criatura, pero fuera de sí, es incapaz de dejar clara constancia de lo sucedido. Pienso en mis ojos sobre la pantalla del ordenador, en este preciso momento, en la estrecha proximidad en que se encuentran con mi pensamiento, completamente invisibles a ellos mismos, ciegos absolutamente al movimiento que describen. Algo de lo que Stefan Zweig quería hacerme entender, se ha hecho presente: El artista, no vive en nuestro mundo, sino en el suyo y por eso no puede ser al mismo tiempo testigo presencial de su quehacer.

Con su humor habitual, James Joyce ya había advertido antes, que el artista queda fuera de su creación arreglándose las uñas. Aunque su lugar respecto a la propia obra parezca ofrecerle una visión privilegiada, carece de criterio para hablar de ella. Se diría en cierto modo, que la obra no le pertenece y la firma con que rubrica su autoría, no debería contar, o al menos no más de lo que pueda contar la de cualquier otro que se haya mantenido a la adecuada distancia. ¿Pero qué distancia sería esta? ¿La del espectador o lector ingenuos? ¿La del que se presenta cargado de expectativas, esperando verse en cierto modo reflejado? ¿La del crítico que husmeando en borradores se empapa de las vacilaciones y dudas que le impedirán gozar desinteresadamente, en un intento, como sugiere Zweig, por revivir el proceso al que se vio sometido el creador?

Por caminos distintos, algunos años después de la muerte de Stefan Zweig, cierta crítica filosófica se empeñó en despreciar, con mucha más contundencia, la relevancia del autor. ¿Quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién es el responsable de los actos? ¿Existe un sujeto de la enunciación que sea algo más que una persona gramatical o una encrucijada de pulsiones inconscientes? Cuestiones, todas estas, que planteaban un buen número de interrogantes y ponían en entredicho mucho más que categorías estéticas. Sin embargo, aquellos que habrían deseado poner fin al asunto de forma definitiva, quedarán puestos en evidencia al intentar demostrar que ellos mismos no vivían un espejismo. Téngase sino en cuenta, la difundida tesis de Michel Foucault, el hombre ha muerto, que ya en su última obra importante, había dejado de ser una tesis significativa.

Llegados a este punto, yo planteo a mi vez la imposibilidad de que ningún texto u obra artística que haya trascendido a su época, sea reductible a la substancia de su autor o dicho de otra manera, a lo que él mismo quiso o creyó haber puesto en ella. Pero también creo que es imposible que no lo sea. No importa que aquí surja una nueva paradoja. Las obras no irán nunca más allá de su productor.

Como las mónadas que imaginó Leibniz, el escritor, el artista en general, re-crea el mundo que está contenido en él. De ahí que cuando hubo gran literatura se trató siempre de escribir un único libro. No parecerá raro entonces que en la búsqueda de intenciones y motivos que ayudaron a dar forma a una expresión artística propia, siga manteniéndose aún viva la vieja cuestión del secreto.

 

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