CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

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Los otros nombres de Beckett

05 Sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Beckett, Descartes, Heidegger, Hemingway, Nietzsche

Ahora debo hablar de mí, aunque sea con su lenguaje, será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo, de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy… Es la voz del Innombrable, el protagonista de la última de las novelas que forman la trilogía francesa de Samuel Beckett, escrita en un idioma que no era su lengua materna, según él mismo comentó alguna vez, por el interés exclusivo de empobrecerse.

Como un pintor que sabe que domina demasiado la técnica y empieza a dibujar con la mano izquierda para renovarse y no caer en manierismos, también Beckett, al igual que sus personajes que se dedican a ir de un lado a otro sin motivo aparente con la mochila cargada con lo indispensable, buscando dónde parar (aunque nunca nada pueda parar y nada se detenga nunca) decidió un día abandonar la casa confortable de su lengua nativa, en la que había aprendido el significado de las cosas, con el propósito de  indagar y explorar más de cerca la realidad.

Una lengua es por encima de todo y en primer lugar un mapa que nos ayuda a orientarnos en el territorio, y sólo más adelante se convierte en un arma que permite controlar y dominar lo que nos rodea. Gran parte de la obra de Nietzsche consiste en mostrar este aspecto casi invisible del lenguaje, que sin embargo Beckett rechaza. Beckett representa en este sentido la antítesis del cazador.

Si Hemingway se pasó la vida tras el elefante blanco y descubrió muy tarde que no se hallaba más que en la propia idea que se había formado de él, Beckett supo desde el principio que el objetivo que perseguía no estaba más lejos que la lengua que habitualmente utilizaba. Con ese cambio, que supuso sustituir el inglés por el francés, Beckett se negó la felicidad del uso de las palabras y los juegos de artificio a que era tan sensible, con la esperanza de que no añadieran más obstáculos a la empresa que se había propuesto. Porque lo que buscaba no era evadirse contando historias como hace Malone (el protagonista de Malone muere) mientras espera aburrido a que llegue el final; sino adentrarse en un territorio inexplorado donde no fuera impensable una lengua hecha de balbuceos insignificantes. ¿Es posible, aunque se trate de una posibilidad remota, vivir una experiencia anterior a la aparición de los nombres que nos ofrezca el ser, bajo un aspecto distinto al de su dominación?

Como Mercier y Camier, personajes que extrajo de su ingenio, él tampoco quería ser desviado de la ruta. Era reconocible que en el idioma inglés donde Beckett se había desarrollado en su primera época de escritor, siendo secretario personal de James Joyce, éste había agotado todas las existencias en un derroche sin precedentes. De ahí que Murphy, que conoce el absurdo de querer seguir gastando, se niegue en redondo a trabajar y busque la verdad sentado en su mecedora. Por ello en su etapa inglesa a la que pertenecen las novelas Wat y Murphy, los juegos verbales y el absurdo de las situaciones parecen orientados muchas veces a despertar la risa, por más tristes que sean las circunstancias en que se encuentran los protagonistas de esas historias; mientras que al sustituir su primera lengua por el francés (lengua que aunque Beckett utilizaba a la perfección debía tener para él una textura más áspera y seca, menos melódica) aquella risa fue perdiendo progresivamente presencia hasta convertirse a menudo en una mueca de extrañeza que no dudará en expresarse en ocasiones con gritos sordos de angustia y de dolor.

En este sentido el recorrido que atraviesan los personajes de sus novelas, cada vez más despojados de todo, resulta consecuencia directa de haber ido conquistando una forma nueva de acercamiento a lo real. Una corbata, un paraguas, un sombrero o la camisa acaban siendo tan superfluos como unos calcetines.

Hay quien ha sugerido la presencia del pensamiento cartesiano en las ficciones de Beckett: la separación entre cuerpo y pensamiento, como si se tratara de dos sustancias que escinden al sujeto; razón por la cual sus personajes se sentirían excluidos del mundo de forma que el vínculo que habrían debido de establecer con las cosas permanecería inevitablemente roto. Pero Samuel Beckett era ateo y el recurso que encontró Descartes en la figura de Dios, que habría de permitirle recomponer la unidad perdida entre el espíritu y el mundo, él no lo podría aplicar.

Yo no creo sin embargo, que el problema que plantea su escritura tenga que ver con esta cuestión. Y me parece necesario que el despojamiento que ejerció sobre el espíritu acabara identificándolo con su sustancia física. El sufrimiento absurdo que se respira en sus libros es real e incontestable.

¿Qué dolor será comparable al que sufren esas figuras desarraigadas que en cualquier momento pueden despertar en el fondo de un cubo de basura o perder las piernas para convertirse en un torso con cabeza obligado a ver pasar, fugaz o eternamente, ante sus ojos siempre abiertos, sombras o reflejos de seres quizás reconocibles de otra época, o a oír meros susurros que no llegan a precisarse como verdaderos sonidos? ¿Qué decir de Molloy ocupado en chupar guijarros que va guardando en los bolsillos de su roída chaqueta, o de Malone cuando intenta acercarse el bacín con la ayuda de un bastón porque ya no puede o no encuentra una razón que lo empuje a levantarse de la cama?

Si el lenguaje es como decía Heidegger la casa del ser, lo que si puede afirmarse que logró Beckett con su literatura, fue dejar la casa desmantelada, ocupada únicamente por restos de cascotes y ruinas, en cuyo techo abierto en adelante sólo brillaría la noche estrellada. Como las ruinas a las que se acercan para dormir a resguardo esa pareja inolvidable que forman Mercier y Camier que cuando evocan descuidadamente los días calurosos de su juventud, tanto nos recuerdan a sus antepasados Bouvard y Pécuchet.

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A propósito de la caza mayor

28 Sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline, David Sandison, Freud, Hemingway, Joyce, Nietzsche

No hace mucho, yendo de librerías, pude comprobar que había empezado a reeditarse de forma más o menos abundante la obra de Ernest Hemingway, un autor que fue una referencia para los que éramos jóvenes a principio de los setenta cuando todavía estaba vivo el dictador y los toros no sufrían persecución y en las familias acomodadas había siempre alguien que disfrutaba de licencia de caza.

Desde posiciones ideológicas muy diferentes, el encaje de Hemingway en el panorama literario español de entonces requirió cierta cintura y no menos pragmatismo para adecuarse a las circunstancias. Había participado en la guerra civil como corresponsal del North American Newspaper Alliance con un claro compromiso en favor del lado republicano, pero las leyes de la naturaleza siempre implacables o acaso la propia conciencia del escritor comprometido principalmente con la literatura harían que pagara por esas faltas.

A Ernest Hemingway le fascinó siempre España y en particular los toros y todo aquello que tenía que ver con la fiesta que Franco se había encargado de exportar como el símbolo más propio del país. Su relación con el régimen por fuerza tuvo que ser ambigua. Él mismo, cuando se enteró de la victoria final de las tropas fascistas, escribió: Los muertos dormirán con frío esta noche en España y dormirán con frío todo el invierno mientras la tierra duerme con ellos. Los muertos no necesitan levantarse. Ahora forman parte de la tierra y la tierra no puede conquistarse nunca… Sobrevivirá a todas las formas de tiranía. Pero no tendría escrúpulos en celebrar su sesenta aniversario en la España del desarrollismo de Franco, rodeado de bailarines flamencos y fuegos artificiales donde, totalmente borracho, como lo refiere David Sandison en su biografía, se atrevió a disparar con una escopeta de feria a unos cigarrillos encendidos que el torero Antonio Ordóñez sujetaba con los dientes.

Aplaudido como un autor que saboreó el éxito casi desde el principio, Ernest Hemingway se sintió siempre un fracasado. El Premio Nobel que le había sido concedido siete años antes en 1954, no había hecho más que empeorar las cosas, pero los gestos recios de que se servía para demostrar en un momento dado su repentino acuerdo con la vida, contribuyeron sin duda a que en España se planteara la conveniencia de incluirlo entre los autores de culto.

El 2 de julio de 1961, al amanecer, después de un periodo de grave depresión inducida por el consumo de alcohol que le llevó a admitir que había perdido definitivamente su talento, tras ser sometido durante semanas en la primavera anterior a una terapia a base de electrochoques, Ernest Heminway ajustó sus cuentas con el mundo y con todos aquellos que, como los tiburones que acaban devorando al pez espada en El viejo y el mar, se habían encargado de negarlo hasta convertirlo en menos que cero.

Existe una buena galería de escritores que han acabado hartos de vivir pero no son tantos los que han llevado el hartazgo hasta el límite. Se requiere un carácter violento para quitarse la vida con una escopeta de caza. Yo no dudo que Hemingway lo tenía. De él se cuenta que en cierta ocasión, viendo una corrida de toros, saltó a la plaza con la voluntad de someter con sus propias manos al animal, aunque al final resultara no ser más que una vaquilla. No lo juzgo. Pero resulta revelador subrayar un carácter cuya necesidad de medirse con el peligro implicaba la lucha cuerpo a cuerpo por el reconocimiento de sus cualidades más viriles. De sobras es conocido que el brío que aseguraba que hacía falta para enfrentarse con una bestia salvaje no le asistía en sus relaciones amorosas y estaría por ver si era tan decisivo a la hora de apretar el gatillo contra un león.

A mi me pasa lo que a Joyce cuando decía no entender a aquel hombre que se había presentado ante él como un representante de la literatura americana en París y sólo pensaba en organizar cacerías en África. Incluso aunque la chica, al final de la historia, como sucede en La breve vida feliz de Francis Macomber, se acabe quedando con el cazador experimentado.

En la Genealogía de la moral Nietzsche nos recuerda que los instintos que se reprimen se vuelven contra uno mismo. Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis para confirmar este acierto del filósofo alemán y la historia del cristianismo muestra la puesta en práctica de esa verdad.

Hemingway no fue nunca un intelectual y cuando lo intentó acabó estropeando lo mejor de sí. Su talento fue el de un escritor que acabaría dejándonos novelas y cuentos precisos como maquinarias perfectamente ajustadas llenos de nostalgia de la vida (para él siempre estaba en otra parte) y sabor local que hacen las delicias de aquellos que, como escribió Céline, sentimos que el viaje es por entero imaginario.

Quizás después de todo, lo que ocurrió fue que en un momento de lucidez, cuando el final ya corría a su encuentro de forma inevitable, Hemingway reconoció que la única pieza que había perseguido y querido cazar desde siempre, era esa que lo observaba ahora desde tan cerca, con ojos como perdidos de gran mamífero exhausto.

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