CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Freud

Martillazos contra la pared

18 sábado Oct 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Borges, Casa Tomada, Edipo, Freud, Julio Cortázar, Kant, Morelli, Proust, Saúl Yurkievich, Valle Inclán

Parece que es evidente que a Julio Cortázar, la casa del lenguaje que un día heredó de sus ancestros, amplia y confortable en el momento en que llegó para habitarla, debió ir convirtiéndosele, a medida que iba desarrollando su escritura, en un espacio incómodo y estrecho que habría que abandonar a la larga. Así los personajes de Casa Tomada, tras haberse ido habituando poco a poco a no pensar, se puede vivir sin pensar, dice en un momento el narrador de la historia mientras él y su amiga saborean las ventajas que imponen la rutina doméstica de una vida muelle sin cargas, después de descubrir que la casa sigue ocupada por una presencia fantasmal, acaban reconociendo que vale más rehuirla y abandonarse a la suerte que pueda ofrecerles la intemperie. Es el sueño del viaje con que se inicia el relato de occidente, la raíz mítica que alimenta toda partida y exilio del héroe.

Saúl Yurkievich, ha escrito en el estudio introductorio a Teoría del túnel que para Julio Cortázar escribir constituye una tentativa de conquista de lo real. Lo cual, sin duda, es cierto, porque ¿con qué malla, con qué red, por qué medios de seducción lo real acabaría entregándose finalmente? Eso real que ya obsesionó a Edipo tanto como obsesionaría a Kant, a Freud, a los buscadores de la verdad más tenaces.

Desde el origen de la filosofía esta pregunta lleva inscrita en su memoria una larga lista de pretendientes que han ido cayendo uno tras otro en pos de esa entelequia, acaso un monstruo de múltiples cabezas cuya imposible presencia solo se deja insinuar de manera abstracta, como deseo del sujeto pensante. De ahí que no sea extraño que Morelli, el viejo escritor que teoriza sobre el sentido de la nueva novela en Rayuela (la obra en la que Cortázar lleva a cabo con más consistencia su tentativa de conquistar lo real), reconozca que en el momento de ponerse a escribir hay primero una situación confusa que sólo puede definirse en la palabra que lo fuerza a preguntarse con una firmeza obsesiva ¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo quince mil veces como martillazos contra la pared con la esperanza remota de que alguna vez algo responda desde el otro lado.

En una entrevista que se le realizó a Borges (no recuerdo si fue real o ficticia o si aparece en alguno de sus cuentos) Borges sostenía que estaba harto de ser Borges. De forma parecida yo creo que lo mismo lo podría haber mantenido Horacio Oliveira en Rayuela. Pues qué lo habría llevado hasta París, si no fuera el hastío, el ansia de ser otro en otra lengua del lado de allá, ese anhelo vislumbrado de libertad que viene a significar la presencia de la Maga, el descubrimiento del glíglico, que consiste en hacer trastabillar el idioma en su compañía; ingenuidad del porteño que piensa que la vida (donde la vida viene a coincidir con lo real) está siempre en otra parte.

Como les ocurre a los habitantes de la Casa Tomada, para quienes la posibilidad de abandonar el hogar donde vivieron los abuelos abre ante ellos la posibilidad de iniciar una vida sin ataduras, a Horacio Oliveira la idea de extraviarse por un laberinto desacostumbrado o mirar pasar el río bajo otros puentes, a la espera de que en cualquier momento la Maga pueda aparecer inclinada sobre el agua en uno de ellos, le permite imaginar que la bestia que custodia su destino podría al fin morir.

De ahí que la desaparición de Lucía, la Maga, que viene a producirse tras la muerte de Rocamadour (anticipada, a lo largo del capítulo 20 de la novela con una belleza y un patetismo del que sólo Cortázar es capaz), tenga sobre Oliveira el efecto de un relámpago que lo despierta bajo una lluvia asfixiante de talco, haciéndole adquirir conciencia de que ha perdido la fuerza para seguir buscando. Como le sucede al protagonista de la Recherche de Proust, cuando al superar un último repecho en el camino, ya en plena madurez existencial, para contemplar las fuentes del Vivone de su niñez, descubre que la maravillosa fuente no era nada más que una especie de lavadero cuadrado con burbujas.

Final del mito.

La Maga ha desaparecido y lo ha hecho como si se la hubiera tragado la tierra, o aún algo más probable, que se hubiera ido con el Sena… la Maga, que, como acertó a ver Lezama Lima, era para Horacio Oliveira el único apoyo inquebrantable.

Y así, después de esta iluminación, de este satori al que no ha hecho falta añadir ningún bastonazo, qué podría esperarse sino el regreso del héroe que vuelve a casa confuso después de tantas vicisitudes, los fantasmas que habrá de afrontar nuevamente después de haberlos dado al olvido, los dobles del lado de acá, en Buenos Aires, Talita desplazándose de un lado a otro bajo la apariencia de la Maga, estratagemas de seducción fracasadas que precipitarán su caída en lo grotesco, la deslealtad con el amigo Traveler, que acabará arrastrándole hacia la morgue, puentes inestables que solo gracias al humor y la risa que los sacude, sortearán frágilmente el abismo sin lograr cumplir con éxito el rito propuesto de unir dos ventanas, dos conciencias, para compartir una bolsa de mate. Después ya sólo podrá contarse con máquinas de guerra que en realidad sólo quieren servir para la defensa: piolines y palanganas llenas de agua al abrigo de la noche, los puchos de cigarrillos que caen desde la ventana de uno de los pisos del manicomio sin pasar de la casilla 8 de la rayuela donde durante el día juegan los internos, sin acertar nunca en el cielo… los brazos de la antigua novia, Gekrepten, que no ha dejado de reunir vendas y apósitos durante la espera y lo hará todo para recomponer el espíritu de Horacio hecho jirones. Después sólo quedará reconocer con Valle Inclán que si todo es absurdo por qué no va a vivir él en adelante, absurdamente.

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Cadáver exquisito

05 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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André Masson, Breton, Descartes, Freud, Giacometti, Giorgio de Chirico, Jack J. Spector, Marx Ernst, Miró, Morandi, Novalis, Picasso, Surrealismo

Las hipótesis, dijo Novalis, son redes. A veces al recogerlas encontramos algo. Pero el inconveniente de esta forma de captura es que la malla se haya hecho demasiado grande. Entonces no sabemos lo que se pierde.

Como Descartes, Breton quiso fundar, de una vez por todas, el arte, hacer tabla rasa, anular la tradición y las escuelas a fin de liberar la fuerza, no del sujeto pensante, si no del inconsciente que Sigmund Freud acababa de descubrir.

No obstante, el inconsciente liberado, al negar aquello que lo ligaba al pasado, conseguía su cometido solo de un modo insuficiente y superficial. Y así como Descartes no había podido desembarazarse de ciertas categorías filosóficas sin las cuales no habría podido seguir pensando, también André Breton habría de exasperarse buscando un origen que avalara su propuesta entre sus predecesores. El fenómeno explicaría por qué tampoco pudo retener a su lado a ninguno de los grandes que coquetearon con el surrealismo: Picasso, Marx Ernst, Miró, Giorgio de Chirico.

Pues, de acuerdo con la exigencia del automatismo, toda pintura que mereciera el nombre de surrealista tenía que renunciar necesariamente a ser pintura. Una exigencia que superaba con creces la paradoja. No fue extraño entonces que los compañeros de Breton no se dejaran retener por más que este les prometiera el oro de los tiempos mientras durara el viaje:

En los presentes momentos, no hay diferencia en los propósitos fundamentales entre un poema de Paul Eluard o de Benjamín Péret y una tela de Marx Ernst, de Miró o de Tanguy. La pintura, liberada de la preocupación de reproducir básicamente formas del mundo exterior, utiliza ahora a su vez, el único elemento exterior del que ningún arte puede prescindir, a saber, la representación interior, la imagen presente en el espíritu.

Ignora Breton, al escribir este texto en La situación surrealista del objeto en 1935, que mucho de lo que hace un pintor tiene que ver con los procedimientos técnicos. Pues no existe imagen presente en el espíritu al margen del lenguaje propio de la pintura. ¿Qué quiere decir representación interior? Se diría que para él, esta representación puede existir en la mente del artista con independencia de que haya sido o no plasmada. No se da cuenta de que al operar de esta manera, confisca al creador al espacio ocupado por el sujeto, forzándolo a reconocerse entre imágenes facticias, propias de la fantasía, sobre las que también Descartes se había pronunciado, aunque fuera para desecharlas inmediatamente.

Es obvio que Breton, poseído por una gran imaginación discursiva, desconoce cómo procede el imaginario del pintor, de qué modo este opera. Pues esas imágenes que él sueña captar un día durmiendo solo alcanzan su existencia durante el proceso de elaboración de la pintura, en la dialéctica que el artista establece con los materiales, a partir de la resistencia que estos le imponen en su afán por trascenderlos.

Ni siquiera las máscaras africanas que inspiraron Les demoiselles d’Avignon, habrían cobrado su pleno significado fuera del espacio pictórico, clásico en cierto modo, en que el pintor las inserta sustituyendo los rostros de tres de las mujeres. Pues Picasso, verdadero conocedor de su arte, sabe que la pintura solo puede revolucionarse desde dentro.

Las exigencias del método onírico o el automatismo psíquico puro se muestran insuficientes y suponen una limitación para un pintor verdadero que no se satisface con un cadáver exquisito. Incluso André Masson, uno de los fieles del grupo, llegó a temer, según hace notar Jack J. Spector, que su abundante producción de dibujos automáticos desembocara en la formación de una fórmula académica.

Es en este sentido y desde un punto de vista estrictamente plástico creativo, que considero que un pintor tiene poco que ver con un poeta, del mismo modo que pienso que no es determinante que el pintor se enfrente a un objeto externo o interno. La imagen es siempre imagen propia, punto de vista inconfundible. Basta contemplar los bodegones metafísicos de Morandi o a Giacometti trabajando en su periodo no surrealista, preocupado fundamentalmente por hacer “lo mismo” una y otra vez (lo que veía, tal como lo veía) para comprender lo que aleja al artista comprometido con la imagen, del programa del surrealismo.

Pero tampoco el psicoanálisis dijo nunca que el inconsciente liberado fuera a ser una panacea.

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El mundo en la cabeza

10 sábado Nov 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Canetti, Demócrito, Freud, Heráclito, Kant, Parménides, Thomas de Quince

En 1929 Elias Canetti concibió un gran ciclo de novelas que debía presentar la realidad desde ocho puntos de vista diferentes: ocho personajes que desarrollados cada uno en una novela, debían ilustrar la Comedia humana de la locura. En el segundo volumen de su autobiografía, La antorcha al oído, escribe que por entonces era como si se hubiera escindido en ocho personas. Había intimado con un joven parapléjico llamado Thomas Marek que, no obstante su incapacidad para moverse, estudiaba filosofía gracias a que los profesores estaban dispuestos a impartirle clases en su propio domicilio. Solía visitarlo para hablar de temas relacionados con la ciencia y la filosofía. La conversación con Marek, aunque importante, se desarrollaba sin embargo, según su propio testimonio, con sólo una  parte de su persona. Esa parte de su persona era aquella que Canetti identificaba con el hombre libro, uno de los ocho personajes de su ciclo de novelas. Se encontraba cómodo con Marek, más que con otros. Con él conversaba libremente sobre la masa. No me escuchaba como la demás gente, nos dice. La experiencia de la masa había constituido para Canetti una experiencia fundamental que databa de 1927 y fue el fundamento de su gran obra Masa y poder,  pero la sentía muy ligada también a aquel proyecto novelesco.

En La antorcha al oído Canetti escribe que Thomas Marek solía interrogarle sobre experiencias que por su condición, condenado a moverse en una silla de ruedas, le estaban vedadas. Una vez Marek le pidió que le hiciera un relato detallado de los sucesos acaecidos aquel día en que por primera vez Canetti sintió en carne propia el efecto de la masa en acción. Inesperadamente y mientras estaba relatándole a Thomas Marek la forma en que la mañana del 15 de julio, el palacio de justicia empezó a arder, aquél se puso a reír al tiempo que iba repitiendo: ¡El fuego!¡El fuego! y fue entonces cuando advirtió que el equilibrio entre los personajes que debían protagonizar cada una de sus novelas se había roto. Brand, el hombre libro, el protagonista de una de ellas, recuerda Canetti, se había apoderado de todos y le absorbió tanto, que a partir de aquel día, cuando salía a pasear por el centro de la ciudad lo buscaba con los ojos y no paró hasta dar con él en una tienda donde vendían cactus: sin las espinas de las cactáceas, nadie hubiera reparado en él: estaba compuesto de espinas.

No quiero insistir acumulando datos que pueden leerse en las páginas de su autobiografía, pero añadiré únicamente la circunstancia de que, según sus propias palabras, Brand (incendio en alemán) cambió de nombre y pasó a convertirse en Kant. La razón de este cambio se justificaba porque la constante referencia al fuego ponía en riesgo el desarrollo de la novela: Temía que el fuego pudiera anticipar y consumir lo que aún estaba surgiendo. Luego, al acabar definitivamente su redacción, el libro pasó a llamarse de forma natural Kant se incendia y así permaneció durante cuatro años. Cuando en 1935 se le presentó a Canetti la oportunidad de su publicación, el dolor de semejante título, confiesa, era difícil de soportar. De modo que una vez más decidió cambiar tanto el título del libro como el nombre del protagonista. Kant se convirtió en Kien (leña resinosa) y algo de su inflamabilidad volvió a entrar en el nombre.

La solución definitiva se cerró cuando la novela pasó a llamarse Die Blendung (El encandilamiento). Canetti nos explica que con ese nuevo título se conservaban todos los sentidos anteriores, incluido el de la ceguera. En la versión española nuevas consideraciones debieron propiciar que se acabara optando por Auto de fe, recuperando con esta variante la principal referencia al fuego, aunque inevitablemente el matiz de la pérdida de la visión volviera a perderse.

Más allá del estricto valor literario de la novela, cuya estética expresionista parece inspirarse en la pintura de Grosz, todas estas aclaraciones sobre la historia de los nombres que Elias Canetti llegó a pensar durante su ejecución y antes de darla a la imprenta, me han empujado a hacer una serie de consideraciones.

En español, el nombre de Kien, que un lector que no sepa alemán pronunciará quién, alude claramente a una identidad desconocida y cuesta creer que Canetti, perteneciente a una familia de judíos sefardíes, que había aprendido a hablar español de niño en casa, hubiera pasado por alto ese interrogante que plantea la existencia del hombre libro. Bajo estos presupuestos yo creo que el autor de Auto de fe nos sugiere un enigma que se presenta bajo la forma de una cultura concentrada en veinticinco mil volúmenes de leña combustible y resinosa.

Es evidente que no solo los nombres utilizados en Auto de fe, apuntan a una escritura cifrada. Del mismo modo que sucede con los paisajes que describen los sueños. Durante la lectura de Auto de fe es constante la sensación de estar inmerso en una pesadilla cuyas claves su autor sólo ha insinuado. El propio Canetti ha reconocido en varias ocasiones la influencia de Freud, con quien en todo momento dialoga, aunque este diálogo en sus escritos se lleve a cabo a la contra.

La antipatía que desprende la figura de Kien, por otro lado, es tan evidente que con independencia de la caracterización física y ciertas anécdotas que parecen extraídas de Los últimos días de Inmanuel Kant de Thomas de Quincey, en varias ocasiones  metió la cabeza entre velas encendidas; el gorro de algodón ardía al instante y de pronto se encontraba envuelto en llamas, no se entiende cómo hasta poco antes de su publicación, ese personaje grotesco de naturaleza fría y combustible, pudo compartir su nombre con el autor de la Crítica de la razón pura.

Si es cierto como conjeturo que Canetti había leído la obra de Thomas de Quince sobre Kant, no podía desconocer la naturaleza afable y cordial del filósofo de Könisberg. En consecuencia no creo que este hecho sea circunstancial, sino que constituye en mi opinión una de las razones por las que cuatro años más tarde, Canetti comprendió que no podía mantener ese nombre para su protagonista; habría supuesto no sólo un acto de mala fe, sino también un grave error. Puestos ha buscar referentes plausibles yo creo que la personalidad arrogante de Kien, el hombre libro, sinólogo obsesionado por la historia antigua, comprendida como un cuerpo de conocimientos petrificados porque la verdad es inmutable y no cambia, estaría más próxima a la de algunos presocráticos: Heráclito, intelectualmente su propia negación, espíritu carente de humor, seco y vanidoso, que hechizado por el elemento ígneo (regalo de los dioses y forjador de la cultura y la civilización), llegó a considerar que el fuego era el origen y el fin de todas las cosas; no parece casualidad que en uno de sus aforismos, este filósofo escribiera que el alma seca es la más sabia y la mejor. Parménides que, desde la condición de elegido por La diosa descubrió que el Ser es idéntico al pensamiento. Demócrito, quien después de recorrer el mundo dilapidando la herencia paterna para ampliar sus conocimientos, según cuenta la historia, decidió cegarse a fin de que la vista no lo distrajera de la verdad; uno de los juegos preferidos de Kien cuando está sólo en su biblioteca es precisamente hacerse el ciego.

Ya por último,  Auto de fe consta de tres partes: Una cabeza sin mundo,  la identidad entre el Ser y el pensar, la negación del cambio y del movimiento, que se deriva como una consecuencia lógica del uso extremo de la razón: Kien en su biblioteca. Un mundo sin cabeza, en un mundo en el que todo fluye y cambia constantemente no es posible que llegue a conocerse nada con seguridad: Kien expulsado de su biblioteca, expuesto a la vorágine de una vida sin sentido. Un mundo en la cabeza, donde se produce la síntesis que todo lo transforma, el fuego y la ceguera, la experiencia de la Masa, la disolución, Heráclito devorado por los perros después de que se hubiera recubierto el cuerpo de estiércol exponiéndose al sol: Kien ardiendo en su biblioteca.

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Queremos tanto a Bernhard

06 miércoles Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Bernhard, Freud, Heidegger, Kant, Kurt Hoffmann, Miguel Sáenz

Había comprado el libro Corrección por la sobriedad de la tapa de color de arena pálido donde destacaba el título en negro y una sola rosa amarilla. Recuerdo que era invierno cuando empecé a leerlo en el metro de Barcelona sin que tuviera entonces ningún conocimiento de su obra. En total eran 324 páginas distribuidas en dos únicos capítulos formados a su vez por un único párrafo. Ningún punto y aparte y algún punto y seguido. Hacía diez años que se había publicado en España su novela Trastorno y cualquier lector acostumbrado a su escritura habría reconocido que no era aquella la mejor manera de introducirse en una obra que requiere como pocas la mayor atención.

Thomas Bernhard no se adapta (eso lo comprendería enseguida) a las condiciones de lectura que impone el transporte público. A pesar de todo, después de la perplejidad que me produjeron las primeras páginas, ya en casa, mejor instalado, fui quedando subyugado por el ritmo y la fluidez del texto. Bernhard no es sólo un maestro de la exageración como se ha destacado siempre, sino también un virtuoso del lenguaje, capaz de producir frases con una base rítmica y una cadencia sonora inigualables.

Desde su novela Helada, la primera que publicó a los treinta años, hasta Extinción, la última (que se desarrolla como un libro olímpico de un solo párrafo de 482 páginas apretadas) todos los libros de Bernhard pueden considerarse variaciones sobre un mismo tema. Ese tema no es otro que el propio Thomas Bernhard. En las conversaciones que mantuvo con Kurt Hoffmann él mismo lo dejó dicho: El escritor tonto, el pintor tonto, busca siempre motivos, pero uno sólo se necesita a sí mismo, sólo necesita seguir su vida. Quiere seguir siendo el mismo, pero no escribir lo mismo. Y eso es lo que importa.

Resulta una obviedad que para seguir publicando libros, hay que inventarse una historia cada vez, un nuevo vestido, una manera nueva de acicalarse, de cubrir lo interior con lo exterior, pero Bernhard sabe que en el fondo el artista está siempre desnudo. Thomas Bernhard forma parte de esa galería de monstruos que cité en otra ocasión y no creo que sea demasiado afirmar que en cualquiera de sus páginas se halla contenido el cuerpo entero de su obra.

Si tuviera que elegir no obstante un único libro me decantaría por Helada, donde se muestra el Bernhard más espontáneo, antes de que la progresión de su estilo, lo condujera al final a un engrosamiento fastuoso de sus recursos. O su Autobiografía, en la que los lindes entre lo inventado y lo realmente sucedido se desdibujan y se confunden, de manera que los cinco pequeños volúmenes que la forman se convierten en la mejor vía de acceso a su universo donde la verdad se mezcla con la mentira y la mentira crea y genera la verdad simbólicamente pues es esa a fin de cuentas la única que tiene algún valor estético. O La calera (es difícil decidirse) o los Maestros antiguos, novela tan irreverente en el tratamiento que hace de la tradición, que sólo por ver el desparpajo con que Bernhard ventila a Kant y a Freud, a Heidegger a quien llama sin el menor complejo: ridículo burgués nacionalista en pantalones bombachos, ya merece la pena que se la lea. Aunque no le importe para ello, como subraya su traductor y biógrafo Miguel Sáenz, tener que inventarse las citas.

Porque Thomas Bernhard inventa no sólo aquí, sino en todo lo que ha escrito, lo que haga falta. Y así como puede ensalzar y denigrar simultáneamente a esos maestros de la humanidad sin que le tiemble la voz, bajo el argumento de que sabe bien de qué habla pues ha profundizado en ellos hasta quedarse ciego de estudiarlos, no es extraño que en cualquier otro lugar, o a renglón seguido, reconozca que en verdad se limitó a echarles un vistazo porque no hay nadie que lea menos que él, ya que cuando escribe y escribió muchísimo, no podía leer y cuando leía no podía escribir.

Con todo y con eso, aunque parezca una paradoja, pocos textos están tan bien ensamblados como los suyos. Por la virtud técnica, que Bernhard controla como nadie y le permite moverse en el límite, sus novelas rara vez flaquean y nunca llegan a deshojarse en las manos del lector. Bernhard es, utilizando la imagen con la que él mismo describe a sus editores, la antítesis de aquellos que todo lo traspapelan.

Leerlo acaba siendo una experiencia que produce cierto trastorno. Pero la decisión de seguirlo en una nueva lectura es un hecho inevitable que transmite el simple acercamiento a sus obras. Si se quiere comprender el sentido de su estética hay que dejarse llevar por el singular humor que le posee, capaz de reunir en el escenario de Una fiesta para Boris, a dieciséis tullidos sin piernas. El mismo humor que hace falta para asegurar que el caos puede ser tranquilizante. Todo en Bernhard viene a corroborar lo absurdo de una crisis que busca la catarsis en el desconcierto que genera.

En sus libros no se observa ninguna jerarquía pues todo lo que en ellos se dice se halla situado a la misma distancia de sus obsesiones. El desarrollo de sus novelas toma cuerpo a medida que la pulsión de darle vueltas a una idea lo empuja a reunir sedimentos de procedencia ancestral. El tiempo circular de la estructura narrativa, sugiere una peana por la que fuera girando la variación infinita de la lengua.

Si el proyecto de Beckett se caracterizaba por haber conducido a la literatura a la frontera del silencio, yo diría que Thomas Bernhard quiso ordenar con su canto todo el ruido y la furia de que fue capaz. Lo importante, contó, es que suene bien. Pues eso tira de uno; lo mismo que el perro de la correa, eso tira del lector. Cada enfermedad superada es una historia estupenda, porque nadie puede dejar en tu platillo nada parecido.

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A propósito de la caza mayor

28 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline, David Sandison, Freud, Hemingway, Joyce, Nietzsche

No hace mucho, yendo de librerías, pude comprobar que había empezado a reeditarse de forma más o menos abundante la obra de Ernest Hemingway, un autor que fue una referencia para los que éramos jóvenes a principio de los setenta cuando todavía estaba vivo el dictador y los toros no sufrían persecución y en las familias acomodadas había siempre alguien que disfrutaba de licencia de caza.

Desde posiciones ideológicas muy diferentes, el encaje de Hemingway en el panorama literario español de entonces requirió cierta cintura y no menos pragmatismo para adecuarse a las circunstancias. Había participado en la guerra civil como corresponsal del North American Newspaper Alliance con un claro compromiso en favor del lado republicano, pero las leyes de la naturaleza siempre implacables o acaso la propia conciencia del escritor comprometido principalmente con la literatura harían que pagara por esas faltas.

A Ernest Hemingway le fascinó siempre España y en particular los toros y todo aquello que tenía que ver con la fiesta que Franco se había encargado de exportar como el símbolo más propio del país. Su relación con el régimen por fuerza tuvo que ser ambigua. Él mismo, cuando se enteró de la victoria final de las tropas fascistas, escribió: Los muertos dormirán con frío esta noche en España y dormirán con frío todo el invierno mientras la tierra duerme con ellos. Los muertos no necesitan levantarse. Ahora forman parte de la tierra y la tierra no puede conquistarse nunca… Sobrevivirá a todas las formas de tiranía. Pero no tendría escrúpulos en celebrar su sesenta aniversario en la España del desarrollismo de Franco, rodeado de bailarines flamencos y fuegos artificiales donde, totalmente borracho, como lo refiere David Sandison en su biografía, se atrevió a disparar con una escopeta de feria a unos cigarrillos encendidos que el torero Antonio Ordóñez sujetaba con los dientes.

Aplaudido como un autor que saboreó el éxito casi desde el principio, Ernest Hemingway se sintió siempre un fracasado. El Premio Nobel que le había sido concedido siete años antes en 1954, no había hecho más que empeorar las cosas, pero los gestos recios de que se servía para demostrar en un momento dado su repentino acuerdo con la vida, contribuyeron sin duda a que en España se planteara la conveniencia de incluirlo entre los autores de culto.

El 2 de julio de 1961, al amanecer, después de un periodo de grave depresión inducida por el consumo de alcohol que le llevó a admitir que había perdido definitivamente su talento, tras ser sometido durante semanas en la primavera anterior a una terapia a base de electrochoques, Ernest Heminway ajustó sus cuentas con el mundo y con todos aquellos que, como los tiburones que acaban devorando al pez espada en El viejo y el mar, se habían encargado de negarlo hasta convertirlo en menos que cero.

Existe una buena galería de escritores que han acabado hartos de vivir pero no son tantos los que han llevado el hartazgo hasta el límite. Se requiere un carácter violento para quitarse la vida con una escopeta de caza. Yo no dudo que Hemingway lo tenía. De él se cuenta que en cierta ocasión, viendo una corrida de toros, saltó a la plaza con la voluntad de someter con sus propias manos al animal, aunque al final resultara no ser más que una vaquilla. No lo juzgo. Pero resulta revelador subrayar un carácter cuya necesidad de medirse con el peligro implicaba la lucha cuerpo a cuerpo por el reconocimiento de sus cualidades más viriles. De sobras es conocido que el brío que aseguraba que hacía falta para enfrentarse con una bestia salvaje no le asistía en sus relaciones amorosas y estaría por ver si era tan decisivo a la hora de apretar el gatillo contra un león.

A mi me pasa lo que a Joyce cuando decía no entender a aquel hombre que se había presentado ante él como un representante de la literatura americana en París y sólo pensaba en organizar cacerías en África. Incluso aunque la chica, al final de la historia, como sucede en La breve vida feliz de Francis Macomber, se acabe quedando con el cazador experimentado.

En la Genealogía de la moral Nietzsche nos recuerda que los instintos que se reprimen se vuelven contra uno mismo. Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis para confirmar este acierto del filósofo alemán y la historia del cristianismo muestra la puesta en práctica de esa verdad.

Hemingway no fue nunca un intelectual y cuando lo intentó acabó estropeando lo mejor de sí. Su talento fue el de un escritor que acabaría dejándonos novelas y cuentos precisos como maquinarias perfectamente ajustadas llenos de nostalgia de la vida (para él siempre estaba en otra parte) y sabor local que hacen las delicias de aquellos que, como escribió Céline, sentimos que el viaje es por entero imaginario.

Quizás después de todo, lo que ocurrió fue que en un momento de lucidez, cuando el final ya corría a su encuentro de forma inevitable, Hemingway reconoció que la única pieza que había perseguido y querido cazar desde siempre, era esa que lo observaba ahora desde tan cerca, con ojos como perdidos de gran mamífero exhausto.

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