CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Michel Foucault

La lección del maestro

16 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Henry James, Javier Marias, Kant, Maurice Blanchot, Michel Foucault, Milita Molina, Ortega y Gasset, Schopenhauer, William James

De Henry James ha escrito Javier Marías que se volvió oscuro a fuerza de buscar la claridad. La más simple pregunta a una criada duraba en su formulación un mínimo de tres minutos, tal era su puntillosidad con la lengua y su horror a la inexactitud y al equívoco. Pero lo que sería un rasgo de carácter y una cualidad del estilo de sus novelas, llegó a ser interpretado por su hermano William (tal y como éste se lo hace saber en sus cartas) como una detestable y sombría ambigüedad, una falta de vocación por hacerse entender lisa y llanamente. El filósofo, que fue el autor de Las variedades de la experiencia religiosa, y se ocupó de lo vago y vaporoso, hasta el punto de afirmar que todo es sombra, le reprochó a su hermano Henry (lo cual no deja de ser una paradoja) que se alejara de lo sólido, que sus historias se acabaran diluyendo siempre  en la arena.

En una introducción a los Prefacios de Henry James que éste había escrito para la edición de Nueva York de sus Obras completas, Milita Molina recoge una frase que ilustra bien la falta de comprensión y el rencor velado del hermano al respecto: Has inventando un nuevo género, el de no contar historias. Henry James es uno de los autores menos complacientes y efectivamente uno de los más ambiguos e intrincados de la historia de la literatura, tanto por lo que concierne a la construcción de sus tramas, como en el modo en que retuerce sus frases mientras las va desplegando, hostigando el deseo, sin permitir que éste se satisfaga en ningún momento, nutriéndolo de esperanzas cuyo cumplimiento se acaba viendo siempre postergado.

¿Pero es cierto que lo hacía, como aseguraba el hermano, movido por una voluntad decidida de no hacerse entender? Si pensamos en la proposición de Ortega y Gasset, la claridad es la cortesía del filósofo, y se diera el caso de que Henry James se hubiera dedicado a la filosofía, se podría decir sin rodeos que este hombre que, al decir de Javier Marías, podía olvidarse de que tenía invitados a comer que lo esperaban sentados a la mesa, mientras él seguía trabajando, fue un hombre descortés. Ahora bien, Henry James no fue nunca un filósofo, aunque cabe considerar que recogió el testigo allí donde la filosofía había decidido abandonarlo. Yo creo advertir en este novelista a uno de los últimos metafísicos; dispuesto a soportar las críticas que lo presentan, por este motivo, bajo una exagerada y desconsiderada reserva hermética.

Henry James estableció una distinción que ayudará a comprender lo que estoy sugiriendo: Lo real es aquello que podemos conocer (no explicita el cómo, ni en qué medida, ni hasta qué punto pueda ser luego comunicado), lo romántico aquello que jamás podemos conocer directamente. Lo que dicho, en otros términos, no es sino una trasposición adaptada a su manera, de dos conceptos filosóficos que tienen un origen kantiano. De un lado el fenómeno, lo que se muestra, lo que se puede conocer, (que Henry James prefiere llamar lo real y yo prefiero, como Schopenhauer, llamar representación); del otro, el noumeno, la cosa en sí, lo real incognoscible (que él identifica con lo romántico).

De este modo y si es correcta mi interpretación, resultaría que Henry James estuvo interesado por la metafísica si por real tenemos en cuenta el núcleo impenetrable de lo romántico del que solo pueden detectarse señales, signos que apuntan más allá de ellos mismos, pudiéndose confundir a veces con un secreto que hay que desvelar, o la existencia de fantasmas que, igual que ocurre con los mitos ancestrales, siempre vuelven, con el botín que se encuentra entre Los papeles de Aspern, de cuya existencia, según subraya Milita Molina, nadie puede dar fe.

En su apariencia inmediata Otra vuelta de tuerca es una historia de fantasmas. Pero esos fantasmas actúan sólo de pantalla donde se proyectan ciertas obsesiones, ciertos temores profundos. Son un supuesto, un postulado en el que hay que creer (la historia debe ser contada con suficiente credibilidad por un espectador, un observador exterior, escribe en sus notas Henry James) para que lo real, lo romántico, pueda vislumbrarse. En la Crítica de la razón pura Kant distingue claramente entre conocer un objeto y pensarlo. A diferencia de la lógica o la teoría del conocimiento, la metafísica consiste en pensar eso que no puede ser conocido porque se sustrae por definición a las condiciones de toda experiencia fenoménica.

Milita Molina en esa introducción a la que ya me he referido antes mantiene que toda la obra de Henry James está al servicio de la operación realizada en esta novela. Es la forma en que la imaginación del hombre escindido interiormente en dos espacios culturales (vivió en Inglaterra ininterrumpidamente durante casi cuarenta años y poco antes de morir escribió: No sé cómo hubiera sido mi vida si me hubiera quedado en América, pero seguramente hubiera sido menos ambigua) puede cerrar esa herida a través de la fantasía que el lenguaje de la literatura emancipa, al ser ésta una de las posibilidades que ofrece.

La narradora, dice Maurice Blanchot, a propósito de la institutriz invisible que narra la historia de los dos niños que han sido horriblemente pervertidos en Otra vuelta de tuerca, no se conforma con ver los fantasmas que quizás los asedian, es ella quien les habla de estos, atrayéndolos hacia el espacio indeciso de la narración. Yo me pregunto si no es el propio Henry James quien dispuesto a descubrir en sus miradas lo que ella había visto, no se vio empujado a su vez a hacerlos callar.

¿Cuál es, pues, la lección del maestro? Mientras intentamos averiguar los pormenores que justificarían la presencia de esos fantasmas, se nos escapa el verdadero objeto del relato. Ponemos ante la mirada una causalidad incorrecta. De ahí quizás la importancia que atribuía Henry James al tema; la necesidad de tener previamente dispuesta la armazón del mismo, antes de emprender la escritura, para poder sumergirse libremente en ese otro juego que se organiza desde las preguntas que la perversa institutriz, en este caso, de imaginación calenturienta, formula sobre el origen del mal secreto. ¿Qué es lo que dijiste que no podías decir?

Juego de fuerzas asimétrico. Dialéctica de la ocultación, de una literatura que va mostrándonos sinuosamente para volverlo a velar, cómo el discurso crea lo real donde los niños se resisten a confesar su falta, pues intuyen de algún modo, que ésta cobrará existencia, haciéndose verdadera, al hablar de ella. Forzando que en un momento determinado de la historia, la institutriz se vea obligada a decir: me encontré desconcertada, perdida, porque si él era inocente, entonces ¿qué es lo que era yo?

En su Historia de la sexualidad, en el primer volumen que lleva por título La voluntad de saber, Foucault escribe: La confesión se convirtió en occidente, en una de las técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero (…). La confesión no es espontánea ni impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la arranca del cuerpo (…). La obligación de confesar nos llega ahora desde tantos puntos diferentes, está ya tan profundamente incorporada a nosotros que no la percibimos como un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo pide salir a la luz; que si no lo hace es porque una coacción la retiene, porque la violencia de un poder, pesa sobre ella.

Un último apunte: institutriz se dice en inglés governess; government, gobierno, quien detenta la autoridad. ¿Sería acaso para Henry James lo romántico, lo que se resiste al poder, lo que se niega a ser dicho?

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El amarillo de Flaubert

14 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Flaubert, Joyce, Leibniz, Michel Foucault, Stefan Zweig

En algún lugar he leído, no puedo precisar dónde, que la intención que movió a Flaubert a escribir Salambó, fue la de producir la impresión del color amarillo. Si fue ésta su intención o trató sólo de contestar con una broma a una pregunta que no le apetecía responder, no creo que lo resolvamos nunca. Las razones por las que un escritor aborda un libro (la elección del tema, los sucesivos cambios que desde el plan inicial hasta la consecución del mismo se ve como forzado, por un imperativo, a practicar) son, sin lugar a dudas, muy oscuras, cuando no imposibles de desvelar.

En Tiempo y mundo Stefan Zweig, en el capítulo destinado a estudiar el secreto de la creación artística, plantea la posibilidad de que el artista, que en principio podría ser la persona más capacitada para ofrecer una respuesta concluyente sobre los motivos que le han empujado a llevar a cabo su obra, no puede darla, precisamente porque, al igual que el criminal enajenado reconoce no entender qué pudo haberlo empujado a cometer su crimen, también él se hallaba fuera de sí, en el momento de la creación.

La explicación tiene claras resonancias románticas, pues se deduce de ella que el artista, llevado por la inspiración, sería víctima de una especie de rapto. ¿Cómo tener en cuenta su opinión,  si no se hallaba presente en el proceso creativo? Sin embargo, Zweig aclara que, en ese rapto, éxtasis dice él, valiéndose del sentido  que adquiere la palabra en griego, en ese estar fuera de sí que sufre el artista, él mismo no es llevado muy lejos, pues el lugar donde ha sido conducido, es precisamente al interior de la obra en gestación. Imagino que en esas circunstancias, la vuelta al mundo compartido, donde las palabras significan lo mismo para todos, sólo acabará de realizarse con la aparición pública de la misma; momento en el que todas las dudas, todas las vacilaciones, todas las correcciones y aciertos que fueron aceptados como tales desde el primer o último momento, se acabaron resolviendo por un inesperado prodigio. Extraña paradoja según la cual lo más próximo deviene inevitablemente lo más lejano.

Así resulta que, hallándose el autor, escritor, pintor o músico, tan cerca de su criatura, pero fuera de sí, es incapaz de dejar clara constancia de lo sucedido. Pienso en mis ojos sobre la pantalla del ordenador, en este preciso momento, en la estrecha proximidad en que se encuentran con mi pensamiento, completamente invisibles a ellos mismos, ciegos absolutamente al movimiento que describen. Algo de lo que Stefan Zweig quería hacerme entender, se ha hecho presente: El artista, no vive en nuestro mundo, sino en el suyo y por eso no puede ser al mismo tiempo testigo presencial de su quehacer.

Con su humor habitual, James Joyce ya había advertido antes, que el artista queda fuera de su creación arreglándose las uñas. Aunque su lugar respecto a la propia obra parezca ofrecerle una visión privilegiada, carece de criterio para hablar de ella. Se diría en cierto modo, que la obra no le pertenece y la firma con que rubrica su autoría, no debería contar, o al menos no más de lo que pueda contar la de cualquier otro que se haya mantenido a la adecuada distancia. ¿Pero qué distancia sería esta? ¿La del espectador o lector ingenuos? ¿La del que se presenta cargado de expectativas, esperando verse en cierto modo reflejado? ¿La del crítico que husmeando en borradores se empapa de las vacilaciones y dudas que le impedirán gozar desinteresadamente, en un intento, como sugiere Zweig, por revivir el proceso al que se vio sometido el creador?

Por caminos distintos, algunos años después de la muerte de Stefan Zweig, cierta crítica filosófica se empeñó en despreciar, con mucha más contundencia, la relevancia del autor. ¿Quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién es el responsable de los actos? ¿Existe un sujeto de la enunciación que sea algo más que una persona gramatical o una encrucijada de pulsiones inconscientes? Cuestiones, todas estas, que planteaban un buen número de interrogantes y ponían en entredicho mucho más que categorías estéticas. Sin embargo, aquellos que habrían deseado poner fin al asunto de forma definitiva, quedarán puestos en evidencia al intentar demostrar que ellos mismos no vivían un espejismo. Téngase sino en cuenta, la difundida tesis de Michel Foucault, el hombre ha muerto, que ya en su última obra importante, había dejado de ser una tesis significativa.

Llegados a este punto, yo planteo a mi vez la imposibilidad de que ningún texto u obra artística que haya trascendido a su época, sea reductible a la substancia de su autor o dicho de otra manera, a lo que él mismo quiso o creyó haber puesto en ella. Pero también creo que es imposible que no lo sea. No importa que aquí surja una nueva paradoja. Las obras no irán nunca más allá de su productor.

Como las mónadas que imaginó Leibniz, el escritor, el artista en general, re-crea el mundo que está contenido en él. De ahí que cuando hubo gran literatura se trató siempre de escribir un único libro. No parecerá raro entonces que en la búsqueda de intenciones y motivos que ayudaron a dar forma a una expresión artística propia, siga manteniéndose aún viva la vieja cuestión del secreto.

 

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