CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Goethe

Un león coceado por borricos

13 Sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Adorno, Balzac, Bertolt Brech, Goethe, Hesse, Joyce, Julien Gracq, Nietzsche, Robert Musil, Thomas Mann

Cuando pienso en Thomas Mann, otra imagen que me viene a la cabeza es la de Herman Hesse. Y ambas se asocian a un tiempo en el que leer era para mí entre otras cosas una forma de vivir la amistad. Acababa de leer El lobo estepario y aún sentía el entusiasmo que me había transmitido su lectura, cuando un amigo me recomendó que leyera Tonio Kröger. Empujado por el deseo de compartir, lo hice, pero al compararlo con Hesse, que entonces me parecía una personalidad extraordinaria, recuerdo que Thomas Mann se me antojó un autor frío, demasiado intelectual, además de algo pedante. Por ello no acabé de entender que mi amigo pudiera considerarlo un autor superior.

Con el tiempo y después de superar lo que hoy no dudo se trataba de un prejuicio (abundan en lo referente al valor que algunos atribuyen a las aportaciones que Thomas Mann hizo a la novela del siglo XX) comprobé que no sólo a mí, sino a otros lectores más expertos, especialmente novelistas, que ejercían de críticos, las maneras irónicas con que Thomas Mann suele dirigirse al lector no agradaban. Así por ejemplo, con motivo del centenario del escritor (lo cita Marcel Reich-Ranicki en su obra Thomas Mann y los suyos) Martín Walser, el autor de La guerra de Fink  y Una fuente inagotable, no vaciló en afirmar en aquella ocasión, en un debate televisivo, que Tonio Kröger era el peor relato del siglo escrito en lengua alemana. Y lo hacía con tal ensañamiento (hablo por boca de Marcel Reich-Ranicki, que lo oyó) que unos años después en su libro Ironía y arrogancia, Martin Walser acabaría justificando con todo lujo de detalles, cuadros sinópticos incluidos, el porqué de un juicio tan radical. Lo que no dejaba de ser un dato curioso, en opinión del biógrafo de la familia Mann, dedicar tanto esfuerzo a atacar una obra tan mala.

Luego he visto otras veces repetirse juicios semejantes que me han parecido tener sólo una pretensión: derribar el pedestal merecido donde la historia ha colocado al coloso. Fue el caso de José María Valverde, el gran traductor de Ulises al castellano que, no teniendo otra cosa que decir de Mann, remachaba la idea de que éste no había demostrado ninguna sensibilidad por la exploración de las virtualidades del lenguaje mismo. Valverde hace algo parecido con Jünger a quien como escritor prácticamente ignora, demostrando únicamente una gran incomprensión que no supera el desencuentro político. Como si no hubiera en el campo amplísimo que recorre la novela del siglo XX otro lugar que el propuesto por James Joyce.

Ciertamente la obra de Thomas Mann no abre la posibilidad de explorar espacios nuevos pero es que el punto de partida y su intención son otros. La novela que se desarrolló a lo largo del siglo XIX sobre todo en Alemania, tomando como referencia a Goethe y también Balzac en Francia, delimitan claramente su propósito. Toda su vida se sintió el legítimo sucesor del primero, aunque reconociera con tristeza que la salud que ha de acompañar a un arte luminoso, hijo de la pura racionalidad, le estaría siempre vedada. Una suerte, a mi entender, el que en la lucha por conquistar su verdadera naturaleza venciera la vena fáustica que al maestro, en cambio, le inquietó tanto.

Convencido del papel que habría de representar en la historia de la literatura europea, Thomas Mann agotó un camino que en adelante ya no podría ser transitado. Su misión, dicho gráficamente, sólo le permitía avanzar en un sentido único que trazaba su propio límite abismal. Joyce repetiría algo parecido, aunque tomando como objeto de su experiencia el propio lenguaje. En relación con el paisaje de la cultura alemana y la nostalgia de cosmovisiones, el efecto de la obra de Thomas Mann es cuanto menos de igual calado o más profundo si se mira desde la perspectiva de los acontecimientos en los que en la actualidad nos vemos involucrados.

Por eso me sorprende también que en Francia, un crítico tan fino como Julién Gracq que además ha escrito una novela fascinante que lleva por título El mar de las Sirtes, al referirse a la literatura alemana, en Leyendo escribiendo afirmara que las reflexiones teóricas de Thomas Mann en Tonio Kröger y en La montaña mágica acaban desgarrando el tejido novelesco y se extienden bajo formas de hernias desagradables. Como si pudieran compararse un texto que antes que nada se presenta como la declaración de intenciones de un escritor burgués que, incapaz de superar sus prejuicios de clase, se dirige básicamente a aquellos que buscándose en los otros aún no saben a qué mundo pertenecen, con una novela que describe el hundimiento de un mundo (magistralmente representado a lo largo de las casi mil páginas del relato) en el sentido en que lo es una cultura y un sistema de referencias que llegó a representar los valores del humanismo en el conjunto de Europa, de cuyas secuelas parece que estamos aún lejos de habernos recuperado.

Que a Julien Gracq le habría gustado que la estética adoptada para desarrollar la historia narrada por Thomas Mann fuera una estética distinta que prescindiera de las ideas (que son justamente una parte esencial, sino el verdadero sujeto del relato) eso es algo que no creo que deba discutirse. Pero que La Montaña Mágica habría quedado convertida de esa manera en un ejercicio más en el contexto de la novela decimonónica ampliamente agotada en 1923, es sin duda clarísimo. Yo veo a Thomas Mann en La Montaña Mágica, (la he leído tres veces y para mí constituye un auténtico texto de goce) como al último escritor que ha podido construir un relato de la Europa moderna escindida por sus contradicciones internas, y lo ha mostrado como el gran desenlace de su tradición.

Bertolt Brech escribió que la cultura (hablo de memoria y creo que es una cita de Adorno) se encuentra edificada sobre un montón de caca de perro. Thomas Mann en mi opinión llegó a poner de relieve los componentes orgánicos de esa caca, que no es de perro sino, parafraseando a Nietzsche, una caca demasiado humana: los ingredientes últimos del ideal de la cultura burguesa. No conoce otra Mann, no se relacionó nunca con nadie que no perteneciera a su clase, ni tampoco con la canalla que indiscutiblemente le atrajo. Uno de sus últimos libros precisamente recorre la historia de un estafador.

El temor y los recelos de sus detractores podrían comprenderse si se piensa que la tierra por él labrada y trabajada profundamente quedó tan agotada tras su paso, que era absurdo pensar que para su recuperación podía bastar con un tiempo de barbecho. Entiendo que moleste a algunos que después de él, han tenido dificultades para obtener buenos réditos de su oficio. Las formas de espesor granítico en que se ocupó necesitaban de una maquinaria literaria de gran potencial, Robert Musil por ejemplo, que las empujara a un lado antes de volver a trabajar.

¿No será que con Thomas Mann ocurre aquello que Shopenhauer dijo de Kant, que fue un león coceado por borricos?

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Naufragio con espectador

07 Sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Blumenberg, Borges, Goethe, Hume, Joyce, Lucrecio

Desde la aparición de Ulises en 1922, se ha destacado que la aportación más revolucionaria de James Joyce a la literatura consistió en desarrollar como nadie las posibilidades del monólogo interior, procedimiento que ponía de relieve cuál es el funcionamiento del pensamiento cuando éste vaga a su suerte. El flujo de la conciencia parece obedecer a un movimiento caótico que en algunos momentos se precipita recordando el efecto del oleaje y en otros se remansa abriendo espacios de aparente calma. Se diría que las ideas y las imágenes que por ella circulan, se engarzan y multiplican, descomponiéndose al instante, sin ningún criterio; de manera que difícilmente se podría considerar esa, una actividad racional, pues todo parece que suceda al margen de cualquier voluntad. No obstante, en medio de la maraña asociativa que invade la conciencia y se nutre en buena medida de impresiones visuales y olfativas que no excluyen otras táctiles, descubrimos ciertos nexos, ciertas conexiones que irrumpen con la fuerza de la memoria involuntaria.

En el Tratado sobre la naturaleza humana, Hume resume todas las formas de asociación de ideas a tres simples mecanismos que actúan bajo una estricta e idéntica legalidad en todo sujeto de conocimiento: el de semejanza, el de contigüidad espacial o temporal y el de causa efecto. Los tres parecen implicados ciertamente en el complejo andamiaje que creó Joyce, aunque la impresión que produce la lectura de su obra, viendo como opera la construcción de discursos que elaboran sus personajes, nos lleve a pensar que desbordan con mucho, la escueta clasificación del filósofo.

Joyce se permitió parodiar en Ulises todos los estilos y Borges no dudó en considerarla una obra fallida, si bien pensaba que nadie como él había llevado a la lengua inglesa al límite de sus capacidades expresivas. De James Joyce dijo que era indiscutible que se había convertido en uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y añadió que verbalmente quizás fuera el primero. Con redoblados motivos, Borges repitió algo parecido después de intentar leer el Finnegans Wake, un libro infinito en su concepción, de referencias infinitas, que como se ha señalado alguna vez, casi parecía que estuviera escrito para él. Su cultura, acaso una de las pocas que pudiera rivalizar con la de James Joyce, lo convertían a priori en aquel lector ideal al que Joyce, según había declarado en más de una ocasión, se había dirigido siempre. Sin embargo Borges, al referirse a esta última obra, sólo añadió, en el tono más irónico de que fue capaz, que el libro era un tejido de retruécanos en inglés veteado de alemán, de italiano y de latín. De nuevo el escritor argentino, que conocía y se desenvolvía en todas esas lenguas, no dudó en calificar los resultados de frustrados e incompetentes.

Y sin embargo, después de todo, en su libro Elogio de la sombra convirtió a Joyce en su sujeto poético por dos veces. La escritura del poema Invocación a Joyce es suficiente para comprender los sentimientos encontrados, de admiración y desconcierto, no menos incómodos que contradictorios, que ese hombre que encerraba toda la literatura en su cabeza y acabaría ciego como él, debía despertar en Borges. Quizás, por qué no, sentimientos incluso culpables. Se me ocurre una analogía explicativa, una razón, que acaso no le habría molestado, pues hunde sus raíces en el poema De rerum natura de Lucrecio. Aunque me perturbe pensar que ya Goethe se valió de ella al referirse a la experiencia que sufrió en Jena, al presentarse en el campo de batalla después de la derrota frente a Napoleón. Hans Blumenberg en Naufragio con espectador, la recoge. En el capítulo IV del libro, que lleva por título el irónico Arte de sobrevivir, se describe el estado en que encontró Heinrich Luden, historiador de Jena, al desengañado y derrotado Goethe en aquellos momentos. Luden, según cita Blumenberg, le pregunta de golpe cómo le ha ido a Goethe y éste responde: Es un poco como el hombre que observa desde una sólida roca hacia el enfurecido mar: no puede socorrer a los náufragos, pero tampoco puede alcanzarle el oleaje….así salí de allí sano y salvo, dejando que el estrépito salvaje pasase a mi lado.

Pienso que a Borges, tan cansado de sí mismo, alguna vez le habría gustado convertirse en el intrépido James Joyce, pero sintió muy pronto que le faltaba coraje. No era él tampoco un navajero y en cambio estuvo siempre obsesionado por esos temas de vidas miserables. De manera espontánea, si la expresión tiene sentido en una personalidad que hizo de la construcción de artificios el sentido de su vida, Borges se sentía empujado hacia una literatura más feliz (nunca dudó en exponer sus preferencias) lejos de experimentos arriesgados, cuya importancia siempre se las acabó ingeniando para minimizar. La dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrecieron en 1955 y la designación de miembro de la Academia Argentina de las Letras, aunque tardíos, le vinieron de perlas y fueron ofrecimientos difíciles de despreciar. Propongo que Borges, con más o menos consciencia, tuvo que sentir la responsabilidad de Joyce, de sus exilios, de su muerte en la batalla con el entorno, mientras él se limitaba a tomar nota desde la solidez de la tierra firme, de cómo su otro, que había querido ignorar, se hundía, pereciendo en el huracán que él mismo había desencadenado.

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Por qué no puedo con Goethe

13 Martes Mar 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Adorno, Benjamin, Eckermann, Goethe, Nietzsche

A mí no me gustó Werter, ni tampoco Las afinidades electivas, por más que hiciera el esfuerzo de dejarme persuadir de la importancia de su lectura por una colega de oficio. Los años de aprendizaje de Wilhem Meister me tumbó poco antes de llegar a la página doscientos y en general siempre que he frecuentado a Goethe, con excepción de ciertos pasajes del Fausto, que me parecen insuperables, me ha decepcionado.

Decía Borges que todos los países se empeñan en erigir como símbolos nacionales figuras literarias que no les representan. No estoy siempre de acuerdo con Borges cuando ilustra sus palabras con los nombres de ciertos escritores, pero en lo que respecta a Goethe, no voy a discutírselo. Yo mismo me siento incapaz de asimilarlo a la literatura y la filosofía alemanas que siempre he admirado tanto. A Thomas Mann (que se tenía por su merecido sucesor) y a Adorno, a Nietzsche y a Schopenhauer, a Jünger (estoy pensando en Radiaciones, los diarios de la segunda guerra mundial y en especial en Los acantilados de mármol) les debo los momentos de lectura más intensos y felices de que he podido disfrutar a lo largo de mi vida de lector. Walter Benjamin, otro autor alemán al que estimo casi tanto como a los anteriores, en sus comentarios a Las afinidades electivas, con toda la lucidez que es capaz de desplegar en sus estudios literarios, tampoco pudo hacerme cambiar de opinión. Al final pensé que no debía estar yo hecho para beneficiarme de las contribuciones con que Goethe había decidido saldar sus deudas con la humanidad. Su personalidad resuelta de sabio (Goethe no era griego y no le hacía ascos al término que no dudó en atribuirse en más de una ocasión) le había animado, sin el menor escrúpulo, a identificarse orgullosamente con el destino de su patria, de manera que desde muy joven, sintió el deber de contribuir con enciclopédicos conocimientos a su desarrollo.

No obstante, si a mis veinte años Werter no fue capaz de ganarse mi admiración, ni tampoco en lo sucesivo ninguna otra obra de Goethe,las Conversaciones con Goethe, de Johan Peter Eckermann, con las que por azar me topé hace unas semanas en La Casa del Libro, me han permitido, en cambio, formarme una idea de qué sea lo que en esa obra ingente y desmesurada me sitúa en las antípodas de su sensibilidad.

El espíritu objetivista y didáctico que Eckermann no duda en alabar casi constantemente y que casaría muy bien con cierta filosofía utilitarista inglesa (Stuart Mill me parece un espíritu más próximo al de Goethe que el de cualquier otro artista de su época) creo que tiene mucho que ver con la suave aversión que me despierta el leerlo. Pero no deja de resultar paradójico que sea Eckermann, ese espíritu mediocre, que en palabras de Francisco Ayala tuvo la fortuna de asociar su discreta personalidad a la más plena y luminosa de su tiempo, quien me haya permitido ver de pronto con claridad cartesiana. A través de su lectura uno tiene la impresión de que el mundo era para Goethe una especie de aula donde comentar abultados libros en un pizarrón para admiración del público que debía tomar apuntes como si fuera una agrupación de simples escolares.

Mientras tanto, el gran discípulo abnegado y sumiso, ¿amante no correspondido? dispuesto siempre a dejarse asesorar y corregir, recoge en sus Conversaciones estas palabras tan significativas: Lo importante en usted –se refiere Goethe al propio Eckermann– es formarse un capital que no tenga pérdida (…)  Se lo repito una vez más, olvide aquellas cosas que no han de reportarle ningún beneficio.

Aplicados a la literatura, estos métodos objetivistas con los que justifica su repudio a la subjetividad, se me convierten en pesados pertrechos con los que no soy capaz de construir nada. Todo en Goethe, como lo muestra muy hábilmente Eckermann, ha sido ejecutado concienzudamente, con gran trabajo y fatigas, de manera que a su lado nada tienen que añadir sus lectores.

Goethe mismo no se cansa de repetirle a este servicial escriba:

Es una gran calamidad que en un estado nadie quiera vivir tranquilamente y gozar de la vida, sino que todos desean mandar y en el arte, que nadie quiera limitarse a gozar de lo que ha sido ya creado y que todos anhelen convertirse en creadores.

Tal vez y en el fondo, la razón por la que no puedo seguirlo con interés, se deba tan solo a la torpe aspiración que encierran esas pocas palabras. No en vano fue Goethe además un político.

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