CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Borges

Martillazos contra la pared

18 sábado Oct 2014

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Borges, Casa Tomada, Edipo, Freud, Julio Cortázar, Kant, Morelli, Proust, Saúl Yurkievich, Valle Inclán

Parece que es evidente que a Julio Cortázar, la casa del lenguaje que un día heredó de sus ancestros, amplia y confortable en el momento en que llegó para habitarla, debió ir convirtiéndosele, a medida que iba desarrollando su escritura, en un espacio incómodo y estrecho que habría que abandonar a la larga. Así los personajes de Casa Tomada, tras haberse ido habituando poco a poco a no pensar, se puede vivir sin pensar, dice en un momento el narrador de la historia mientras él y su amiga saborean las ventajas que imponen la rutina doméstica de una vida muelle sin cargas, después de descubrir que la casa sigue ocupada por una presencia fantasmal, acaban reconociendo que vale más rehuirla y abandonarse a la suerte que pueda ofrecerles la intemperie. Es el sueño del viaje con que se inicia el relato de occidente, la raíz mítica que alimenta toda partida y exilio del héroe.

Saúl Yurkievich, ha escrito en el estudio introductorio a Teoría del túnel que para Julio Cortázar escribir constituye una tentativa de conquista de lo real. Lo cual, sin duda, es cierto, porque ¿con qué malla, con qué red, por qué medios de seducción lo real acabaría entregándose finalmente? Eso real que ya obsesionó a Edipo tanto como obsesionaría a Kant, a Freud, a los buscadores de la verdad más tenaces.

Desde el origen de la filosofía esta pregunta lleva inscrita en su memoria una larga lista de pretendientes que han ido cayendo uno tras otro en pos de esa entelequia, acaso un monstruo de múltiples cabezas cuya imposible presencia solo se deja insinuar de manera abstracta, como deseo del sujeto pensante. De ahí que no sea extraño que Morelli, el viejo escritor que teoriza sobre el sentido de la nueva novela en Rayuela (la obra en la que Cortázar lleva a cabo con más consistencia su tentativa de conquistar lo real), reconozca que en el momento de ponerse a escribir hay primero una situación confusa que sólo puede definirse en la palabra que lo fuerza a preguntarse con una firmeza obsesiva ¿Qué se busca? ¿Qué se busca? Repetirlo quince mil veces como martillazos contra la pared con la esperanza remota de que alguna vez algo responda desde el otro lado.

En una entrevista que se le realizó a Borges (no recuerdo si fue real o ficticia o si aparece en alguno de sus cuentos) Borges sostenía que estaba harto de ser Borges. De forma parecida yo creo que lo mismo lo podría haber mantenido Horacio Oliveira en Rayuela. Pues qué lo habría llevado hasta París, si no fuera el hastío, el ansia de ser otro en otra lengua del lado de allá, ese anhelo vislumbrado de libertad que viene a significar la presencia de la Maga, el descubrimiento del glíglico, que consiste en hacer trastabillar el idioma en su compañía; ingenuidad del porteño que piensa que la vida (donde la vida viene a coincidir con lo real) está siempre en otra parte.

Como les ocurre a los habitantes de la Casa Tomada, para quienes la posibilidad de abandonar el hogar donde vivieron los abuelos abre ante ellos la posibilidad de iniciar una vida sin ataduras, a Horacio Oliveira la idea de extraviarse por un laberinto desacostumbrado o mirar pasar el río bajo otros puentes, a la espera de que en cualquier momento la Maga pueda aparecer inclinada sobre el agua en uno de ellos, le permite imaginar que la bestia que custodia su destino podría al fin morir.

De ahí que la desaparición de Lucía, la Maga, que viene a producirse tras la muerte de Rocamadour (anticipada, a lo largo del capítulo 20 de la novela con una belleza y un patetismo del que sólo Cortázar es capaz), tenga sobre Oliveira el efecto de un relámpago que lo despierta bajo una lluvia asfixiante de talco, haciéndole adquirir conciencia de que ha perdido la fuerza para seguir buscando. Como le sucede al protagonista de la Recherche de Proust, cuando al superar un último repecho en el camino, ya en plena madurez existencial, para contemplar las fuentes del Vivone de su niñez, descubre que la maravillosa fuente no era nada más que una especie de lavadero cuadrado con burbujas.

Final del mito.

La Maga ha desaparecido y lo ha hecho como si se la hubiera tragado la tierra, o aún algo más probable, que se hubiera ido con el Sena… la Maga, que, como acertó a ver Lezama Lima, era para Horacio Oliveira el único apoyo inquebrantable.

Y así, después de esta iluminación, de este satori al que no ha hecho falta añadir ningún bastonazo, qué podría esperarse sino el regreso del héroe que vuelve a casa confuso después de tantas vicisitudes, los fantasmas que habrá de afrontar nuevamente después de haberlos dado al olvido, los dobles del lado de acá, en Buenos Aires, Talita desplazándose de un lado a otro bajo la apariencia de la Maga, estratagemas de seducción fracasadas que precipitarán su caída en lo grotesco, la deslealtad con el amigo Traveler, que acabará arrastrándole hacia la morgue, puentes inestables que solo gracias al humor y la risa que los sacude, sortearán frágilmente el abismo sin lograr cumplir con éxito el rito propuesto de unir dos ventanas, dos conciencias, para compartir una bolsa de mate. Después ya sólo podrá contarse con máquinas de guerra que en realidad sólo quieren servir para la defensa: piolines y palanganas llenas de agua al abrigo de la noche, los puchos de cigarrillos que caen desde la ventana de uno de los pisos del manicomio sin pasar de la casilla 8 de la rayuela donde durante el día juegan los internos, sin acertar nunca en el cielo… los brazos de la antigua novia, Gekrepten, que no ha dejado de reunir vendas y apósitos durante la espera y lo hará todo para recomponer el espíritu de Horacio hecho jirones. Después sólo quedará reconocer con Valle Inclán que si todo es absurdo por qué no va a vivir él en adelante, absurdamente.

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Preferiría que no

30 sábado Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Borges, Camus, Deleuze, Kafka, Melville, Schopenhauer

En 1856 apareció Bartleby el escribiente, un relato de apariencia menor que el tiempo ha acabado convirtiendo en una de las obras más celebradas de Herman Melville. Cinco años antes se había publicado Moby Dick, novela inagotable en la que su autor ensayó los más variados registros en una innovación continua, a fin de mostrarnos la terrible belleza de la Ballena blanca.

Tanto el argumento de Moby Dick, que el cine ha popularizado en varias ocasiones, como el de Bartleby (cuya fórmula I would prefer not to -preferiría que no- ha acabado asimilada por la moda de las camisetas estampadas) son de sobras conocidos; pero la diferencia temática y la complejidad con que fueron abordadas una y otra obra, no impide que pueda rastrearse cierta continuidad entre ambas.

Jorge Luís Borges, que se convirtió en uno de los más importantes traductores de Bartleby al español, demasiado borgiano por cierto, pues como ha podido demostrar Walter Carlos Costa, no dudó en saquearle unas dos mil palabras al texto original que apenas supera las catorce mil (a fin de aproximarlo a su estilo) destacó una afinidad secreta y central entre las dos obras que le permitió extraer la consecuencia de que la pasión absurda, como diría Camus, puede ser contagiosa. En el prólogo que escribió para la edición, dice Borges: Es como si Melville hubiera escrito: Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo.

No niego que la irracionalidad del capitán Ahab al mando del Pequod, la monomanía de su discurso delirante, constituyen elementos decisivos para la comprensión de la novela. En un momento dado, Ismael, el narrador de Moby Dick, nos recuerda: En su corazón Ahab había vislumbrado algo de esto. Como si se hubiera dicho: Todos mis medios son cuerdos, pero mis móviles y mis propósitos, son insensatos. Pero sólo con dificultad puedo admitir que la actitud de Bartleby (en quien descubro claros signos de rebeldía) sea una actitud irracional. Si no fuera porque un uso abusivo desgasta el sentido de las palabras, yo podría imaginarme hoy a Bartleby haciendo de la práctica de la indignación un modo de vida preferente.

En las páginas dieciséis y diecisiete de la versión de Borges, que en 1980 publicó la editorial Bruguera, se lee la descripción satisfecha que el abogado narrador, que contrató a Bartleby para ejercer de copista en su oficina de Wall Street, hizo de sí mismo. En ella, este hombre de modales pausados, se reconoce como un hombre práctico que nunca ha tolerado que perturben su paz y que no ha tenido otra ambición que trabajar en cómodos asuntos entre las hipotecas de gente adinerada pues desde la juventud ha sentido que la vida más fácil es la mejor. Más adelante, en la página treinta y uno, en un momento en el que se diría que es sorprendido en un lapsus psicoanalítico, lo vemos referirse al programa degradante que en verdad ha diseñado para Bartleby.

Para que el arreglo fuera satisfactorio, dice, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista (aquí se observa cómo sin vacilar el abogado intenta anular por primera vez a la persona del empleado) dejándolo sin embargo al alcance de mi voz (aquí se expresa el afán de dominio que a pesar de todo, está dispuesto a ejercer sobre él).

Poco después, y en esa misma página, el abogado reconocerá, que Bartleby trabajaba día y noche, copiando a la luz del día y la luz de las velas. Encantado con su aplicación me habría encantado aún más, añade, si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente. Como se ve, lejos de querer contenerlo, el cinismo del jefe (agregado de la Suprema Corte del estado de New York) logra con esta breve reflexión desbordar todos los límites.

Y sin embargo, Borges llegó a comprender que ese cuento largo, sin aderezos, seco como lo son pocas ficciones, cien por cien americano, prefiguraba a Kafka, haciendo de Bartleby (de esto no sé si Borges se percató) un artista del hambre en la ciudad de los rascacielos, tanto o más virtuoso que su sucesor.

Así, creo que la conexión entre Moby Dick y Bartleby el escribiente sí existe, pero habría que buscarla en otro lugar. Al final de la historia se plantean preguntas sobre su pasado, se especula sobre su posible origen del que nadie nunca ha sabido nada. Deleuze describió a Ahab y a Bartleby como dos tipos originales y por esa razón consideraba que debían mantenerse irreconciliables.

Yo he querido imaginar, sin embargo, no sé sin con acierto, al insumiso copista, como un Ismael que hubiera decidido volver a empezar lejos del proceloso mar, exhausto, después de todo lo que llegó a ver con sus propios ojos (recuérdese que fue el único superviviente del Pequod, tras asistir al infierno de la Ballena blanca), después de sumergirse en el fondo del mar y, hundir las manos entre los inexplicables orígenes, las costillas, el vientre del mundo, de haber llegado a conocer la furia desmedida del monstruo.

Testigo privilegiado de la locura del capitán Ahab, que fue registrando a través del relato épico que es Moby Dick, Ismael (Bartleby) conocedor de delirios ajenos, no estaría dispuesto esta vez a dejarse arrastrar por la arrogancia de un abogado de Wall Street que ya había conseguido que perdieran la dignidad otros empleados de su oficina: dos escribientes y un muchacho muy vivo que estaba allí para los recados.

Bartleby sería para mí un representante de la naturaleza nihilista, inaprensible, formada en el espíritu de Schopenhauer, capaz de decir que no sin violentar la existencia. Opuesta a la fuerza ciega de la voluntad que rige la vida de Ahab en el viaje obsesionado hacia la muerte que arrastra a la tripulación del Pequod.

Me precipito hacia ti, ballena que todo lo destruyes sin vencer. Lucho contigo hasta el último instante, desde el centro del infierno te atravieso, en nombre del odio vomito mi último hálito sobre ti. Nada que pueda compararse al contenido de estas palabras salvajes sería justo atribuirle a la intención del copista.

 

 

 

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Naufragio con espectador

07 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Blumenberg, Borges, Goethe, Hume, Joyce, Lucrecio

Desde la aparición de Ulises en 1922, se ha destacado que la aportación más revolucionaria de James Joyce a la literatura consistió en desarrollar como nadie las posibilidades del monólogo interior, procedimiento que ponía de relieve cuál es el funcionamiento del pensamiento cuando éste vaga a su suerte. El flujo de la conciencia parece obedecer a un movimiento caótico que en algunos momentos se precipita recordando el efecto del oleaje y en otros se remansa abriendo espacios de aparente calma. Se diría que las ideas y las imágenes que por ella circulan, se engarzan y multiplican, descomponiéndose al instante, sin ningún criterio; de manera que difícilmente se podría considerar esa, una actividad racional, pues todo parece que suceda al margen de cualquier voluntad. No obstante, en medio de la maraña asociativa que invade la conciencia y se nutre en buena medida de impresiones visuales y olfativas que no excluyen otras táctiles, descubrimos ciertos nexos, ciertas conexiones que irrumpen con la fuerza de la memoria involuntaria.

En el Tratado sobre la naturaleza humana, Hume resume todas las formas de asociación de ideas a tres simples mecanismos que actúan bajo una estricta e idéntica legalidad en todo sujeto de conocimiento: el de semejanza, el de contigüidad espacial o temporal y el de causa efecto. Los tres parecen implicados ciertamente en el complejo andamiaje que creó Joyce, aunque la impresión que produce la lectura de su obra, viendo como opera la construcción de discursos que elaboran sus personajes, nos lleve a pensar que desbordan con mucho, la escueta clasificación del filósofo.

Joyce se permitió parodiar en Ulises todos los estilos y Borges no dudó en considerarla una obra fallida, si bien pensaba que nadie como él había llevado a la lengua inglesa al límite de sus capacidades expresivas. De James Joyce dijo que era indiscutible que se había convertido en uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y añadió que verbalmente quizás fuera el primero. Con redoblados motivos, Borges repitió algo parecido después de intentar leer el Finnegans Wake, un libro infinito en su concepción, de referencias infinitas, que como se ha señalado alguna vez, casi parecía que estuviera escrito para él. Su cultura, acaso una de las pocas que pudiera rivalizar con la de James Joyce, lo convertían a priori en aquel lector ideal al que Joyce, según había declarado en más de una ocasión, se había dirigido siempre. Sin embargo Borges, al referirse a esta última obra, sólo añadió, en el tono más irónico de que fue capaz, que el libro era un tejido de retruécanos en inglés veteado de alemán, de italiano y de latín. De nuevo el escritor argentino, que conocía y se desenvolvía en todas esas lenguas, no dudó en calificar los resultados de frustrados e incompetentes.

Y sin embargo, después de todo, en su libro Elogio de la sombra convirtió a Joyce en su sujeto poético por dos veces. La escritura del poema Invocación a Joyce es suficiente para comprender los sentimientos encontrados, de admiración y desconcierto, no menos incómodos que contradictorios, que ese hombre que encerraba toda la literatura en su cabeza y acabaría ciego como él, debía despertar en Borges. Quizás, por qué no, sentimientos incluso culpables. Se me ocurre una analogía explicativa, una razón, que acaso no le habría molestado, pues hunde sus raíces en el poema De rerum natura de Lucrecio. Aunque me perturbe pensar que ya Goethe se valió de ella al referirse a la experiencia que sufrió en Jena, al presentarse en el campo de batalla después de la derrota frente a Napoleón. Hans Blumenberg en Naufragio con espectador, la recoge. En el capítulo IV del libro, que lleva por título el irónico Arte de sobrevivir, se describe el estado en que encontró Heinrich Luden, historiador de Jena, al desengañado y derrotado Goethe en aquellos momentos. Luden, según cita Blumenberg, le pregunta de golpe cómo le ha ido a Goethe y éste responde: Es un poco como el hombre que observa desde una sólida roca hacia el enfurecido mar: no puede socorrer a los náufragos, pero tampoco puede alcanzarle el oleaje….así salí de allí sano y salvo, dejando que el estrépito salvaje pasase a mi lado.

Pienso que a Borges, tan cansado de sí mismo, alguna vez le habría gustado convertirse en el intrépido James Joyce, pero sintió muy pronto que le faltaba coraje. No era él tampoco un navajero y en cambio estuvo siempre obsesionado por esos temas de vidas miserables. De manera espontánea, si la expresión tiene sentido en una personalidad que hizo de la construcción de artificios el sentido de su vida, Borges se sentía empujado hacia una literatura más feliz (nunca dudó en exponer sus preferencias) lejos de experimentos arriesgados, cuya importancia siempre se las acabó ingeniando para minimizar. La dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrecieron en 1955 y la designación de miembro de la Academia Argentina de las Letras, aunque tardíos, le vinieron de perlas y fueron ofrecimientos difíciles de despreciar. Propongo que Borges, con más o menos consciencia, tuvo que sentir la responsabilidad de Joyce, de sus exilios, de su muerte en la batalla con el entorno, mientras él se limitaba a tomar nota desde la solidez de la tierra firme, de cómo su otro, que había querido ignorar, se hundía, pereciendo en el huracán que él mismo había desencadenado.

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