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En el siglo XVI, Benvenuto Cellini planteaba provocativamente que la escultura era un arte superior a la pintura porque esta ofrecía al espectador un único punto de vista, mientras que la escultura podía ofrecerle hasta ocho. Pero era un debate vano. Pues no resulta claro que diferentes perspectivas sobre un mismo asunto aporten necesariamente algo mejor.

Es un prejuicio de mala matemática el que antepone la razón numérica a la cualidad de la visión. Lo sabe cualquiera que haya padecido visión doble en algún momento. Ello podría explicar el cansancio que provocó el cubismo analítico cuando el genio de Picasso, en su momento, se encargó de mostrar, aunque fuera cuatro siglos más tarde, lo corto del planteamiento de Cellini.

La industria nos ha acostumbrado a pensar que dos hombres pequeños, sumando esfuerzos, pueden superar a uno grande. Pero no se ha conocido nunca que un equipo de diez, por ejemplo, haya llegado a hacer algo parecido a Las Meninas o tan enigmático como ese cuadro de Chirico, Canto de amor, en el que un guante de goma cuelga de un clavo en la pared donde se halla colgada a su vez una cabeza de yeso griega.

A Giorgio de Chirico lo quiso para sí André Breton, después de que su amigo Apollinaire lo definiera como un inepto de gran talento. Pero ni uno ni otro pudieron ignorar lo que más allá de las apariencias los separaba.

Al referirse al sueño, y esto basta para reconocer hasta qué punto sus posiciones fueron antagónicas, dice Chirico: es cierto que es un fenómeno extrañísimo y un misterio inexplicable, pero aún lo es más el misterio y la apariencia que nuestra mente otorga a ciertos objetos. Esos objetos a los que se refiere el pintor, son en ocasiones objetos sencillos: una bola, una alcachofa, una sardina, una escuadra de dibujante, una galleta, un molinillo de viento de juguete, objetos que la imbecilidad universal arrincona entre las inutilidades, que de otra manera habrían sucumbido al olvido, un reloj que aparece detenido poco antes de la una treinta.

Las obras de Giorgio de Chirico nos sumergen en el misterio de la pérdida, de ese tiempo pasado que no ha de volver jamás, que se perdió inexorablemente sin que llegara a poseerse.

Giovanni Lista ha querido ver una influencia de las ideas de eterno retorno y superhombre de Nietzsche a través de su experiencia turinesa, una influencia que en su pequeño escrito Las meditaciones de un pintor, el propio Chirico avala. Pero su recepción anímica, melancólica, poco o nada tiene que ver con el entusiasmo hiperbóreo del alemán.

La Italia a la que él viaja para confrontar sus recuerdos, es la Italia de la infancia que un día le fue dada a conocer por su padre. Hay algo, por lo demás, en la sensación de tiempo suspendido que transmiten sus cuadros pintados entre 1911 y 1914, que a mí me hace pensar en Proust: las losas que no encajan del baptisterio de San Marcos en Venecia que comunican su desnivel al pie, el ruido de una cuchara contra el plato.

Chirico mismo escribió, en esa misma época, en el texto citado: La revelación de una obra de arte (pintura o escultura) puede nacer de golpe, cuando menos se lo espera, y puede ser provocada por la vista de cualquier cosa. Como una visión que anuncia su propia ruina bajo apariencia de eternidad.

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