La mañana del siete de junio de 1944, cuando Malcolm Lowry estaba a punto de acabar la cuarta versión de Bajo el volcán, aunque tardaría un año más en concluirla, un fuego iniciado en la parte posterior de su cabaña en Canadá empezó a extenderse con tanta rapidez que se volvió imposible rescatar otra novela en la que estaba trabajando desde hacía quince años. Tenía escritas ya más de mil páginas de esa otra novela titulada En lastre hacia el mar blanco y debía ocupar el lugar del Paraíso en una trilogía, El viaje que nunca termina, de la que Bajo el volcán iba a recoger su experiencia del Infierno. Como comentó el propio Lowry, lo que estaba escribiendo en la novela mexicana (Bajo el volcán nace a partir de su estancia en Cuernavaca) era algo nuevo sobre el fuego del infierno.
En la conocida carta dirigida a su editor Jonathan Cape, que algunos consideran la mejor introducción a su obra, escrita con la voluntad decidida de rechazar los cortes que éste le propuso como condición para que Bajo el volcán fuera publicada, Lowry cuenta que fue Margerie Bonner, en aquel momento su mujer, quien milagrosamente rescató el manuscrito del fuego. Por su parte, y a pesar del esfuerzo realizado por recuperar el borrador de En lastre hacia el mar blanco, el escritor no obtuvo otra recompensa que unas cuantas quemaduras de cierta gravedad sin que lograra salvar del desastre más que catorce páginas.
Malcolm Lowry, que en mucho de lo que le sucedía solía descubrir signos y manifestaciones de una realidad oculta que había que desentrañar, interpretaría el incendio de su casa (la primera que había adquirido en su vida de hombre adulto y que restauró con sus propias manos) y la destrucción de la novela que había de coronar su trilogía, como una forma de castigo. Si es correcta la interpretación de Francisco Rebolledo, según la cual Lowry habría creado un personaje que no sólo tuvo una vida propia sino que terminó por enquistarse en la conciencia de su autor hasta obligarlo a transformarse en su propia creación, gran parte de la culpa que corroía al Cónsul, el protagonista de Bajo el volcán, causada por una falta que se remontaba a la época de la primera guerra, se habría transferido a él mismo empezando a adoptar la forma de la paranoia. No son pocas las veces que en sus cartas, Lowry, durante su estancia en Oaxaca, se lamenta de estar siendo víctima de una conjura secreta y del espionaje, y ello con independencia de que fuera cierto que su padre había contratado informadores (guardianes los llamaba el escritor, identificándolos con los personajes que detienen a K en El proceso de Kafka) encargados de comunicarle si el hijo aún seguía bebiendo.
Con todo, con el castigo o la necesidad de ponerse a prueba hasta convertir su insatisfacción en la posibilidad de una aventura que más tarde exigiría de él su arrepentimiento, Lowry venía ensayando desde sus años escolares. Siendo estudiante de bachillerato bebía ya en exceso, aunque se avergonzara después al tener que rendirle cuentas a su padre, quien al parecer se mostró siempre comprensivo a cambio de contrapartidas. No quiero una almohada de seda para mi juventud, expresó un día ante la prensa Malcolm Lowry después de exigirle a su padre el permiso para enrolarse como marinero durante un año antes de compensarle con su ingreso en la universidad, yo quiero ver el mundo, restregar mis hombros con sus asperezas y adquirir algo de experiencia antes de ingresar en la Universidad de Cambridge.
Aunque la acogida de la tripulación en el S.S. Pyrrus donde se acabó embarcando no hubiera sido la que esperaba. En ningún momento en todo aquel año, los marineros llegaron a considerarlo uno de los suyos y en cambio la experiencia sirvió para removerle la herida (la culpa) de pertenecer a una familia acomodada con la que no se identificaba pero de la que dependió toda su vida su sustento.
Así pues, que el incendio de la cabaña se hubiera producido el 7 de Junio no podía ser una casualidad. En la carta citada, Lowry, que coqueteaba cada vez más con los estudios esotéricos, dio una clara muestra de la importancia que para él tenía el número 7, ya que en su opinión, como para los estudiosos de la cábala, esa cifra representaba el destino, la buena o la mala fortuna. Al comentarle al editor las claves que encierra el capítulo VII de Bajo el volcán, Lowry escribe con detalle: Mi casa se incendió el 7 de junio; cuando volví al sitio incendiado alguien había trazado por vaya uno a saber qué razón, el número 7 en un tronco quemado (…) el 7 es también el número del caballo que mata a Ivonne y las 7 la hora en que morirá el cónsul.
De acuerdo con estos presupuestos, que tienen en cuenta la manera en que Lowry interpretaba los hechos (especialmente desde que se volcó en la redacción de su novela como un forzado) no creo que sea arriesgado imaginar que la intervención de la fortuna al salvar de entre las llamas el manuscrito del Infierno, al tiempo que permitía la destrucción de la novela del Paraíso, dotaba al acontecimiento de un significado simbólico: el manuscrito del Paraíso acababa de convertirse en el “paraíso perdido”.
Bajo el volcán, que igual podía haberse titulado por su contenido Los demonios, o El proceso, es una novela exuberante y compleja, de una belleza magnética, que admite muchos niveles de interpretación y nos sumerge en un espacio terrible después de que hayamos superado las primeras páginas. Lowry mismo, al esforzarse en su defensa, para evitar la poda a que quería someterla su editor, destacaría que la novela se refiere principalmente a ciertas fuerzas existentes en el interior del hombre que le producen terror de sí mismo. Aunque también se refiere a la culpa, al remordimiento, al ascenso incesante del hombre hacia la luz bajo el peso del pasado… La alegoría sobre la cual se aguanta su estructura es la del Jardín del Edén.
Tomando como punto de partida estas observaciones y un poco actuando a su modo, que tendía a descubrir relaciones secretas por doquier, me gustaría apuntar un par de detalles. En el capítulo final de Bajo el volcán, cuando tememos ya que se cumpla el destino horrible que le espera al cónsul después de que los fascistas mejicanos lo confundan con un anarquista, la identidad en el orden simbólico con el final de El proceso de Kafka no me plantea ninguna duda. Del mismo modo que la lectura de una de las últimas frases del libro ¡Dios, observó perplejo, qué manera de morir!, que el cónsul pronuncia para sí en el momento en que siente que acaban de dispararle a bocajarro, a la que poco después acompañará la que cierra la novela: Alguien tiró tras él un perro en la barranca, provoca un escalofrío doble cuando se la compara en su significado profundo con la última de El proceso: ¡Como un perro! – se dijo, cual si la vergüenza debiera sobrevivirle.
Sospecho no obstante que Lowry se dio cuenta de ello. Aunque su astucia y su sagacidad le llevaran siempre a silenciar aquellas coincidencias que podían descubrir influencias subterráneas mientras no tenía complejos en difundir otras de menor calado. La frase escrita en una carta que el 22 de junio de 1940 dirigió a su amigo Whit Burnett, preocupado por la acogida que el libro podía tener entre el público, Albergo la esperanza que el libro pueda compararse favorablemente con libros tales como El proceso de Kafka, indica por lo demás hasta qué punto Lowry estaba dispuesto a admitirlo.
Opino pues, que Kafka ocupó un lugar prevalente dentro del imaginario de Lowry porque le remitía directamente al lugar de la culpa. Lowry dependió económicamente toda su vida de la asignación que le procuraba su progenitor, frente al cual tuvo que humillarse, no en una, sino en muchas ocasiones, tratando de conseguir que le fuera aumentada la asignación que a duras penas le llegaba para costearse algo más que su dosis diaria de alcohol, aunque no fuera ésta pequeña: Estoy cooperando contigo. ¿Me ayudarás? La bebida, las locuras, son cosas del pasado.
¿Podía haber algo más humillante para un hombre entrado en la treintena cuyo destino temprano fue convertirse en uno de los más grandes escritores del siglo XX?
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