CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Wittgenstein

¿Le gusta este jardín?

01 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Apolo, body art, Danto, Giorgio Colli, Ilíada, Malcolm Lowry, Manet, Marx, Nietzsche, Wittgenstein

Nietzsche escribía que las palabras se convierten en conceptos cuando dejan de expresar la vivencia originaria que se halló en su nacimiento. Tomando en consideración este criterio, se podría decir que la deriva que se produjo en la pintura a partir de los años sesenta, indica lo precario de su situación actual, ya que anula en la experiencia estética todo valor que aspire a superar lo meramente dado, sin que esa pérdida se vea compensada por nada mejor.

En vano los intentos del body art y otras propuestas de popularizar el arte: happenings, performances, la incorporación del tatuaje como extensión del lienzo o el muro donde dejar constancia de una identidad soñada que pueda ser compartida entre un chico de barrio y los astros del fútbol o del cine. Ni la sociedad estadística, ni en el individuo concreto, que sufre su falta, ganan. Por más que quieran convencernos de que ya no hay gatos ni liebres, el poder encuentra en el malestar que acompaña a este estado de cosas, una oportunidad añadida para perpetuar su política de simulacros.

La belleza, dicen, por otro lado, algunos fanáticos de lo conceptual, trivializa a aquello que la posee. Lo cual es sin duda falso. Hace suponer que refieren, una cualidad que conjuga la sensibilidad y la inteligencia, a lo vacuo del ornamento. Esto sería, en su caso extremo, lo ostentoso, que acaba siendo vulgar o esperpéntico.

Pero tampoco la belleza es solo lo proporcionado, lo armónico. Como destaca Giorgio Colli en El nacimiento de la filosofía, al corregir la interpretación que hizo Nietzsche de Apolo, el dios que lo representa no agota su imagen en el aspecto solar que encarna la mesura y el orden. Existe un ingrediente de ferocidad en el dios que viene a expresar lo terrible por medio de su atributo principal, que es el arco. En las primeras páginas de la Iliada, puede leerse: Apolo le escuchó y descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón ( … ). Primero apuntaba contra las acémilas y los ágiles perros; mas luego disparaba contra ellos su dardo con asta de pino y acertaba; y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres.

Entiendo que alguien pueda cuestionar qué hay de bello en una puesta de sol, en un hombre atravesado por un puñado de flechas, o en un manojo de espárragos. Manet los pintó sin más, como a nadie se le había ocurrido hacerlo. Pero antes de responder que se trata de un concepto que solo despierta comentarios irónicos, como sugiere Danto, desde los años sesenta, raras veces aparece la belleza en las publicaciones sobre arte sin verse acompañadas de risitas deconstruccionistas, hay toda una gradación de matices que habría que recorrer. Lo bello presupone una actitud existencial. Compromete a la justicia al denunciar que quieran someterlo a lo fáctico: lo sórdido es un hecho.

Marx propuso a los filósofos que cambiaran la realidad sin ningún éxito. Los que siguieron sus consignas fueron burócratas inspirados por el criterio de eficacia. Nietzsche, que fue más audaz, se exigió a sí mismo un compromiso absoluto con el instante; pero la idea del eterno retorno le asfixiaba como una serpiente pitón enroscada a su cuello, impidiéndole recuperar la inocencia griega. Medio siglo más tarde, Ludwig Wittgenstein, sólo aspiraba a abandonar el mundo dejándolo igual que lo había encontrado.

En mitad del delirio de la borrachera, mientras se arrastra por el polvo de las calles de Quauhnáhuac, Malcolm Lowry le plantea al cónsul Geoffrey Firmin una pregunta que aún hoy para nosotros puede ser oportuna: ¿Le gusta este jardín?

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Me inclino a pensar

26 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Agustín de Hipona, Arthur C. Danto, Chirico, Ives Bonnefoy, Kline, Morandi, Wittgenstein

El crítico Arthur C. Danto ha escrito en ¿Qué es el arte? que preguntar por la esencia del arte plantea un problema relativo al conocimiento, mientras que la afirmación que sostiene que una obra es arte, describe, únicamente, su en sí como objeto.

Referido a la consideración de ciertas obras, puede decirse entonces, sin temor a que alguien piense que se es poco riguroso, que algo es arte aunque no se sepa decir por qué. Descansa esta solución en la teoría sobre los juegos de Wittgenstein, quien en las Investigaciones filosóficas desarrolló la tesis de que el significado de un concepto depende de su uso. Entre lo más divulgado de su teoría se encuentra la comparación del lenguaje con una caja de herramientas. Un ejemplo sencillo que permite ilustrar su contenido sería el siguiente: escribo, tecleo en el ordenador, navego con Google, cuelgo un nuevo post en el blog. En un sentido que no roza siquiera lo superficial soy incapaz de explicarme el funcionamiento de esta maquinaria. Pero no confundo mi ordenador con mi vieja Olivetti. Ni Internet con mi biblioteca. Lo que pido y espero de estos artefactos, es otra cosa.

En mi forma de relacionarme con los objetos pongo de manifiesto ese conocimiento mío y aunque sea insuficiente, no por ello es equivocado. No poseo el conocimiento del informático, eso es cierto. Pues mi juego se sitúa en otro nivel. Es algo parecido a lo que ocurre con alguien que estando en la estación de metro afirma que lleva esperando “mucho tiempo”, o que ya “no le queda tiempo” suficiente para hacer aquello que querría, o que “no es tiempo” aún para la vendimia. Pero se ve en cambio envuelto en un mar de dudas si le preguntan por el significado concreto del término que está utilizando. Contestar entonces qué sea el tiempo podría serle penoso y acaso, como hace Agustín de Hipona en sus Confesiones, acabe por responder que se trata de una extraña paradoja. Visto desde esta óptica el tiempo no tiene dimensión y si se quiere atrapar desaparece.

No olvido que Agustín añade, al núcleo de sus reflexiones, que el pasado es el recuerdo, el presente aquello a lo que se está atento, el futuro lo que se aguarda: memoria, atención y espera, forman pues la experiencia subjetiva del tiempo. ¿Será él quien nos de la clave para saber qué es el arte?

La verdad es que no creo que sea posible dar una definición invariante del arte, pero me inclino a pensar que ha de tener en cuenta esa vivencia personal; la que definen unas prácticas, unos deseos, unas nostalgias. Pues depende de en qué mundo se está dispuesto a vivir. De en qué mundo, por el contrario, no se está dispuesto a hacerlo.

Giorgio Morandi que nació en 1890 y murió en 1964, después de haber visto un catálogo de la obra de Franz Kline, reconoció que se alegraba de no ser joven en aquel momento, pues si hubiera nacido veinte años más tarde, se habría encontrado en la misma situación que los expresionistas abstractos en los Estados Unidos. Para Morandi había llegado el día en que el “tiempo presente”, había terminado. Y ese día le bastó saber que una copa es una copa y un árbol un árbol.

Abro al azar La nube roja de Ives Bonnefoy mientras me dejo llevar por un suave flujo de ideas que buscan un difícil arraigo. Leo casi por casualidad el siguiente comentario a propósito de la obra de Chirico, perdido entre las ruinas de la antigüedad clásica: ¿Y si el arte, al parecer moribundo, encontrara en todo esto un porvenir nuevo, imprevisto? Al dar la vuelta a la esquina, a lo lejos -no ya una nueva calle- si no la luz.

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Querer crear el mundo

28 lunes May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Camus, Nietzsche, Wittgenstein

No podemos saber hasta qué punto Albert Camus mantuvo viva la esperanza en un mundo reconciliado, pero con seguridad comprendió que éste tenía por condición la utopía. De acuerdo con esta exigencia, cualquier adecuación fácil al universo de lo establecido, cualquier esfuerzo por transigir con la política del momento, eran interpretados como una traición a la aspiración legítima de vivir un día en un mundo mejor. Por ello, en su obra, nos legó únicamente un débil modelo de lo que pudiera ser aquella situación que imaginó siempre próxima a la vivencia estética.

Albert Camus fue ante todo, un escritor de novelas y obras de teatro en las que apostó por el realismo (entendida esta acepción como la confianza en que los sentidos son capaces de captar cosas tan poco ideales como el sufrimiento y el amor). Mas no por ello debemos creer que su pensamiento fuera un pensamiento de poca altura aunque, en sentido riguroso, no fue nunca un filósofo. Gran parte de lo que leemos en sus ensayos, El mito de Sísifo y El hombre rebelde, no obedece a un planteamiento original, él mismo lo reconoce, ni sus análisis son intachables.

Más que ofrecer ideas nuevas, lo que nos propone con ellas y nos revela su empeño, es un enfoque distinto de cuanto le rodea, un reajuste de la mirada. Más que la voluntad de probar nada demostrativamente, sus libros adoptan la forma de una interpelación; apuntan hacia algo que lleva ahí largo tiempo apartado de la luz, en un rincón sombrío, frecuentemente ignorado. Por eso el valor de su propuesta consiste, no tanto en la originalidad de contenidos que ofrece, como en el nuevo énfasis con el que nos habla de ellos, en el nuevo timbre que nos transmite su voz.

También Wittgenstein con el pasar de los años, cuando su pensamiento adquirió la forma de una ruptura con los límites que él mismo se había impuesto creyendo que serían infranqueables, reconoció que no había sido nunca un productor de ideas nuevas. Y que su mayor aportación a la filosofía no tenía tanto que ver con que hubiera ayudado a hacer brotar una semilla, una idea inexistente hasta aquel momento, como haberle ofrecido al pensamiento una tierra de cualidad distinta, donde los frutos, aunque fueran parecidos, tenían un sabor diferente.

Ni siquiera el agua, inodora e insípida por definición, como nos enseñaron en la escuela, sabe igual si la veta que ha tenido que atravesar antes de llegar al vaso ha cruzado un fondo cálcico o ferruginoso. Un viejo concepto en su cabeza (así lo creía él y así lo fueron entendiendo sus seguidores) producía inevitablemente un resultado especial. Cualquier idea en el molino de su mente acababa dotando de un sentido más refinado, casi traslúcido, a las cuestiones que planteaba.

Con Camus pasa algo parecido. Para comprender su originalidad yo creo que es preciso leer sus textos no sólo con la inteligencia, sino también, y especialmente, con el oído. Por más que leídas en otros lugares, sus palabras salvan en todo momento la distancia de lo ya dicho. No son (para decirlo a la manera de Machado) eco, sino voz.

Como Nietzsche, Camus halló en el arte el verdadero modelo de su pensamiento, la clave para la redención del hombre. Pensar era para él (lo escribe en El mito de Sísifo) querer crear el mundo. Lo que lo distanciaba del viajero impenitente que en sus desplazamientos soñó al superhombre, era el acento que ponía en el reconocimiento de los fenómenos. Mientras Nietzsche parece repudiarlos cada vez con mayor intensidad, él no duda de que ningún artista puede prescindir de lo vulgar y lo cotidiano. Pues ahí es, en gran medida, donde el creador encuentra los materiales para su trabajo. Lo defectuoso del mundo, su unidad perdida, debía restablecerse por medio de la creación.

Que una cosa viva tenga su forma en este mundo y éste se reconciliará. Estas palabras llenas de fervor revelan la confianza en la absurdidad de la vida, aún a tiempo de alcanzar un sentido. De este modo no hay que pensar que la exigencia estética fuera para Camus un mero añadido, algo así como una orla que podía servir para encuadrar un concepto, sino una exigencia consustancial a la rebelión misma. Su modelo de reconciliación, la obra de arte.

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Deseo de callar

19 sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía

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Agustín de Hipona, Frege, Nietzsche, Norman Malcolm, Russell, Schopenhauer, Wittgenstein

En la última línea del Tractatus, obra con la que Ludwig Wittgenstein creyó haber acabado en ochenta páginas con todos los problemas de la filosofía, afirma que de lo que no se puede hablar, mejor es callarse. No soy un estudioso de la lógica y los análisis con que intenta exponer las condiciones de un lenguaje perfecto, desde un punto de vista estrictamente lógico, me importan sólo hasta cierto punto. En ellos, la realidad, la carne, lo que la vida puede hacernos sentir, no entra.

Lo que se puede decir en ese ámbito donde se enfrentan los especialistas, se ha de poder decir claramente, y en este aspecto las proposiciones de la filosofía, la ética o la estética, son sinsentidos. Estas afirmaciones recogen lo esencial de lo que piensa Wittgenstein sobre estas actividades. Que no se pueda decir nada con sentido en estos campos, no impide que lo místico se pueda mostrar. Lo místico es para Wittgenstein lo que está más allá del lenguaje marcando su propio límite.

En cualquier caso me pregunto por qué tendría que ser absurdo seguir hablando y por qué ha de ser preferible cerrar la boca antes que abrirla aunque se sepa que las palabras acabarán golpeando contra el muro del lenguaje. Si lo que quiere decir Wittgenstein es que ni la filosofía ni la ética o la estética pueden llegar a ser ciencias, eso está claro pues no creo que la filosofía deba rivalizar con la matemática o la física o cualquier otra ciencia de la naturaleza cuyas proposiciones pueden ser demostradas axiomáticamente o bien verificadas.

La filosofía es principalmente, según él reconoce, una actividad. Y como mucho, para decirlo con sus propias palabras: un libro de filosofía debería estar compuesto sólo de elucidaciones. Más tarde, en otra etapa de su vida él mismo dirá que un libro de filosofía no debería contener más que preguntas. Pero entonces ¿a qué viene dejar fuera de juego a los filósofos?

Ni Heráclito, ni Sócrates (que pretendió sólo ser un buen ciudadano, convencido de que la filosofía podía ayudar también a sus vecinos aunque al final resultara para él una sentencia de muerte), ni Platón ni los sofistas que hicieron posible la ilustración griega, ni Epicuro, ni los estoicos, ni Agustín (a quien siempre admiró Wittgenstein), ni ningún filósofo renacentista, ni Spinoza, ni Kant, ni Schopenhauer (otro pensador a quien recurrió más de un vez para acallar sus inquietudes) ni Nietzsche, ni Heidegger (la lista sería interminable) tuvieron bastante con buscar el conocimiento por el conocimiento. Todos ellos consideraron la dimensión práctica de su ocupación como la dimensión fundamental y pocos ignoraron el lugar que debía ocupar también el arte en la experiencia humana del mundo.

Wittgenstein tenía un espíritu inquieto que le hizo tocar muchas teclas antes de hallar su camino. Sin acabar sus estudios de ingeniería llegó a Cambridge con la idea de inscribirse por recomendación de Frege, un lógico matemático, en los cursos de Bertrand Rusell. Se sabe que sus conocimientos de la historia de la filosofía, estaban llenos de lagunas. G.H.Von Wrigth en su Esbozo biográfico, escrito a partir de sus conversaciones con el filósofo, nos confirma que éste le había confesado que en aquel periodo de su vida había leído a Schopenhauer.  Otros autores que había más o menos estudiado eran Agustín de Hipona, Kierkegard, Dostoievski… Tolstoy. Sus lecturas de entonces estaban orientadas por un sentimiento religioso que nunca le abandonó.

Desde el principio, los problemas con que se vio enfrentado fueron los mismos que preocupaban a Frege y Russell y en ese campo, en el que un conocimiento serio de la gran filosofía no era muy necesario, no tardaron en reconocerle unas dotes extraordinarias. Su llegada al ambiente universitario tuvo el mismo efecto que una cascada de agua fresca. A él sin embargo aquel ambiente debía parecerle agobiante pues permaneció en Cambridge sólo los años 1912 y 1913, momento en que decidió irse a una granja en Noruega cerca de la localidad de Skjolden donde se construyó una choza y vivió en ella aislado hasta que estalló la guerra.

Wittgenstein siguió ocupado en desarrollar en el frente, los mismos temas que habían despertado su interés en Cambridge. Y en ese contexto, tan opuesto al que había buscado al aislarse del ruido de la universidad, elaboró el Diario filosófico, su primera obra, la misma que habría de servirle de base para escribir el famoso Tractatus.

Wittgenstein no abandonaría más la actividad filosófica. Aunque sí se retiró de la primera línea. Después de publicar el Tractatus Logico-Philosophicus que le abrió las puertas de Cambridge, ahora como profesor, estuvo un tiempo allí dando clases pero otra vez sintió la necesidad de alejarse para trabajar en una escuela como maestro de enseñanza primaria. Limitado por la concepción lógico-analítica propia del ambiente anglosajón, creía sinceramente haber resuelto todos los problemas de la filosofía y no podía sentir más que el vacío de no tener nada que decir.

Mucho antes de morir, sin embargo, él mismo había logrado darle la vuelta a su pensamiento inicial. La teoría de los juegos lingüísticos expuesta en las Investigaciones filosóficas desbordaría con mucho los planteamientos anteriores, ofreciendo perspectivas que lo aproximan a Nietzsche; en su conferencia sobre ética, en la cantidad de aforismos dispersos que quedan fuera de sus obras principales, es notorio lo que comparte con la filosofía de la existencia.

Wittgenstein habría de seguir hablando, tentado siempre por el deseo de callar. Como verdadero filósofo que fue no escuchó sus propias advertencias. En 1930 y hasta 1947 volvería a dar clases en la universidad, cada vez más desencantado de la rutina académica, antes de admitir definitivamente que allí no estaba su sitio y buscar de nuevo la soledad en la campiña irlandesa. Visitó New York enfermo y cuando estaba con los amigos, antes de que le detectaran el cáncer de próstata que rechazó tratarse, Norman Malcolm refiere que les decía: No quiero morirme en América. Soy Europeo; quiero morir en Europa. Tenía prisa por seguir trabajando en sus últimas reflexiones.

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