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Gilles Deleuze sostiene que el pintor no se enfrenta nunca a una tela en blanco, como tampoco lo hace el escritor que dice padecer angustia ante la página aún por escribir. Pues ambos abordan la tarea con la cabeza demasiado llena de cosas.

Entiendo que esas cosas que ocupan su mente, con las que ha de enfrentarse a la tela o a la página en blanco, las reconoce el artista como una forma propuesta de antemano que se resiste desagradablemente a ser superada. Nada más incómodo, ni más difícil para quien ha de adoptar un punto de vista propio, en un momento en que el ruido y la contaminación visual le sugieren añadirse a la algarabía. Porque eso que el escritor lleva consigo antes de ponerse a escribir, como le ocurre también al pintor, son lugares comunes, demasiado reconocibles. Sorprende que Deleuze los identifique con lo peor. Son el mal, nos dice, emitiendo un juicio de valor que tanto puede entenderse en un sentido artístico como ético.

Se trata del «se» irreflexivo al que se refiere Heidegger en Ser y Tiempo, en las expresiones transmitir y repetir lo que se habla (…) la cosa es así porque así se dice, (…) las habladurías, la posibilidad de comprenderlo todo sin previa apropiación de la cosa. Platón también hablaba de ello, aunque lo llamó opinión, doxa, un tipo de conocimiento poco consistente, repetición de lo mismo, igual que la duplicación de imágenes en el agua; a veces próximo a las sombras.

Rilke había escrito que todo lo que vive de verdad, contiene en sí, algo exclusivo. Esa exclusividad fue perseguida casi como único objetivo durante el periodo de las vanguardias, hace cien años. El efecto que esta actitud acabó provocando se percibe desde entonces en las insulsas propuestas que niegan la tradición.

En otro tiempo se había dicho (si bien con ánimo tendencioso) que lo que no era tradición era plagio, yo prefiero llamarlo mala imitación, redundancia que no informa de nada que no esté previamente digerido, regurgitaciones.

No sé hasta qué punto tiene sentido ambicionar aún la originalidad pero no creo que la favorezca negarse al conocimiento del pasado, queriendo evitar su influencia. La tradición no la forman las diferentes escuelas; es la lengua que hay que conocer para conversar con ella como con un viejo amigo. De ahí que para el artista se trate de ir primero limpiando, frotando la superficie que cubre la tela o la hoja de papel, raspándola, mientras no aparezca (a menudo cuando menos se lo espera) lo imprevisto, eso no dicho.

Becket sería para mí el modelo extremo de esta actitud que apuesta por superar la literatura asumiendo la tradición. Su tarea, desarrollada con una coherencia pocas veces tan lograda, es la del despoblador; un ir y venir entre cenizas que lentamente ha ido vaciando el lenguaje de significados hueros. Menos radical pero no menos auténtico, fue en el ámbito de la pintura el caso de Chirico rendido a la fascinación de las ruinas. Por ello no creo que sea casualidad lo que dejó escrito medio siglo antes de que pudiera leerlo Deleuze: Lo que saldrá del papel o de la tela ya está allí, durmiendo… en su agujero. Así es que hay que sacarlo del papel, de la tela.

Dos modelos originales que en nada se confunden con los de sus coetáneos y que han bebido en sus respectivas tradiciones: pacientemente, acechando, barriendo, socavándolas.

 

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