CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Heidegger

Las cosas

29 domingo Jun 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

≈ 2 comentarios

Etiquetas

Becket, Chirico, Deleuze, Heidegger, Platón, Rilke, Tradición

Gilles Deleuze sostiene que el pintor no se enfrenta nunca a una tela en blanco, como tampoco lo hace el escritor que dice padecer angustia ante la página aún por escribir. Pues ambos abordan la tarea con la cabeza demasiado llena de cosas.

Entiendo que esas cosas que ocupan su mente, con las que ha de enfrentarse a la tela o a la página en blanco, las reconoce el artista como una forma propuesta de antemano que se resiste desagradablemente a ser superada. Nada más incómodo, ni más difícil para quien ha de adoptar un punto de vista propio, en un momento en que el ruido y la contaminación visual le sugieren añadirse a la algarabía. Porque eso que el escritor lleva consigo antes de ponerse a escribir, como le ocurre también al pintor, son lugares comunes, demasiado reconocibles. Sorprende que Deleuze los identifique con lo peor. Son el mal, nos dice, emitiendo un juicio de valor que tanto puede entenderse en un sentido artístico como ético.

Se trata del «se» irreflexivo al que se refiere Heidegger en Ser y Tiempo, en las expresiones transmitir y repetir lo que se habla (…) la cosa es así porque así se dice, (…) las habladurías, la posibilidad de comprenderlo todo sin previa apropiación de la cosa. Platón también hablaba de ello, aunque lo llamó opinión, doxa, un tipo de conocimiento poco consistente, repetición de lo mismo, igual que la duplicación de imágenes en el agua; a veces próximo a las sombras.

Rilke había escrito que todo lo que vive de verdad, contiene en sí, algo exclusivo. Esa exclusividad fue perseguida casi como único objetivo durante el periodo de las vanguardias, hace cien años. El efecto que esta actitud acabó provocando se percibe desde entonces en las insulsas propuestas que niegan la tradición.

En otro tiempo se había dicho (si bien con ánimo tendencioso) que lo que no era tradición era plagio, yo prefiero llamarlo mala imitación, redundancia que no informa de nada que no esté previamente digerido, regurgitaciones.

No sé hasta qué punto tiene sentido ambicionar aún la originalidad pero no creo que la favorezca negarse al conocimiento del pasado, queriendo evitar su influencia. La tradición no la forman las diferentes escuelas; es la lengua que hay que conocer para conversar con ella como con un viejo amigo. De ahí que para el artista se trate de ir primero limpiando, frotando la superficie que cubre la tela o la hoja de papel, raspándola, mientras no aparezca (a menudo cuando menos se lo espera) lo imprevisto, eso no dicho.

Becket sería para mí el modelo extremo de esta actitud que apuesta por superar la literatura asumiendo la tradición. Su tarea, desarrollada con una coherencia pocas veces tan lograda, es la del despoblador; un ir y venir entre cenizas que lentamente ha ido vaciando el lenguaje de significados hueros. Menos radical pero no menos auténtico, fue en el ámbito de la pintura el caso de Chirico rendido a la fascinación de las ruinas. Por ello no creo que sea casualidad lo que dejó escrito medio siglo antes de que pudiera leerlo Deleuze: Lo que saldrá del papel o de la tela ya está allí, durmiendo… en su agujero. Así es que hay que sacarlo del papel, de la tela.

Dos modelos originales que en nada se confunden con los de sus coetáneos y que han bebido en sus respectivas tradiciones: pacientemente, acechando, barriendo, socavándolas.

 

Anuncio publicitario

Compartir:

  • Twitter
  • Facebook

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Sin duda estaba loco

02 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

≈ Deja un comentario

Etiquetas

Gauguin, Hamsun, Heidegger, Meyer Schapiro, Van Gogh

En El origen de la obra de arte, Martín Heidegger sostiene que la esencia del arte debe inferirse de la obra de arte, pero acto seguido afirma que lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia del arte. El filósofo es consciente de que su afirmación nos conduce a un círculo vicioso. Pues no se entiende de qué modo a partir de una obra particular podría inferirse una esencia general, igual que parece necesario saber qué sea el arte para poder reconocerlo en las obras particulares. Para romper este círculo Heidegger se propone analizar una obra de Van Gogh en la que aparecen pintados un par de zapatos. Se trata en definitiva de aplicar el principio fenomenológico que nos recomienda volver a las cosas mismas. Ahora bien: ninguna obra particular puede expresar todo lo que el arte sea; ninguna definición del arte es suficiente como para acoger o excluir los objetos de su dominio. Toda obra artística es sui generis.

Arte es (a falta de cualquier definición mejor) lo que hacen los artistas, lo que se puede ver en las exposiciones, en los museos, en el teatro, en el cine, en la sala de conciertos, circunstancialmente en la calle. Del mismo modo que la Ciencia es lo que hacen los científicos, esas personas que se reconocen entre sí por sus prácticas, porque dominan la jerga, porque utilizan los mismos métodos. Y lo mismo se podría decir de la filosofía, pues sólo hace falta haber ojeado unos cuantos libros para saber que un libro de filosofía no se confunde con una novela.

Se es filósofo o artista porque uno entra en el juego, porque reconoce el lenguaje en el que se expresan ciertas ideas y conceptos, porque uno piensa a través de ellos, porque se siente acuciado por cierto tipo de problemas, de materiales… Luego está la cuestión de los límites que tiene que ver con la rivalidad de las camarillas, el público, la época, la historia, algo en cierto modo ajeno a la actividad estricta.

En un artículo que escribió Meyer Schapiro sobre la interpretación que hizo Heidegger de ese cuadro de Van Gogh en el que el artista había pintado un par de zapatos viejos, afirmaba el crítico que en el análisis que hizo Heidegger, el filósofo habla de su experiencia estética a partir de su propia concepción social, con su duro patetismo de lo primordial y terrenal (…) ignorando lo personal y fisonómico de los zapatos, de manera que el resultado final del trabajo es fruto de una imaginación que no hace sino proyectarse sobre el cuadro. ¡Cuando lo que se proponía Heidegger era una aproximación a la cosa misma movido por la esperanza de que ésta le revelara la naturaleza del arte, porque lo que sea el arte debe inferirse de la obra; un trabajo en el que la mirada del filósofo debería haberse volcado sobre el cuadro sin ninguna concepción filosófica previa, ciñéndose a los datos visibles con la mayor fidelidad!

En ese mismo texto, Schapiro escribe que una aproximación más ajustada a la obra de Van Gogh que la de Heidegger, puede hallarse en la descripción que Knut Hamsun hace de sus propios zapatos en un pasaje de la novela Hambre. Lo que el crítico da a entender, contraponiendo una descripción ya dada, al método del filósofo, es que los zapatos pintados por Van Gogh no son tanto los zapatos de una campesina que ha caminado a través de los surcos, siempre uniformes del campo que se extiende a lo lejos y que están barridos por un crudo viento, como acaba sosteniendo Heidegger tras su análisis, como los zapatos del propio artista acostumbrado a recorrer las calles de la ciudad.

Como si nunca hubiera visto mis zapatos, escribe el protagonista de la novela de Hamsun, me puse a estudiar su aspecto, su mímica cuando movía el pie, su forma y sus cañas usadas y descubría que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresión, les comunicaban una fisonomía. Algo de mi ser había pasado a mis zapatos y me hacían el efecto de un hálito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de mí mismo que respiraba…

Meyer Schapiro deja claro que no cree que exista un punto de vista privilegiado que permita hacer tabla rasa de todos los prejuicios y presupuestos que acompañan al momento en que el arte descubrirá qué sean en verdad los zapatos que se hallan representados en esa pequeña pintura. De modo que el resultado del anhelo de Heidegger no puede ser sino un espejismo.

Para justificar su punto de vista, Schapiro añade que la situación de Van Gogh en el momento de pintar esa naturaleza muerta, se parecía mucho a la que atravesaba el narrador de la novela de Hamsun cuando vagabundeaba por la ciudad de Cristianía. Siendo el caso que la pintura de Van Gogh había sido realizada en París y en la misma época (1886-1887) había pintado hasta ocho pares de zapatos de los que sólo tres muestran la oscuridad de su interior gastado que le habla de modo tan claro al filósofo; detalle que, sin embargo, no permite identificarlos.

Con todo, yo me pregunto hasta qué punto puede ser relevante a quién pertenecieron esos zapatos, y no deja de resultarme extraño que Schapiro se muestre tan empecinado en rebajar el valor de los análisis de Heidegger aportando pruebas documentales que demuestran que lo que éste ha tomado por el ser útil de los zapatos de una campesina en su juego recíproco con la tierra, son en realidad unos zapatos viejos que sirvieron en su momento al propio pintor cuando marchó desde Holanda a Bélgica para predicar entre los mineros. Importa en mi opinión que Van Gogh llegara a “verlos”. Y es en eso en lo que creo que consiste su verdad. Ya que sólo su mirada y sus manos de pintor fueron las que les hicieron caminar, sufrir, envejecer.

Por lo demás no creo que Van Gogh haya realizado en esta obra pintura del yo, como insinúa Schapiro después de leer la descripción que hace de ella Hamsun. El narrador de Hambre describe los zapatos que lleva puestos como si estos fueran una extensión de su cuerpo, pero el lugar donde se encuentran los zapatos que Van Gogh pinta, fueran o no los suyos, no resulta identificable.

Pero si no conviene insistir sobre la propiedad y la procedencia de esos viejos zapatos, no habría que olvidar que Van Gogh sintió siempre un fuerte impulso que lo llevó a ejercer de predicador y que esta primera vocación no lo abandonaría nunca.

De manera espontánea Van Gogh vivía volcado hacia los otros, antes que hacia su propio interior. Los otros más necesitados, los proscritos, los moribundos, los ignorados preferentemente. Durante su arrebatada existencia luchó por singularizar los objetos que substraía a la naturaleza evitando que esta los disolviera en un anonimato que les negaba el ser. No se trata pues de introspección ni de autoconocimiento. Vincent Van Gogh fue un hombre de acción, un pintor piadoso, obsesionado por la idea de crear la vida.

En las cartas a su amigo Bernard, el loco del pelo rojo (como lo popularizó el cine) le habla de Cristo a quien considera el verdadero artista. Ese Cristo es el artista más grande entre todos los artistas, despreciando el mármol y la arcilla, el color, (…) trabaja con espíritu y carne vivos, hace hombres en lugar de estatuas.

Existe un texto de Gauguin que se encuentra en los Escritos de un salvaje, que Seix Barral publicó en 1974 (Schapiro lo recoge en su artículo aunque sólo se refiere a él para decir que se trata de una historia conmovedora) que vale la pena leer desde esta perspectiva: En la mina sombría, negra, un día, el amarillo del cromo lo inundó todo, fulgor terrible del fuego grisú, dinamita del rico que no falta. Unos hombres que en aquel momento ascendían fueron engullidos por el carbón y aquel día dijeron adiós a la vida, adiós a los hombres, sin una blasfemia. Uno de ellos terriblemente mutilado con el rostro quemado fue recogido por Vincent. “Y sin embargo, decía el médico de la compañía, es un hombre acabado, a menos que se produzca un milagro o que disponga de unos cuidados maternales muy costosos. Es una locura ocuparse de él”. Vincent creía en los milagros, en la maternidad. El loco (decididamente estaba loco) veló durante cuarenta días al moribundo; impidió sin descanso que el aire penetrara en las heridas y pagó las medicinas. Y habló como sacerdote consolador (decididamente estaba loco). La obra loca hizo revivir a un muerto.

Propongo que el sentido de los zapatos sobre los que discuten Heidegger y Schapiro, sin ponerse de acuerdo, tiene mucho que ver con lo que se cuenta en esta historia; pienso que Vincent Van Gogh, que no se trató nunca muy bien a sí mismo y no dudó en dudar de sus capacidades Por qué seré tan poco artista que siempre lamento que los cuadros no vivan, llegó a alcanzar su demencial objetivo. Esos zapatos “vivos” son la prueba. Ahí siguen, después de haber aguantado valientemente la fatiga del viaje, en el museo de Amsterdam, muchos años después de que el destino natural los llevara a desaparecer un día en la basura. Sin duda estaba loco.

http://www.vangoghmuseum.nl/vgm/index.jsp?page=1576&lang=en

Compartir:

  • Twitter
  • Facebook

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Soliloquio de un viejo que no quiere morirse (1)

29 sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

≈ 2 comentarios

Etiquetas

Heidegger, Jean Cassou, Kierkegard, Lichtenberg, Nietzsche, Pascal, Unamuno

Comenta el escritor y traductor Jean Cassou en su Retrato de Unamuno, esa especie de prólogo que sirve para presentar el libro Cómo se hace una novela que a su autor no debía de gustarle que en un estudio consagrado a él se hiciera el esfuerzo de analizar sus ideas. Y supongo que lo dice porque a Unamuno, una idea desencarnada, una idea en sí misma, si se hace abstracción de aquél que la acaricia y la sueña, será siempre como el cuchillo sin hoja que concibió Lichtenberg que ni corta ni mata porque aunque se le dé un nombre, no es nada.

A Unamuno le molestaban los críticos porque pensaba que cuando se trata de defender una causa propia, uno solo se basta. Y la idea de que un día, por no estar ya presente para defenderse (el día en que la muerte le impida continuar explicándose por sí mismo) no quede otro remedio que ceder la palabra a lo que quedó escrito, le produce pánico. Pues un pensamiento en orden, es decir analizado y sistematizado, no significa, desde su punto de vista, sino que al fin se ha acabado, es decir: se ha muerto; y esa idea, la de la muerte, que un día podría acaecerle a él y a toda su obra, no puede soportarla. Nada nuevo para aquellos que en cuestiones metafísicas apuestan contra la razón como Pascal o Nietzsche o Kierkegard, salvando las convenientes distancias.

Lo que sorprende en cambio, es que en ese mismo texto, Jean Cassou, más adelante, haciendo un esfuerzo por analizar el pensamiento del escritor, diga que éste no tenía ideas, sino que las ideas en realidad se las daban otros, se hacían en él las ideas de los otros, dice su traductor. Observación que a Unamuno le viene al pelo para explicarse en su comentario al prólogo y entrar en polémica que es la actividad que lo dinamiza y hace que tome coraje de nuevo, aunque el espanto del porvenir se le vacíe en la carne de la cara y le haga pensar en tirar la toalla. Lo tiene en cuenta: ha cumplido ya sesenta años y el exilio en París, que continua todavía en Hendaya, lejos de los suyos, se le está haciendo duro.

Pero no es que no tuviera ideas, responde, sino que las ideas no le tenían a él. Los juegos de palabras, las etimologías avaladas por la cátedra que ostenta en la Universidad de Salamanca, de griego clásico, que descubren significados recónditos y olvidados, como con otra profusión, también haría Heidegger en Alemania, se le presentan siempre como una oportunidad. Ya que una idea cuando ésta es propia, está viva y poco importa que su autor pueda parecer que se contradice en una página cuando en otra dice lo contrario. Porque el sentido de la contradicción no es otro que el mostrar la vitalidad de la idea, su carne que la hace renacer cuando parecía extinta, y no su esqueleto que es donde se seca y fija para siempre.

En una de las páginas de ese extraño texto que es Cómo se hace una novela, tan difícil de clasificar, que Unamuno reescribió para recrearse, traduciéndose a sí mismo del francés durante su destierro en Hendaya, unos meses después de que apareciera la primera edición en esa lengua en 1927, mientras se interrogaba acerca de un porvenir que veía negro como las blancas páginas sobre las que estaba escribiendo su experiencia de proscrito (terrible blancura que hace pensar en el resplandor de Moby Dick), Unamuno se pregunta desesperado, después de haber estado buscándose por París, a orillas del Sena, imaginando qué hacer con el protagonista de su novela en curso, si él era como creía ser o como creían los otros que era: como lo creen los demás.

No es frecuente que en un texto tan intrincado, un autor formule una cuestión tan ingenua y máxime cuando ese autor es desde hace tiempo un avezado ensayista, un filósofo reputado, un novelista que no le pone reparos al experimentalismo y hasta uno de los mejores poetas de su generación. Y sería incomprensible si no fuera porque de ese modo, Unamuno nos muestra, sin que haga falta seguir teorizando, la forma, no en que piensa, sino en que vive, una de esas ideas que aunque a Cassou no le parezca original, lo es al menos en un sentido inconfundible por la forma en que la plantea; pues no cuestiona Unamuno qué sea la identidad de algo general y abstracto, es decir qué sea un ser humano en su esencia, sino quién es la persona singular y concreta hecha de carne y hueso que él es. ¿Cómo soy, como me creo que soy, o como creen los demás que soy? A lo que responde radicalmente expresando la necesidad de que su conciencia única e intransferible (su memoria personal), que es precisamente aquello que lo constituye, sea inmortal.

El argumento, resumido, que él llama antisilogismo, y que es una verdadera apuesta irracionalista con la que pretende atajar toda discusión, sería el siguiente: Todos los hombres son mortales, pero hubo un hombre que fue inmortal, Cristo. Luego: si un hombre fue inmortal todos pueden serlo. La falacia es evidente, pero Unamuno continúa fascinado ante la cobra de su deseo que le promete una imposible vida eterna. Como si al ver que todo amenaza con perder el sentido, se hubiera dicho: No hay tiempo para perderlo, hay que vivir al pie de la letra.

¿Sorprende la forma de proceder de este profesor? Unamuno es siempre exagerado, una personalidad caballeresca, excéntrica. Desde su cátedra de profesor de griego le dolía España; le venía justa como una bota de montar a medida hecha con materiales precarios (un catolicismo agónico, en cuyo esfuerzo por reavivarlo debió advertir más de una vez el entontecimiento del pueblo del que formaba parte) forzado a velar sus ideas, como don Quijote sus armas, dispuesto, si hacía falta, a combatir él solo contra el ejército.

Durante el exilio político en Francia, donde su amor por Balzac y Flaubert lo predisponían de antemano a confraternizar, se aproximó a los franceses, grandes amigos de conversación, que no obstante, como subraya Jean Cassou, se veían obligados a preguntarse qué podía hacer entre ellos el soliloquio de un viejo que no quiere morirse. Además, era el tiempo de Proust, de Joyce en Irlanda; en filosofía en Alemania en 1926 se acababa de publicar Ser y Tiempo de Heidegger.

¿Y en Hendaya, en la frontera misma, en su nativo país vasco, a la vista tantálica de Fuenterrabía? ¿Sería este lugar fronterizo un espacio más adecuado a su idiosincrasia? Unamuno se aburre y entonces le oímos decir que aburrirse alguien es hacerse mortal. Y está claro: él no está aquí para eso.

Compartir:

  • Twitter
  • Facebook

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Queremos tanto a Bernhard

06 miércoles Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

≈ 3 comentarios

Etiquetas

Bernhard, Freud, Heidegger, Kant, Kurt Hoffmann, Miguel Sáenz

Había comprado el libro Corrección por la sobriedad de la tapa de color de arena pálido donde destacaba el título en negro y una sola rosa amarilla. Recuerdo que era invierno cuando empecé a leerlo en el metro de Barcelona sin que tuviera entonces ningún conocimiento de su obra. En total eran 324 páginas distribuidas en dos únicos capítulos formados a su vez por un único párrafo. Ningún punto y aparte y algún punto y seguido. Hacía diez años que se había publicado en España su novela Trastorno y cualquier lector acostumbrado a su escritura habría reconocido que no era aquella la mejor manera de introducirse en una obra que requiere como pocas la mayor atención.

Thomas Bernhard no se adapta (eso lo comprendería enseguida) a las condiciones de lectura que impone el transporte público. A pesar de todo, después de la perplejidad que me produjeron las primeras páginas, ya en casa, mejor instalado, fui quedando subyugado por el ritmo y la fluidez del texto. Bernhard no es sólo un maestro de la exageración como se ha destacado siempre, sino también un virtuoso del lenguaje, capaz de producir frases con una base rítmica y una cadencia sonora inigualables.

Desde su novela Helada, la primera que publicó a los treinta años, hasta Extinción, la última (que se desarrolla como un libro olímpico de un solo párrafo de 482 páginas apretadas) todos los libros de Bernhard pueden considerarse variaciones sobre un mismo tema. Ese tema no es otro que el propio Thomas Bernhard. En las conversaciones que mantuvo con Kurt Hoffmann él mismo lo dejó dicho: El escritor tonto, el pintor tonto, busca siempre motivos, pero uno sólo se necesita a sí mismo, sólo necesita seguir su vida. Quiere seguir siendo el mismo, pero no escribir lo mismo. Y eso es lo que importa.

Resulta una obviedad que para seguir publicando libros, hay que inventarse una historia cada vez, un nuevo vestido, una manera nueva de acicalarse, de cubrir lo interior con lo exterior, pero Bernhard sabe que en el fondo el artista está siempre desnudo. Thomas Bernhard forma parte de esa galería de monstruos que cité en otra ocasión y no creo que sea demasiado afirmar que en cualquiera de sus páginas se halla contenido el cuerpo entero de su obra.

Si tuviera que elegir no obstante un único libro me decantaría por Helada, donde se muestra el Bernhard más espontáneo, antes de que la progresión de su estilo, lo condujera al final a un engrosamiento fastuoso de sus recursos. O su Autobiografía, en la que los lindes entre lo inventado y lo realmente sucedido se desdibujan y se confunden, de manera que los cinco pequeños volúmenes que la forman se convierten en la mejor vía de acceso a su universo donde la verdad se mezcla con la mentira y la mentira crea y genera la verdad simbólicamente pues es esa a fin de cuentas la única que tiene algún valor estético. O La calera (es difícil decidirse) o los Maestros antiguos, novela tan irreverente en el tratamiento que hace de la tradición, que sólo por ver el desparpajo con que Bernhard ventila a Kant y a Freud, a Heidegger a quien llama sin el menor complejo: ridículo burgués nacionalista en pantalones bombachos, ya merece la pena que se la lea. Aunque no le importe para ello, como subraya su traductor y biógrafo Miguel Sáenz, tener que inventarse las citas.

Porque Thomas Bernhard inventa no sólo aquí, sino en todo lo que ha escrito, lo que haga falta. Y así como puede ensalzar y denigrar simultáneamente a esos maestros de la humanidad sin que le tiemble la voz, bajo el argumento de que sabe bien de qué habla pues ha profundizado en ellos hasta quedarse ciego de estudiarlos, no es extraño que en cualquier otro lugar, o a renglón seguido, reconozca que en verdad se limitó a echarles un vistazo porque no hay nadie que lea menos que él, ya que cuando escribe y escribió muchísimo, no podía leer y cuando leía no podía escribir.

Con todo y con eso, aunque parezca una paradoja, pocos textos están tan bien ensamblados como los suyos. Por la virtud técnica, que Bernhard controla como nadie y le permite moverse en el límite, sus novelas rara vez flaquean y nunca llegan a deshojarse en las manos del lector. Bernhard es, utilizando la imagen con la que él mismo describe a sus editores, la antítesis de aquellos que todo lo traspapelan.

Leerlo acaba siendo una experiencia que produce cierto trastorno. Pero la decisión de seguirlo en una nueva lectura es un hecho inevitable que transmite el simple acercamiento a sus obras. Si se quiere comprender el sentido de su estética hay que dejarse llevar por el singular humor que le posee, capaz de reunir en el escenario de Una fiesta para Boris, a dieciséis tullidos sin piernas. El mismo humor que hace falta para asegurar que el caos puede ser tranquilizante. Todo en Bernhard viene a corroborar lo absurdo de una crisis que busca la catarsis en el desconcierto que genera.

En sus libros no se observa ninguna jerarquía pues todo lo que en ellos se dice se halla situado a la misma distancia de sus obsesiones. El desarrollo de sus novelas toma cuerpo a medida que la pulsión de darle vueltas a una idea lo empuja a reunir sedimentos de procedencia ancestral. El tiempo circular de la estructura narrativa, sugiere una peana por la que fuera girando la variación infinita de la lengua.

Si el proyecto de Beckett se caracterizaba por haber conducido a la literatura a la frontera del silencio, yo diría que Thomas Bernhard quiso ordenar con su canto todo el ruido y la furia de que fue capaz. Lo importante, contó, es que suene bien. Pues eso tira de uno; lo mismo que el perro de la correa, eso tira del lector. Cada enfermedad superada es una historia estupenda, porque nadie puede dejar en tu platillo nada parecido.

Compartir:

  • Twitter
  • Facebook

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Los otros nombres de Beckett

05 sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

≈ Deja un comentario

Etiquetas

Beckett, Descartes, Heidegger, Hemingway, Nietzsche

Ahora debo hablar de mí, aunque sea con su lenguaje, será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo, de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy… Es la voz del Innombrable, el protagonista de la última de las novelas que forman la trilogía francesa de Samuel Beckett, escrita en un idioma que no era su lengua materna, según él mismo comentó alguna vez, por el interés exclusivo de empobrecerse.

Como un pintor que sabe que domina demasiado la técnica y empieza a dibujar con la mano izquierda para renovarse y no caer en manierismos, también Beckett, al igual que sus personajes que se dedican a ir de un lado a otro sin motivo aparente con la mochila cargada con lo indispensable, buscando dónde parar (aunque nunca nada pueda parar y nada se detenga nunca) decidió un día abandonar la casa confortable de su lengua nativa, en la que había aprendido el significado de las cosas, con el propósito de  indagar y explorar más de cerca la realidad.

Una lengua es por encima de todo y en primer lugar un mapa que nos ayuda a orientarnos en el territorio, y sólo más adelante se convierte en un arma que permite controlar y dominar lo que nos rodea. Gran parte de la obra de Nietzsche consiste en mostrar este aspecto casi invisible del lenguaje, que sin embargo Beckett rechaza. Beckett representa en este sentido la antítesis del cazador.

Si Hemingway se pasó la vida tras el elefante blanco y descubrió muy tarde que no se hallaba más que en la propia idea que se había formado de él, Beckett supo desde el principio que el objetivo que perseguía no estaba más lejos que la lengua que habitualmente utilizaba. Con ese cambio, que supuso sustituir el inglés por el francés, Beckett se negó la felicidad del uso de las palabras y los juegos de artificio a que era tan sensible, con la esperanza de que no añadieran más obstáculos a la empresa que se había propuesto. Porque lo que buscaba no era evadirse contando historias como hace Malone (el protagonista de Malone muere) mientras espera aburrido a que llegue el final; sino adentrarse en un territorio inexplorado donde no fuera impensable una lengua hecha de balbuceos insignificantes. ¿Es posible, aunque se trate de una posibilidad remota, vivir una experiencia anterior a la aparición de los nombres que nos ofrezca el ser, bajo un aspecto distinto al de su dominación?

Como Mercier y Camier, personajes que extrajo de su ingenio, él tampoco quería ser desviado de la ruta. Era reconocible que en el idioma inglés donde Beckett se había desarrollado en su primera época de escritor, siendo secretario personal de James Joyce, éste había agotado todas las existencias en un derroche sin precedentes. De ahí que Murphy, que conoce el absurdo de querer seguir gastando, se niegue en redondo a trabajar y busque la verdad sentado en su mecedora. Por ello en su etapa inglesa a la que pertenecen las novelas Wat y Murphy, los juegos verbales y el absurdo de las situaciones parecen orientados muchas veces a despertar la risa, por más tristes que sean las circunstancias en que se encuentran los protagonistas de esas historias; mientras que al sustituir su primera lengua por el francés (lengua que aunque Beckett utilizaba a la perfección debía tener para él una textura más áspera y seca, menos melódica) aquella risa fue perdiendo progresivamente presencia hasta convertirse a menudo en una mueca de extrañeza que no dudará en expresarse en ocasiones con gritos sordos de angustia y de dolor.

En este sentido el recorrido que atraviesan los personajes de sus novelas, cada vez más despojados de todo, resulta consecuencia directa de haber ido conquistando una forma nueva de acercamiento a lo real. Una corbata, un paraguas, un sombrero o la camisa acaban siendo tan superfluos como unos calcetines.

Hay quien ha sugerido la presencia del pensamiento cartesiano en las ficciones de Beckett: la separación entre cuerpo y pensamiento, como si se tratara de dos sustancias que escinden al sujeto; razón por la cual sus personajes se sentirían excluidos del mundo de forma que el vínculo que habrían debido de establecer con las cosas permanecería inevitablemente roto. Pero Samuel Beckett era ateo y el recurso que encontró Descartes en la figura de Dios, que habría de permitirle recomponer la unidad perdida entre el espíritu y el mundo, él no lo podría aplicar.

Yo no creo sin embargo, que el problema que plantea su escritura tenga que ver con esta cuestión. Y me parece necesario que el despojamiento que ejerció sobre el espíritu acabara identificándolo con su sustancia física. El sufrimiento absurdo que se respira en sus libros es real e incontestable.

¿Qué dolor será comparable al que sufren esas figuras desarraigadas que en cualquier momento pueden despertar en el fondo de un cubo de basura o perder las piernas para convertirse en un torso con cabeza obligado a ver pasar, fugaz o eternamente, ante sus ojos siempre abiertos, sombras o reflejos de seres quizás reconocibles de otra época, o a oír meros susurros que no llegan a precisarse como verdaderos sonidos? ¿Qué decir de Molloy ocupado en chupar guijarros que va guardando en los bolsillos de su roída chaqueta, o de Malone cuando intenta acercarse el bacín con la ayuda de un bastón porque ya no puede o no encuentra una razón que lo empuje a levantarse de la cama?

Si el lenguaje es como decía Heidegger la casa del ser, lo que si puede afirmarse que logró Beckett con su literatura, fue dejar la casa desmantelada, ocupada únicamente por restos de cascotes y ruinas, en cuyo techo abierto en adelante sólo brillaría la noche estrellada. Como las ruinas a las que se acercan para dormir a resguardo esa pareja inolvidable que forman Mercier y Camier que cuando evocan descuidadamente los días calurosos de su juventud, tanto nos recuerdan a sus antepasados Bouvard y Pécuchet.

Compartir:

  • Twitter
  • Facebook

Me gusta esto:

Me gusta Cargando...

Email

pelegrinfelix@gmail.com

Categorías

  • Arte (23)
  • Filosofía (36)
  • Literatura (61)
  • Pintura (19)
  • Poesía (7)
  • Uncategorized (1)

Referencias

  • Índice de autores y obras.
  • El autor

Blogroll

  • En lengua propia
  • Philosophie de l'inexistence

  • 21.661 visitas

Feed RSS

RSS Feed

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.

Privacidad y cookies: este sitio utiliza cookies. Al continuar utilizando esta web, aceptas su uso.
Para obtener más información, incluido cómo controlar las cookies, consulta aquí: Política de cookies
  • Seguir Siguiendo
    • CUADERNO PARA PERPLEJOS
    • Únete a 60 seguidores más
    • ¿Ya tienes una cuenta de WordPress.com? Accede ahora.
    • CUADERNO PARA PERPLEJOS
    • Personalizar
    • Seguir Siguiendo
    • Regístrate
    • Acceder
    • Denunciar este contenido
    • Ver sitio web en el Lector
    • Gestionar las suscripciones
    • Contraer esta barra
A %d blogueros les gusta esto: