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Al contemplar ciertas obras de arte del pasado, uno es invadido por la melancolía que siente al saber que lo que ha sido no volverá a ser. La admiración que experimentamos tiene que ver con la recuperación inesperada que salva “lo sido” de la muerte definitiva a que conduciría su olvido.

A Marcel Duchamp esa melancolía le resultaba molesta y si tenía ocasión, nos recordaba que el intento de posponer la destrucción del pasado está condenado al fracaso. Hay una diferencia tremenda entre un Monet de ahora, que es de lo más negro, y un Monet de hace entre sesenta y ochenta años, que resplandecía cuando lo pintaron, le comenta a Pierre Cabanne en una entrevista realizada en 1966 para justificar el poco interés que le habían despertado siempre los museos.

En sus conversaciones con Pierre Cabanne son muchos los momentos en que Duchamp deja constancia del nulo aprecio que siente hacia la tradición, igual que en otros había ironizado con la idea de la belleza. La imagen de la Gioconda, sobre la que pintó unos bigotes y una perilla, constituye su ejemplo más popular. Como también la anécdota según la cual, un día, estando en una exposición de aeronáutica, les comentó a Brancusi y a Léger: la pintura está muerta, ¿quién podría hacer algo mejor que esta hélice?

Aunque Duchamp no creyera en los ismos, no es casual que hubiera colaborado con Dadá o que en un primer momento de su evolución fuera atraído también por el medio surrealista. Pero más allá de la ironía que hace patente su actitud iconoclasta, lo que él esperaba era darle un empellón definitivo al arte, poniendo de relieve que este no podía competir con el desarrollo tecnológico si no se mezclaba con el ingenio. Dadas tales condiciones, no es extraño que explicara que a partir de un momento había abandonado la actividad pictórica substituyéndola por la práctica del ajedrez.

De acuerdo con el análisis que convierte la técnica en paradigma del nihilismo de la modernidad, Marcel Duchamp, que decía no querer saber nada con los antiguos, acabó haciéndole caso a Rimbaud hasta asumir que era el más moderno de su época.

Otro ejemplo, fundado en un criterio semejante y que fue publicado ya en 1915 con motivo de su primer viaje a los Estados Unidos, lo recoge Danto en estas palabras: ¡Mira los rascacielos! ¿Puede mostrar Europa algo más bello? Nueva York es en sí una obra de arte, una obra de arte total.

Nadie sabe con certeza lo que sintió en verdad ese enemigo de la pintura retiniana a su llegada a la gran metrópoli, pero es seguro que después de darle todo el crédito a “lo que veían sus ojos”, la experiencia resultante debió ser muy distinta a la que unos años más tarde, en 1929, tendría García Lorca, el cual escribe que después de caminar por Manhatan, al volver del paseo, veía subir las aristas de los rascacielos sin voluntad de nube ni voluntad de gloria (…) manando del corazón de los viejos enterrados (…) frías con una belleza sin raíces ni ansia final.

Lorca protestaba todos los días, según explicó en Madrid, en la conferencia de presentación de Poeta en Nueva York. (…) Protestaba de ver a los muchachillos negros degollados por los cuellos duros, con trajes y botas violentas, sacando las escupideras de hombres fríos que hablan como patos.

No parece que Duchamp, en cambio, se moviera fuera de los ambientes artísticos. Quien trasladaba su indiferencia a la mirada, a la hora de seleccionar sus objetos ready-mades, propuestos como modelo de obra no estética, no podía contraer otro compromiso con el entorno que fuera más allá del círculo que alimentaba su personalidad.

¿Puede alguien sorprenderse, ya no digo emocionarse, viendo hoy un ready-made? Pero sería ingenuo pensar que eso le habría molestado a Duchamp. Todo lo contrario. Entre sus últimas alegrías se encuentra el haber descubierto que es una idea estupenda que el arte pueda ser aburrido.

No obstante, el hecho de que la mayor parte de su obra se encontrara reunida relativamente pronto en el Museo de Filadelfia (unas cincuenta “cosas” como le gustaba a él referirse a lo que hacía), da que pensar. Invita cuanto menos a suponer un empeño en fracasar, irónicamente mantenido desde el inicio, por más que, al responderle a su entrevistador (que había advertido acertadamente una incoherencia vital en esa circunstancia), Duchamp quisiera enmascararlo de indiferencia: hay cosas prácticas que es imposible impedir. La obra, indiscutiblemente retiniana y teatral, en que trabajó en secreto durante los veinte últimos años de su vida, Etant donnés: 1º la chute d’eau, 2º le gas d’eclaraige, supone, a mi parecer, un velado reconocimiento.

Añadiré tan sólo que la palabra ajedrez se dice en francés échec y significa lo mismo que fracaso. Y eso, el autor del Gran vidrio, que se divertía jugando con las palabras tanto como a ese juego de la inteligencia que llegó a considerar el arte ideal, lo sabía mejor que nadie. Como debía saber también, aunque prefiriera hacer ver que lo ignoraba, que la grandeza de Nueva York no eran los rascacielos (Duchamp sintió asimismo, una gran atracción por lo pequeño… fragmentos, etiquetas, la Caja maleta que contenía reproducciones en miniatura de sus propias obras) sino aquello que se descubría al apartar la mirada de lo alto, al orientarla hacia el suelo, donde latía la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, como pudo ver Lorca.

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