CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

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Optimista desesperado (2)

02 sábado Feb 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Literatura, Pintura

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Camus, David Sylvester, Eisentein, Francis Bacon, Géricault, Monet, Munch, Paul Valéry, Rembrand

Cuando David Sylvester en una entrevista le preguntaba a Francis Bacon qué sentido tenían para él las cajas de vidrio que aparecen en algunos de sus cuadros, Bacon le respondió que su único sentido era permitir que la imagen se viera mejor. Bacon insistió otras veces en que no había que buscarles ningún significado, como no lo tenía tampoco la aguja hipodérmica que aparecía clavada en el brazo de un cuerpo yacente, pues sólo la utilizaba para fijar al sujeto en la tela. Bacon no se reconoce como un pintor social y en consecuencia no se preocupa de hacer prevención contra la droga. Sencillamente la aguja le parecía que quedaba mejor que el clavo, que también había utilizado para fijar papeles, por ejemplo.

Cuesta imaginar, no obstante, que la elección reiterada de ciertos motivos y elementos pictóricos pueda interpretarse como fruto de la casualidad y en este sentido pienso que no deben considerarse neutros o inocentes. Por lo mismo, decir que un personaje lleva pintado un brazalete con la cruz gamada porque esa forma rompe la monotonía del brazo, no parece una respuesta creíble o suficiente. Bacon sabe lo que el espectador imaginará viendo ciertas imágenes en sus telas.

Con todo, hay que admitir que tomar decisiones con el instinto, exige abandonar cualquier preconcepción identificadora, cualquier concepto reductor que serialice queriéndose imponer al motivo. Incluso los trípticos deben mantener entre sí una estricta independencia. Bacon no cree que se pueda adoptar la solución que en el siglo XIX se propuso la novela: planteamiento, nudo y desenlace. Sino que se trata de poner ante los ojos una sucesión de nudos capaces de expresar la fuerza de ciertas imágenes.

Es cierto que tradicionalmente y en el contexto de la historia del arte, una boca abierta se ha aceptado como la forma en que mejor se expresa el desgarro, tanto físico como psíquico, del ser humano. Y desde Géricault al fotograma de Eisenstein que se ha popularizado a través de sus reproducciones, pasando por Munch, esa interpretación no puede ser eliminada sin más. Hacia qué apunta el grito, (dada la condición material de su pintura, los gritos de Bacon son especialmente silenciosos, gritos ahogados que nunca parecen oírse) es algo que Bacon no explicita y no considera que sea fundamental el hacerlo. Su efecto hipnótico se deriva de la fuerza que extraen de la boca, de los dientes que se insinúan y que según su propio testimonio le plantean siempre problemas de realización; del agujero negro que vemos aparecer en otras obras en diferentes lugares del cuerpo revelando inesperadamente sus metamorfosis.

Su noción clínica del realismo le exige dar forma a la materia que se expresa dinámicamente, aunque esa forma no esté dada de antemano en su imaginación o en su pensamiento como principio de causa eficiente, sino que resulta de un accidente, del azar. Cuando doy la primera pincelada sobre la tela no sé a dónde voy. Bacon muestra el proceso por el cual la realidad sustancial, la realidad del cuerpo, es posible. Su enfrentamiento con él consiste en desvelar paso a paso el despliegue de sus potencias. No se trata de copiar, esto es evidente, ni tampoco de recrear, sino de hacer la vida presente a través de un acto que podría considerarse sacrificial.

Así, cuando Francis Bacon se refería a su entusiasmo por la carne, además de por ella misma, su color fundamentalmente y esa textura maleable que permite hacer con ella lo que se quiera (no he leído que dijera nada del olor pero nos recuerda que una vez Rembrand había dicho irónicamente que el olor de la pintura al óleo no era agradable para todo el mundo), lo que agitaba su inquietud era el hecho de que esa carne troceada que aparece en sus cuadros fuera una posibilidad del cuerpo. Cuando voy a la carnicería siempre me parece sorprendente no estar allí, en el sitio de los trozos de carne.

En su fibra íntima Bacon recuerda al hombre absurdo de Camus, enamorado de la luz y de la vida, que cree todavía en la pintura aunque sepa que esa tarea ardua a la que regresa cada día después de pasar la noche bebiendo en algún Pub, sea una tarea inútil, la pasión de un ser absolutamente fútil que tiene que jugar hasta el final sin motivo.

Aunque no renuncia a dialogar con los clásicos, sino que se lo impone incluso, ese diálogo es sólo un pretexto, un punto de partida, como por otro lado lo son también las ideas que utiliza antes de ponerse a pintar y que pronto se hacen irreconocibles; de las que sólo queda su rastro, como la marca en la cara de los golpes, los moratones.

Paul Valéry, que en repetidas ocasiones dio muestras de su interés por la pintura: estudios sobre Leonardo da Vinci, Degas…decía que el pensamiento se nutre de desorden. En relación con la obra de Bacon se podría decir lo mismo. Basta con recordar las fotos tan conocidas de su estudio. Un caos donde se avanza como sobre una capa reseca de materia polvorienta y gris que contrasta doblemente ante la limpieza clínica que transmiten sus pinturas.  Pero ya se dijo. Bacon ha pintado cuadros de una gran belleza en los que sus fondos impolutos y apetitosos, que no tienen una importancia menor, entran por los ojos para ir directos al paladar; donde recrean sus texturas naranjas, rosas, moradas, rojas, verdes, azules… Fondos de estructura lisa con los que construye el espacio donde se prepara y se desenvolverá el acontecimiento, cuando así lo quiere y no prefiere, por el contrario, ensuciarlos y rasparlos disolviéndolos hasta hacerlos parecer una aguada o derramar directamente al azar sobre ellos chorros de pintura densa como eyaculaciones que vierte sin saber qué sucederá después de ese gesto, corriendo el riesgo de destruir el trabajo realizado por mor de la presencia que prometen.

Bacon es el vivisector de una realidad que se sustrae dolorosamente en su devenir continuo e inestable, que intenta apresarla y retenerla poco antes de que se disuelva en la masa informe que negaría su belleza. Y cuya piel, como nos recordó Valéry, es lo más profundo: la piel que cubre las vísceras, las mucosas del interior de la boca que ansió pintar como una puesta de sol de Monet.

 

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Preferiría que no

30 sábado Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Borges, Camus, Deleuze, Kafka, Melville, Schopenhauer

En 1856 apareció Bartleby el escribiente, un relato de apariencia menor que el tiempo ha acabado convirtiendo en una de las obras más celebradas de Herman Melville. Cinco años antes se había publicado Moby Dick, novela inagotable en la que su autor ensayó los más variados registros en una innovación continua, a fin de mostrarnos la terrible belleza de la Ballena blanca.

Tanto el argumento de Moby Dick, que el cine ha popularizado en varias ocasiones, como el de Bartleby (cuya fórmula I would prefer not to -preferiría que no- ha acabado asimilada por la moda de las camisetas estampadas) son de sobras conocidos; pero la diferencia temática y la complejidad con que fueron abordadas una y otra obra, no impide que pueda rastrearse cierta continuidad entre ambas.

Jorge Luís Borges, que se convirtió en uno de los más importantes traductores de Bartleby al español, demasiado borgiano por cierto, pues como ha podido demostrar Walter Carlos Costa, no dudó en saquearle unas dos mil palabras al texto original que apenas supera las catorce mil (a fin de aproximarlo a su estilo) destacó una afinidad secreta y central entre las dos obras que le permitió extraer la consecuencia de que la pasión absurda, como diría Camus, puede ser contagiosa. En el prólogo que escribió para la edición, dice Borges: Es como si Melville hubiera escrito: Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo.

No niego que la irracionalidad del capitán Ahab al mando del Pequod, la monomanía de su discurso delirante, constituyen elementos decisivos para la comprensión de la novela. En un momento dado, Ismael, el narrador de Moby Dick, nos recuerda: En su corazón Ahab había vislumbrado algo de esto. Como si se hubiera dicho: Todos mis medios son cuerdos, pero mis móviles y mis propósitos, son insensatos. Pero sólo con dificultad puedo admitir que la actitud de Bartleby (en quien descubro claros signos de rebeldía) sea una actitud irracional. Si no fuera porque un uso abusivo desgasta el sentido de las palabras, yo podría imaginarme hoy a Bartleby haciendo de la práctica de la indignación un modo de vida preferente.

En las páginas dieciséis y diecisiete de la versión de Borges, que en 1980 publicó la editorial Bruguera, se lee la descripción satisfecha que el abogado narrador, que contrató a Bartleby para ejercer de copista en su oficina de Wall Street, hizo de sí mismo. En ella, este hombre de modales pausados, se reconoce como un hombre práctico que nunca ha tolerado que perturben su paz y que no ha tenido otra ambición que trabajar en cómodos asuntos entre las hipotecas de gente adinerada pues desde la juventud ha sentido que la vida más fácil es la mejor. Más adelante, en la página treinta y uno, en un momento en el que se diría que es sorprendido en un lapsus psicoanalítico, lo vemos referirse al programa degradante que en verdad ha diseñado para Bartleby.

Para que el arreglo fuera satisfactorio, dice, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista (aquí se observa cómo sin vacilar el abogado intenta anular por primera vez a la persona del empleado) dejándolo sin embargo al alcance de mi voz (aquí se expresa el afán de dominio que a pesar de todo, está dispuesto a ejercer sobre él).

Poco después, y en esa misma página, el abogado reconocerá, que Bartleby trabajaba día y noche, copiando a la luz del día y la luz de las velas. Encantado con su aplicación me habría encantado aún más, añade, si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente. Como se ve, lejos de querer contenerlo, el cinismo del jefe (agregado de la Suprema Corte del estado de New York) logra con esta breve reflexión desbordar todos los límites.

Y sin embargo, Borges llegó a comprender que ese cuento largo, sin aderezos, seco como lo son pocas ficciones, cien por cien americano, prefiguraba a Kafka, haciendo de Bartleby (de esto no sé si Borges se percató) un artista del hambre en la ciudad de los rascacielos, tanto o más virtuoso que su sucesor.

Así, creo que la conexión entre Moby Dick y Bartleby el escribiente sí existe, pero habría que buscarla en otro lugar. Al final de la historia se plantean preguntas sobre su pasado, se especula sobre su posible origen del que nadie nunca ha sabido nada. Deleuze describió a Ahab y a Bartleby como dos tipos originales y por esa razón consideraba que debían mantenerse irreconciliables.

Yo he querido imaginar, sin embargo, no sé sin con acierto, al insumiso copista, como un Ismael que hubiera decidido volver a empezar lejos del proceloso mar, exhausto, después de todo lo que llegó a ver con sus propios ojos (recuérdese que fue el único superviviente del Pequod, tras asistir al infierno de la Ballena blanca), después de sumergirse en el fondo del mar y, hundir las manos entre los inexplicables orígenes, las costillas, el vientre del mundo, de haber llegado a conocer la furia desmedida del monstruo.

Testigo privilegiado de la locura del capitán Ahab, que fue registrando a través del relato épico que es Moby Dick, Ismael (Bartleby) conocedor de delirios ajenos, no estaría dispuesto esta vez a dejarse arrastrar por la arrogancia de un abogado de Wall Street que ya había conseguido que perdieran la dignidad otros empleados de su oficina: dos escribientes y un muchacho muy vivo que estaba allí para los recados.

Bartleby sería para mí un representante de la naturaleza nihilista, inaprensible, formada en el espíritu de Schopenhauer, capaz de decir que no sin violentar la existencia. Opuesta a la fuerza ciega de la voluntad que rige la vida de Ahab en el viaje obsesionado hacia la muerte que arrastra a la tripulación del Pequod.

Me precipito hacia ti, ballena que todo lo destruyes sin vencer. Lucho contigo hasta el último instante, desde el centro del infierno te atravieso, en nombre del odio vomito mi último hálito sobre ti. Nada que pueda compararse al contenido de estas palabras salvajes sería justo atribuirle a la intención del copista.

 

 

 

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Las tareas del agrimensor

16 sábado Jun 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Camus, Kafka, Max Brod, Ricard Torrents, Steiner

Desde su muerte en 1924, las aproximaciones que se han hecho a la obra de Kafka han ido apareciendo una tras otra igual que se despliega un abanico. Empezando por aquella que interpreta sus relatos como expresión de la angustia religiosa del hombre abandonado por dios en un mundo sin sentido, hasta acabar con la que afirma que todo lo que en ella se cuenta no es más que la narración simbólica de un conflicto familiar.

Como señala George Steiner en el ensayo sobre Kafka que está recogido en Lenguaje y silencio, ya en 1958 Rudolf Hemmerle consignaba mil trescientos títulos de crítica y exégesis sobre su obra. La suma de tales estudios no ha hecho, sin embargo, más que crecer y no parece haber indicios de que esta tendencia en los estudios literarios vaya a tener fin. Ni siquiera en nuestra época cuando el término kafkiano hace muchos años que entró con fuerza a formar parte del lenguaje de la calle y ya todo el mundo parece tener claro lo que significa. Tal vez sea esto último lo que me anima a añadir también un par de consideraciones.

La interpretación que llevó a cabo su amigo Max Brod convertido tras su muerte en su albacea, destaca precisamente la religiosidad de Kafka, oculta mientras no llegó la tuberculosis para destaparla. Según su lectura esta religiosidad sería visible a través de algunos textos en los que se muestra cómo Kafka no estaba dispuesto a renunciar a la esperanza. A título de ejemplo, Brod recomienda repensar el siguiente aforismo: No desesperes, ni siquiera por el hecho de que no desesperas. Cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas; esto significa que vives.

Personalmente no encuentro en estas palabras nada de lo que Max Brod sugiere. Según él, Kafka, al igual que el desgraciado Job, que fue el personaje más maltratado de todos cuantos recorren las páginas del Antiguo testamento, viene a dialogar con dios a la espera de que llegue el día en que éste le responda a qué se debe su tormento; la lectura de la Carta al padre (que curiosamente el padre no llegó a recibir nunca) allana un terreno demasiado escarpado, facilitando ingenuamente que se acepte como la cosa más natural del mundo, la última interpretación.

Se sabe que a excepción de unos cuantos cuentos entre los que se encuentra el relato La metamorfosis, Franz Kafka publicó sus principales obras póstumamente, después de que Max Brod desobedeciera la petición que Kafka mismo le había formulado con el pretexto de que las suyas eran historias incompletas y por tanto imperfectas. Todo esto sin excepción, le dijo, existe para ser quemado, y te ruego que lo hagas lo antes posible. Era como si Kafka hubiera dispuesto con un simple gesto acarrear él solo con el destino de los judíos, anticipándose al holocausto de unos años después. Kafka pudo ser un visionario. Pero eso nada tiene que ver con dios, ni con ninguna facultad que conecte con lo sobrenatural. Su nihilismo es lacerante.

La experiencia que describen sus historias (piénsese en la máquina de tortura que ideó en La colonia penitenciaria) anticipa el horror que tuvieron que sufrir sus hermanas al morir en un campo de exterminio nazi. Sin embargo, no pienso que sea una malicia dudar de la sinceridad de Kafka al solicitar al amigo la destrucción de sus obras. Pues creo que la circunstancia de que muchas de ellas quedaran sin concluir no es tanto un defecto como un rasgo formalmente esencial de sus ficciones. Tal como lo es la paciencia y la obstinación del agrimensor Joseph K. mientras aguarda a que llegue una respuesta del Castillo o la que Franz Kafka (el funcionario) debía de aplicarse cada mañana cuando tenía que suspender la tarea de escribir para ir la oficina.

Todo se corta y se demora y todo vuelve a empezar porque al final está claro que la meta existe pero no el camino. Como si el arte de Kafka se derivara de este conocimiento casi secreto que consiste en no concluir nada y dejar la acción o el pensamiento en suspenso.  Kafka no acabó, es cierto, ninguna de sus grandes obras ni un número importante de cuentos que muestran la apariencia de ser simples fragmentos, pero intuyo que se trata de una solución acorde con la forma de vivir que eligió para sí mismo. En Franz Kafka la distinción entre la literatura y la vida (la expresión coincide con el título de una obra de Jorge Semprún) no tiene perfiles precisos.

La Carta al padre es un relato íntimo, cuya temática pertenece a su vida privada, pero no excluye que funcione como una máquina literaria. Ricard Torrents lo da a entender en el comentario que hace de esta obra, y estoy de acuerdo con él en que esa apreciación se torna evidente cuando al final de la carta, Kafka llevado por la imaginación, no puede evitar que todo se trunque y que lo que era obviamente verdad pase a ser puesto en cuestión cuando la voz del padre, inesperadamente, se apodera del relato y el escritor le hace hablar a fin de que se defienda de las graves acusaciones que un mal hijo le ha obligado a escuchar.

Camus lo había dicho: Que una cosa viva tenga su forma en este mundo y éste se reconciliará. Pero si hay algo que resulta impensable en la literatura de Kafka es justamente la reconciliación. Las visiones del horror que se hallan en sus libros no encuentran solución ni en este ni en el otro mundo. No hay esperanza. En el ensayo dedicado a Kafka al que ya me he referido, Steiner apuntaba esta reflexión del escritor checo: Unos niegan el infortunio señalando el sol, él niega el sol señalando el infortunio.

En relación con su escritura, yo opino que Kafka erosionó tanto como pudo la idea de la trascendencia, bien fuera que ésta adoptara la forma de dios, el estado o la autoridad paterna. No obstante, su rebelión no fue una rebelión al uso. Se fraguó en silencio en una espera contenida, desvelando poco a poco, como se teje una tela de araña, la razón perversa del poder. A mí, con todo, me gusta celebrar en Kafka ese amor por las palabras, ascético y riguroso, que en tantas ocasiones llega a hacernos sentir un efecto próximo a la embriaguez física.

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Querer crear el mundo

28 lunes May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Camus, Nietzsche, Wittgenstein

No podemos saber hasta qué punto Albert Camus mantuvo viva la esperanza en un mundo reconciliado, pero con seguridad comprendió que éste tenía por condición la utopía. De acuerdo con esta exigencia, cualquier adecuación fácil al universo de lo establecido, cualquier esfuerzo por transigir con la política del momento, eran interpretados como una traición a la aspiración legítima de vivir un día en un mundo mejor. Por ello, en su obra, nos legó únicamente un débil modelo de lo que pudiera ser aquella situación que imaginó siempre próxima a la vivencia estética.

Albert Camus fue ante todo, un escritor de novelas y obras de teatro en las que apostó por el realismo (entendida esta acepción como la confianza en que los sentidos son capaces de captar cosas tan poco ideales como el sufrimiento y el amor). Mas no por ello debemos creer que su pensamiento fuera un pensamiento de poca altura aunque, en sentido riguroso, no fue nunca un filósofo. Gran parte de lo que leemos en sus ensayos, El mito de Sísifo y El hombre rebelde, no obedece a un planteamiento original, él mismo lo reconoce, ni sus análisis son intachables.

Más que ofrecer ideas nuevas, lo que nos propone con ellas y nos revela su empeño, es un enfoque distinto de cuanto le rodea, un reajuste de la mirada. Más que la voluntad de probar nada demostrativamente, sus libros adoptan la forma de una interpelación; apuntan hacia algo que lleva ahí largo tiempo apartado de la luz, en un rincón sombrío, frecuentemente ignorado. Por eso el valor de su propuesta consiste, no tanto en la originalidad de contenidos que ofrece, como en el nuevo énfasis con el que nos habla de ellos, en el nuevo timbre que nos transmite su voz.

También Wittgenstein con el pasar de los años, cuando su pensamiento adquirió la forma de una ruptura con los límites que él mismo se había impuesto creyendo que serían infranqueables, reconoció que no había sido nunca un productor de ideas nuevas. Y que su mayor aportación a la filosofía no tenía tanto que ver con que hubiera ayudado a hacer brotar una semilla, una idea inexistente hasta aquel momento, como haberle ofrecido al pensamiento una tierra de cualidad distinta, donde los frutos, aunque fueran parecidos, tenían un sabor diferente.

Ni siquiera el agua, inodora e insípida por definición, como nos enseñaron en la escuela, sabe igual si la veta que ha tenido que atravesar antes de llegar al vaso ha cruzado un fondo cálcico o ferruginoso. Un viejo concepto en su cabeza (así lo creía él y así lo fueron entendiendo sus seguidores) producía inevitablemente un resultado especial. Cualquier idea en el molino de su mente acababa dotando de un sentido más refinado, casi traslúcido, a las cuestiones que planteaba.

Con Camus pasa algo parecido. Para comprender su originalidad yo creo que es preciso leer sus textos no sólo con la inteligencia, sino también, y especialmente, con el oído. Por más que leídas en otros lugares, sus palabras salvan en todo momento la distancia de lo ya dicho. No son (para decirlo a la manera de Machado) eco, sino voz.

Como Nietzsche, Camus halló en el arte el verdadero modelo de su pensamiento, la clave para la redención del hombre. Pensar era para él (lo escribe en El mito de Sísifo) querer crear el mundo. Lo que lo distanciaba del viajero impenitente que en sus desplazamientos soñó al superhombre, era el acento que ponía en el reconocimiento de los fenómenos. Mientras Nietzsche parece repudiarlos cada vez con mayor intensidad, él no duda de que ningún artista puede prescindir de lo vulgar y lo cotidiano. Pues ahí es, en gran medida, donde el creador encuentra los materiales para su trabajo. Lo defectuoso del mundo, su unidad perdida, debía restablecerse por medio de la creación.

Que una cosa viva tenga su forma en este mundo y éste se reconciliará. Estas palabras llenas de fervor revelan la confianza en la absurdidad de la vida, aún a tiempo de alcanzar un sentido. De este modo no hay que pensar que la exigencia estética fuera para Camus un mero añadido, algo así como una orla que podía servir para encuadrar un concepto, sino una exigencia consustancial a la rebelión misma. Su modelo de reconciliación, la obra de arte.

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