CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Nietzsche

De la estirpe de Caín

21 sábado Jul 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Aristóteles, Dostoievski, Nietzsche, Sartre, Steiner

Cuanto más admiraba yo “lo bello y lo sublime” más profundamente me hundía en el cieno y más se desarrollaba en mí esa facultad de encenagarme. El que así habla es el hombre del subsuelo, el protagonista de las Memorias del subsuelo, libro que Dostoievski escribió (según palabras recogidas en los apuntes de El adolescente) para exponer los sufrimientos de un hombre que va a hablar de su culpa, de sus aspiraciones hacia el ideal, de su incapacidad para alcanzarlo. Porque el hombre del subsuelo se halla sometido a la fatalidad que consiste en no avistar la verdad aunque la haya buscado empecinadamente.

George Steiner, en su ensayo Tolstoi o Dostoievski, da a entender en unas líneas que no cree que sea por casualidad que los cuarenta años que suman la experiencia del hombre del subsuelo vengan a coincidir con los cuarenta años que anduvo el pueblo de Israel por el desierto. La insinuación plantea un reto a quien desee investigarlo ya que, efectivamente, tras guiar a su pueblo en la larga travesía y haber pasado todo tipo de penurias, también a Moisés le fue negado el beneficio de la tierra prometida. Pensada sin embargo esa opción, considero que se trata de una simple coincidencia. Por sugestiva que sea, no veo la forma de aproximar la personalidad de un individuo feo y envidioso, resentido, para el que Dostoievski no ahorró poner en propia boca ningún adjetivo descalificativo, con la personalidad sólida y arrogante del conductor de pueblos que fue Moisés.

Toda interpretación ha de tener un límite y para el caso, no creo justificado ir más allá por el sólo afán de trasgredirlo. Y eso sin contar con el hecho de que el hombre del subsuelo en absoluto contó nunca con la posibilidad de que sus pasos pudieran conducirlo alguna vez fuera del tabuco donde vivió, reducto miserable que lo mantuvo alejado del resto de los hombres a quienes consideraba, además, culpables del infierno que le había tocado vivir. ¿Cómo, en estas condiciones, se le podría imaginar guiando o conduciendo a nadie? La sola idea de un pueblo dejándose aconsejar por un hombre de sus características es ridícula. Ninguna afinidad en este sentido, ningún vínculo que ligue a una y otra personalidad he podido descubrir mientras leía sus Memorias. Pero si es adecuado y pertinente indagar en los fundamentos religiosos que alimentaron el pensamiento de Dostoievski para una mejor comprensión de su obra, no creo que resulte en cambio desmesurado atribuirle a ese malvado original las cualidades propias de Caín.

Pues también Caín era envidioso, y no podía soportar que no se valorara su inteligencia por encima de la bondad de su hermano, que no luchó para merecerla. Y así como el primer asesino de la historia es marcado por su crimen y obligado a esconderse, el hombre del subsuelo se sentirá impelido ante la mirada de los otros, a encerrarse en su cochambrosa habitación, consciente de que los demás no hacen sino acentuar su vivencia del infierno (infierno fue el nombre que dio Sartre a los otros). Porque la sociedad brinda su reconocimiento por el simple hecho de pertenecer a una clase social y poseer un estatus determinado, el hombre del subsuelo se enerva, como le ocurre con los amigos de infancia: Zviérkov, Simonov, Ferfichkin…

La simple constatación del éxito ajeno, la cortedad de miras con que la gente afronta las cosas sin que les haga falta ahondar en ellas, su eficacia para hacer rentables sus conocimientos, su prepotencia natural que les provoca que ignoren incluso su presencia. Estaba yo de pie, junto a la mesa de billar, e involuntariamente le estorbaba el paso. El oficial me cogió por los hombros y sin decir nada, sin hacerme la menor advertencia, ni darme explicación alguna, me quitó de en medio, pasó adelante, e hizo como si no me hubiera visto. Todas estas pequeñas afrentas, todos estos detalles, le hacen sentir la mayor envidia, un afán destructivo que se desarrolla dentro de sí como una tenia que ahoga su existencia, impidiéndole conocer qué sea el bien, la belleza o el amor. Y lo denigra convirtiéndolo a su vez en un ser más propio del inframundo. Soy un hombre enfermo… Soy malo. Así comienza la novela.

El hombre del subsuelo. Quizás un hombre anclado en los mitos del Antiguo testamento para quien Jesús, el cristo, que más adelante inspirará las figuras del príncipe Mishkin en El idiota, o Aliosha en los Hermanos Karamazov, no resulta aún convincente. ¿Cómo podría tener ninguna compasión por Liza, la prostituta, que al final de la novela ha ido a verle con la esperanza de que el amor de ambos pueda redimirlos? Él, que sólo siente deseos de hacerle daño, incapaz de perdonarse el crimen de haber nacido. El propio Aristóteles, nos recuerda Nietzsche, veía en la compasión un estado peligroso y enfermizo al que se haría bien en tratar de vez en cuando con un purgativo.

Sin embargo, el hombre del subsuelo cree conocer el remedio. O así acaba haciéndoselo creer a Liza cuando ésta se presenta en el cuchitril sucio y desordenado cuya exposición ante sus ojos no hace sino acentuar aún más su miseria y su vergüenza, el odio, que su presencia afila al haber tenido la osadía de ver y descubrir algo más dentro de él mismo. Pero ese remedio, que está recogido en las dulces palabras que conducirían al amor, no deja de ser literatura, un sentimiento impostado carente de fundamento real.

En la última página de la novela confiesa: Hemos nacido muertos y hace mucho que nacemos de padres que ya no viven, y eso nos agrada cada vez más. Le tomamos el gusto. Dentro de poco querremos nacer de una idea. Para el capitán Ahab, Moby Dick era el muro que debía atravesar, para el hombre del subsuelo ese muro es la humillación y la miseria del cristianismo para el que no está maduro todavía. Una vía de escape que haría que Nietzsche más tarde, después de haber reconocido en Dostoievski una personalidad afín, se distanciara de él, como de Wagner o de Schopenhauer, por el espíritu de renuncia que alientan.

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Querer crear el mundo

28 lunes May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Camus, Nietzsche, Wittgenstein

No podemos saber hasta qué punto Albert Camus mantuvo viva la esperanza en un mundo reconciliado, pero con seguridad comprendió que éste tenía por condición la utopía. De acuerdo con esta exigencia, cualquier adecuación fácil al universo de lo establecido, cualquier esfuerzo por transigir con la política del momento, eran interpretados como una traición a la aspiración legítima de vivir un día en un mundo mejor. Por ello, en su obra, nos legó únicamente un débil modelo de lo que pudiera ser aquella situación que imaginó siempre próxima a la vivencia estética.

Albert Camus fue ante todo, un escritor de novelas y obras de teatro en las que apostó por el realismo (entendida esta acepción como la confianza en que los sentidos son capaces de captar cosas tan poco ideales como el sufrimiento y el amor). Mas no por ello debemos creer que su pensamiento fuera un pensamiento de poca altura aunque, en sentido riguroso, no fue nunca un filósofo. Gran parte de lo que leemos en sus ensayos, El mito de Sísifo y El hombre rebelde, no obedece a un planteamiento original, él mismo lo reconoce, ni sus análisis son intachables.

Más que ofrecer ideas nuevas, lo que nos propone con ellas y nos revela su empeño, es un enfoque distinto de cuanto le rodea, un reajuste de la mirada. Más que la voluntad de probar nada demostrativamente, sus libros adoptan la forma de una interpelación; apuntan hacia algo que lleva ahí largo tiempo apartado de la luz, en un rincón sombrío, frecuentemente ignorado. Por eso el valor de su propuesta consiste, no tanto en la originalidad de contenidos que ofrece, como en el nuevo énfasis con el que nos habla de ellos, en el nuevo timbre que nos transmite su voz.

También Wittgenstein con el pasar de los años, cuando su pensamiento adquirió la forma de una ruptura con los límites que él mismo se había impuesto creyendo que serían infranqueables, reconoció que no había sido nunca un productor de ideas nuevas. Y que su mayor aportación a la filosofía no tenía tanto que ver con que hubiera ayudado a hacer brotar una semilla, una idea inexistente hasta aquel momento, como haberle ofrecido al pensamiento una tierra de cualidad distinta, donde los frutos, aunque fueran parecidos, tenían un sabor diferente.

Ni siquiera el agua, inodora e insípida por definición, como nos enseñaron en la escuela, sabe igual si la veta que ha tenido que atravesar antes de llegar al vaso ha cruzado un fondo cálcico o ferruginoso. Un viejo concepto en su cabeza (así lo creía él y así lo fueron entendiendo sus seguidores) producía inevitablemente un resultado especial. Cualquier idea en el molino de su mente acababa dotando de un sentido más refinado, casi traslúcido, a las cuestiones que planteaba.

Con Camus pasa algo parecido. Para comprender su originalidad yo creo que es preciso leer sus textos no sólo con la inteligencia, sino también, y especialmente, con el oído. Por más que leídas en otros lugares, sus palabras salvan en todo momento la distancia de lo ya dicho. No son (para decirlo a la manera de Machado) eco, sino voz.

Como Nietzsche, Camus halló en el arte el verdadero modelo de su pensamiento, la clave para la redención del hombre. Pensar era para él (lo escribe en El mito de Sísifo) querer crear el mundo. Lo que lo distanciaba del viajero impenitente que en sus desplazamientos soñó al superhombre, era el acento que ponía en el reconocimiento de los fenómenos. Mientras Nietzsche parece repudiarlos cada vez con mayor intensidad, él no duda de que ningún artista puede prescindir de lo vulgar y lo cotidiano. Pues ahí es, en gran medida, donde el creador encuentra los materiales para su trabajo. Lo defectuoso del mundo, su unidad perdida, debía restablecerse por medio de la creación.

Que una cosa viva tenga su forma en este mundo y éste se reconciliará. Estas palabras llenas de fervor revelan la confianza en la absurdidad de la vida, aún a tiempo de alcanzar un sentido. De este modo no hay que pensar que la exigencia estética fuera para Camus un mero añadido, algo así como una orla que podía servir para encuadrar un concepto, sino una exigencia consustancial a la rebelión misma. Su modelo de reconciliación, la obra de arte.

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Deseo de callar

19 sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía

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Agustín de Hipona, Frege, Nietzsche, Norman Malcolm, Russell, Schopenhauer, Wittgenstein

En la última línea del Tractatus, obra con la que Ludwig Wittgenstein creyó haber acabado en ochenta páginas con todos los problemas de la filosofía, afirma que de lo que no se puede hablar, mejor es callarse. No soy un estudioso de la lógica y los análisis con que intenta exponer las condiciones de un lenguaje perfecto, desde un punto de vista estrictamente lógico, me importan sólo hasta cierto punto. En ellos, la realidad, la carne, lo que la vida puede hacernos sentir, no entra.

Lo que se puede decir en ese ámbito donde se enfrentan los especialistas, se ha de poder decir claramente, y en este aspecto las proposiciones de la filosofía, la ética o la estética, son sinsentidos. Estas afirmaciones recogen lo esencial de lo que piensa Wittgenstein sobre estas actividades. Que no se pueda decir nada con sentido en estos campos, no impide que lo místico se pueda mostrar. Lo místico es para Wittgenstein lo que está más allá del lenguaje marcando su propio límite.

En cualquier caso me pregunto por qué tendría que ser absurdo seguir hablando y por qué ha de ser preferible cerrar la boca antes que abrirla aunque se sepa que las palabras acabarán golpeando contra el muro del lenguaje. Si lo que quiere decir Wittgenstein es que ni la filosofía ni la ética o la estética pueden llegar a ser ciencias, eso está claro pues no creo que la filosofía deba rivalizar con la matemática o la física o cualquier otra ciencia de la naturaleza cuyas proposiciones pueden ser demostradas axiomáticamente o bien verificadas.

La filosofía es principalmente, según él reconoce, una actividad. Y como mucho, para decirlo con sus propias palabras: un libro de filosofía debería estar compuesto sólo de elucidaciones. Más tarde, en otra etapa de su vida él mismo dirá que un libro de filosofía no debería contener más que preguntas. Pero entonces ¿a qué viene dejar fuera de juego a los filósofos?

Ni Heráclito, ni Sócrates (que pretendió sólo ser un buen ciudadano, convencido de que la filosofía podía ayudar también a sus vecinos aunque al final resultara para él una sentencia de muerte), ni Platón ni los sofistas que hicieron posible la ilustración griega, ni Epicuro, ni los estoicos, ni Agustín (a quien siempre admiró Wittgenstein), ni ningún filósofo renacentista, ni Spinoza, ni Kant, ni Schopenhauer (otro pensador a quien recurrió más de un vez para acallar sus inquietudes) ni Nietzsche, ni Heidegger (la lista sería interminable) tuvieron bastante con buscar el conocimiento por el conocimiento. Todos ellos consideraron la dimensión práctica de su ocupación como la dimensión fundamental y pocos ignoraron el lugar que debía ocupar también el arte en la experiencia humana del mundo.

Wittgenstein tenía un espíritu inquieto que le hizo tocar muchas teclas antes de hallar su camino. Sin acabar sus estudios de ingeniería llegó a Cambridge con la idea de inscribirse por recomendación de Frege, un lógico matemático, en los cursos de Bertrand Rusell. Se sabe que sus conocimientos de la historia de la filosofía, estaban llenos de lagunas. G.H.Von Wrigth en su Esbozo biográfico, escrito a partir de sus conversaciones con el filósofo, nos confirma que éste le había confesado que en aquel periodo de su vida había leído a Schopenhauer.  Otros autores que había más o menos estudiado eran Agustín de Hipona, Kierkegard, Dostoievski… Tolstoy. Sus lecturas de entonces estaban orientadas por un sentimiento religioso que nunca le abandonó.

Desde el principio, los problemas con que se vio enfrentado fueron los mismos que preocupaban a Frege y Russell y en ese campo, en el que un conocimiento serio de la gran filosofía no era muy necesario, no tardaron en reconocerle unas dotes extraordinarias. Su llegada al ambiente universitario tuvo el mismo efecto que una cascada de agua fresca. A él sin embargo aquel ambiente debía parecerle agobiante pues permaneció en Cambridge sólo los años 1912 y 1913, momento en que decidió irse a una granja en Noruega cerca de la localidad de Skjolden donde se construyó una choza y vivió en ella aislado hasta que estalló la guerra.

Wittgenstein siguió ocupado en desarrollar en el frente, los mismos temas que habían despertado su interés en Cambridge. Y en ese contexto, tan opuesto al que había buscado al aislarse del ruido de la universidad, elaboró el Diario filosófico, su primera obra, la misma que habría de servirle de base para escribir el famoso Tractatus.

Wittgenstein no abandonaría más la actividad filosófica. Aunque sí se retiró de la primera línea. Después de publicar el Tractatus Logico-Philosophicus que le abrió las puertas de Cambridge, ahora como profesor, estuvo un tiempo allí dando clases pero otra vez sintió la necesidad de alejarse para trabajar en una escuela como maestro de enseñanza primaria. Limitado por la concepción lógico-analítica propia del ambiente anglosajón, creía sinceramente haber resuelto todos los problemas de la filosofía y no podía sentir más que el vacío de no tener nada que decir.

Mucho antes de morir, sin embargo, él mismo había logrado darle la vuelta a su pensamiento inicial. La teoría de los juegos lingüísticos expuesta en las Investigaciones filosóficas desbordaría con mucho los planteamientos anteriores, ofreciendo perspectivas que lo aproximan a Nietzsche; en su conferencia sobre ética, en la cantidad de aforismos dispersos que quedan fuera de sus obras principales, es notorio lo que comparte con la filosofía de la existencia.

Wittgenstein habría de seguir hablando, tentado siempre por el deseo de callar. Como verdadero filósofo que fue no escuchó sus propias advertencias. En 1930 y hasta 1947 volvería a dar clases en la universidad, cada vez más desencantado de la rutina académica, antes de admitir definitivamente que allí no estaba su sitio y buscar de nuevo la soledad en la campiña irlandesa. Visitó New York enfermo y cuando estaba con los amigos, antes de que le detectaran el cáncer de próstata que rechazó tratarse, Norman Malcolm refiere que les decía: No quiero morirme en América. Soy Europeo; quiero morir en Europa. Tenía prisa por seguir trabajando en sus últimas reflexiones.

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Los otros nombres de Beckett

05 sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Beckett, Descartes, Heidegger, Hemingway, Nietzsche

Ahora debo hablar de mí, aunque sea con su lenguaje, será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo, de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy… Es la voz del Innombrable, el protagonista de la última de las novelas que forman la trilogía francesa de Samuel Beckett, escrita en un idioma que no era su lengua materna, según él mismo comentó alguna vez, por el interés exclusivo de empobrecerse.

Como un pintor que sabe que domina demasiado la técnica y empieza a dibujar con la mano izquierda para renovarse y no caer en manierismos, también Beckett, al igual que sus personajes que se dedican a ir de un lado a otro sin motivo aparente con la mochila cargada con lo indispensable, buscando dónde parar (aunque nunca nada pueda parar y nada se detenga nunca) decidió un día abandonar la casa confortable de su lengua nativa, en la que había aprendido el significado de las cosas, con el propósito de  indagar y explorar más de cerca la realidad.

Una lengua es por encima de todo y en primer lugar un mapa que nos ayuda a orientarnos en el territorio, y sólo más adelante se convierte en un arma que permite controlar y dominar lo que nos rodea. Gran parte de la obra de Nietzsche consiste en mostrar este aspecto casi invisible del lenguaje, que sin embargo Beckett rechaza. Beckett representa en este sentido la antítesis del cazador.

Si Hemingway se pasó la vida tras el elefante blanco y descubrió muy tarde que no se hallaba más que en la propia idea que se había formado de él, Beckett supo desde el principio que el objetivo que perseguía no estaba más lejos que la lengua que habitualmente utilizaba. Con ese cambio, que supuso sustituir el inglés por el francés, Beckett se negó la felicidad del uso de las palabras y los juegos de artificio a que era tan sensible, con la esperanza de que no añadieran más obstáculos a la empresa que se había propuesto. Porque lo que buscaba no era evadirse contando historias como hace Malone (el protagonista de Malone muere) mientras espera aburrido a que llegue el final; sino adentrarse en un territorio inexplorado donde no fuera impensable una lengua hecha de balbuceos insignificantes. ¿Es posible, aunque se trate de una posibilidad remota, vivir una experiencia anterior a la aparición de los nombres que nos ofrezca el ser, bajo un aspecto distinto al de su dominación?

Como Mercier y Camier, personajes que extrajo de su ingenio, él tampoco quería ser desviado de la ruta. Era reconocible que en el idioma inglés donde Beckett se había desarrollado en su primera época de escritor, siendo secretario personal de James Joyce, éste había agotado todas las existencias en un derroche sin precedentes. De ahí que Murphy, que conoce el absurdo de querer seguir gastando, se niegue en redondo a trabajar y busque la verdad sentado en su mecedora. Por ello en su etapa inglesa a la que pertenecen las novelas Wat y Murphy, los juegos verbales y el absurdo de las situaciones parecen orientados muchas veces a despertar la risa, por más tristes que sean las circunstancias en que se encuentran los protagonistas de esas historias; mientras que al sustituir su primera lengua por el francés (lengua que aunque Beckett utilizaba a la perfección debía tener para él una textura más áspera y seca, menos melódica) aquella risa fue perdiendo progresivamente presencia hasta convertirse a menudo en una mueca de extrañeza que no dudará en expresarse en ocasiones con gritos sordos de angustia y de dolor.

En este sentido el recorrido que atraviesan los personajes de sus novelas, cada vez más despojados de todo, resulta consecuencia directa de haber ido conquistando una forma nueva de acercamiento a lo real. Una corbata, un paraguas, un sombrero o la camisa acaban siendo tan superfluos como unos calcetines.

Hay quien ha sugerido la presencia del pensamiento cartesiano en las ficciones de Beckett: la separación entre cuerpo y pensamiento, como si se tratara de dos sustancias que escinden al sujeto; razón por la cual sus personajes se sentirían excluidos del mundo de forma que el vínculo que habrían debido de establecer con las cosas permanecería inevitablemente roto. Pero Samuel Beckett era ateo y el recurso que encontró Descartes en la figura de Dios, que habría de permitirle recomponer la unidad perdida entre el espíritu y el mundo, él no lo podría aplicar.

Yo no creo sin embargo, que el problema que plantea su escritura tenga que ver con esta cuestión. Y me parece necesario que el despojamiento que ejerció sobre el espíritu acabara identificándolo con su sustancia física. El sufrimiento absurdo que se respira en sus libros es real e incontestable.

¿Qué dolor será comparable al que sufren esas figuras desarraigadas que en cualquier momento pueden despertar en el fondo de un cubo de basura o perder las piernas para convertirse en un torso con cabeza obligado a ver pasar, fugaz o eternamente, ante sus ojos siempre abiertos, sombras o reflejos de seres quizás reconocibles de otra época, o a oír meros susurros que no llegan a precisarse como verdaderos sonidos? ¿Qué decir de Molloy ocupado en chupar guijarros que va guardando en los bolsillos de su roída chaqueta, o de Malone cuando intenta acercarse el bacín con la ayuda de un bastón porque ya no puede o no encuentra una razón que lo empuje a levantarse de la cama?

Si el lenguaje es como decía Heidegger la casa del ser, lo que si puede afirmarse que logró Beckett con su literatura, fue dejar la casa desmantelada, ocupada únicamente por restos de cascotes y ruinas, en cuyo techo abierto en adelante sólo brillaría la noche estrellada. Como las ruinas a las que se acercan para dormir a resguardo esa pareja inolvidable que forman Mercier y Camier que cuando evocan descuidadamente los días calurosos de su juventud, tanto nos recuerdan a sus antepasados Bouvard y Pécuchet.

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A propósito de la caza mayor

28 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline, David Sandison, Freud, Hemingway, Joyce, Nietzsche

No hace mucho, yendo de librerías, pude comprobar que había empezado a reeditarse de forma más o menos abundante la obra de Ernest Hemingway, un autor que fue una referencia para los que éramos jóvenes a principio de los setenta cuando todavía estaba vivo el dictador y los toros no sufrían persecución y en las familias acomodadas había siempre alguien que disfrutaba de licencia de caza.

Desde posiciones ideológicas muy diferentes, el encaje de Hemingway en el panorama literario español de entonces requirió cierta cintura y no menos pragmatismo para adecuarse a las circunstancias. Había participado en la guerra civil como corresponsal del North American Newspaper Alliance con un claro compromiso en favor del lado republicano, pero las leyes de la naturaleza siempre implacables o acaso la propia conciencia del escritor comprometido principalmente con la literatura harían que pagara por esas faltas.

A Ernest Hemingway le fascinó siempre España y en particular los toros y todo aquello que tenía que ver con la fiesta que Franco se había encargado de exportar como el símbolo más propio del país. Su relación con el régimen por fuerza tuvo que ser ambigua. Él mismo, cuando se enteró de la victoria final de las tropas fascistas, escribió: Los muertos dormirán con frío esta noche en España y dormirán con frío todo el invierno mientras la tierra duerme con ellos. Los muertos no necesitan levantarse. Ahora forman parte de la tierra y la tierra no puede conquistarse nunca… Sobrevivirá a todas las formas de tiranía. Pero no tendría escrúpulos en celebrar su sesenta aniversario en la España del desarrollismo de Franco, rodeado de bailarines flamencos y fuegos artificiales donde, totalmente borracho, como lo refiere David Sandison en su biografía, se atrevió a disparar con una escopeta de feria a unos cigarrillos encendidos que el torero Antonio Ordóñez sujetaba con los dientes.

Aplaudido como un autor que saboreó el éxito casi desde el principio, Ernest Hemingway se sintió siempre un fracasado. El Premio Nobel que le había sido concedido siete años antes en 1954, no había hecho más que empeorar las cosas, pero los gestos recios de que se servía para demostrar en un momento dado su repentino acuerdo con la vida, contribuyeron sin duda a que en España se planteara la conveniencia de incluirlo entre los autores de culto.

El 2 de julio de 1961, al amanecer, después de un periodo de grave depresión inducida por el consumo de alcohol que le llevó a admitir que había perdido definitivamente su talento, tras ser sometido durante semanas en la primavera anterior a una terapia a base de electrochoques, Ernest Heminway ajustó sus cuentas con el mundo y con todos aquellos que, como los tiburones que acaban devorando al pez espada en El viejo y el mar, se habían encargado de negarlo hasta convertirlo en menos que cero.

Existe una buena galería de escritores que han acabado hartos de vivir pero no son tantos los que han llevado el hartazgo hasta el límite. Se requiere un carácter violento para quitarse la vida con una escopeta de caza. Yo no dudo que Hemingway lo tenía. De él se cuenta que en cierta ocasión, viendo una corrida de toros, saltó a la plaza con la voluntad de someter con sus propias manos al animal, aunque al final resultara no ser más que una vaquilla. No lo juzgo. Pero resulta revelador subrayar un carácter cuya necesidad de medirse con el peligro implicaba la lucha cuerpo a cuerpo por el reconocimiento de sus cualidades más viriles. De sobras es conocido que el brío que aseguraba que hacía falta para enfrentarse con una bestia salvaje no le asistía en sus relaciones amorosas y estaría por ver si era tan decisivo a la hora de apretar el gatillo contra un león.

A mi me pasa lo que a Joyce cuando decía no entender a aquel hombre que se había presentado ante él como un representante de la literatura americana en París y sólo pensaba en organizar cacerías en África. Incluso aunque la chica, al final de la historia, como sucede en La breve vida feliz de Francis Macomber, se acabe quedando con el cazador experimentado.

En la Genealogía de la moral Nietzsche nos recuerda que los instintos que se reprimen se vuelven contra uno mismo. Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis para confirmar este acierto del filósofo alemán y la historia del cristianismo muestra la puesta en práctica de esa verdad.

Hemingway no fue nunca un intelectual y cuando lo intentó acabó estropeando lo mejor de sí. Su talento fue el de un escritor que acabaría dejándonos novelas y cuentos precisos como maquinarias perfectamente ajustadas llenos de nostalgia de la vida (para él siempre estaba en otra parte) y sabor local que hacen las delicias de aquellos que, como escribió Céline, sentimos que el viaje es por entero imaginario.

Quizás después de todo, lo que ocurrió fue que en un momento de lucidez, cuando el final ya corría a su encuentro de forma inevitable, Hemingway reconoció que la única pieza que había perseguido y querido cazar desde siempre, era esa que lo observaba ahora desde tan cerca, con ojos como perdidos de gran mamífero exhausto.

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