Desde la aparición de Ulises en 1922, se ha destacado que la aportación más revolucionaria de James Joyce a la literatura consistió en desarrollar como nadie las posibilidades del monólogo interior, procedimiento que ponía de relieve cuál es el funcionamiento del pensamiento cuando éste vaga a su suerte. El flujo de la conciencia parece obedecer a un movimiento caótico que en algunos momentos se precipita recordando el efecto del oleaje y en otros se remansa abriendo espacios de aparente calma. Se diría que las ideas y las imágenes que por ella circulan, se engarzan y multiplican, descomponiéndose al instante, sin ningún criterio; de manera que difícilmente se podría considerar esa, una actividad racional, pues todo parece que suceda al margen de cualquier voluntad. No obstante, en medio de la maraña asociativa que invade la conciencia y se nutre en buena medida de impresiones visuales y olfativas que no excluyen otras táctiles, descubrimos ciertos nexos, ciertas conexiones que irrumpen con la fuerza de la memoria involuntaria.
En el Tratado sobre la naturaleza humana, Hume resume todas las formas de asociación de ideas a tres simples mecanismos que actúan bajo una estricta e idéntica legalidad en todo sujeto de conocimiento: el de semejanza, el de contigüidad espacial o temporal y el de causa efecto. Los tres parecen implicados ciertamente en el complejo andamiaje que creó Joyce, aunque la impresión que produce la lectura de su obra, viendo como opera la construcción de discursos que elaboran sus personajes, nos lleve a pensar que desbordan con mucho, la escueta clasificación del filósofo.
Joyce se permitió parodiar en Ulises todos los estilos y Borges no dudó en considerarla una obra fallida, si bien pensaba que nadie como él había llevado a la lengua inglesa al límite de sus capacidades expresivas. De James Joyce dijo que era indiscutible que se había convertido en uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y añadió que verbalmente quizás fuera el primero. Con redoblados motivos, Borges repitió algo parecido después de intentar leer el Finnegans Wake, un libro infinito en su concepción, de referencias infinitas, que como se ha señalado alguna vez, casi parecía que estuviera escrito para él. Su cultura, acaso una de las pocas que pudiera rivalizar con la de James Joyce, lo convertían a priori en aquel lector ideal al que Joyce, según había declarado en más de una ocasión, se había dirigido siempre. Sin embargo Borges, al referirse a esta última obra, sólo añadió, en el tono más irónico de que fue capaz, que el libro era un tejido de retruécanos en inglés veteado de alemán, de italiano y de latín. De nuevo el escritor argentino, que conocía y se desenvolvía en todas esas lenguas, no dudó en calificar los resultados de frustrados e incompetentes.
Y sin embargo, después de todo, en su libro Elogio de la sombra convirtió a Joyce en su sujeto poético por dos veces. La escritura del poema Invocación a Joyce es suficiente para comprender los sentimientos encontrados, de admiración y desconcierto, no menos incómodos que contradictorios, que ese hombre que encerraba toda la literatura en su cabeza y acabaría ciego como él, debía despertar en Borges. Quizás, por qué no, sentimientos incluso culpables. Se me ocurre una analogía explicativa, una razón, que acaso no le habría molestado, pues hunde sus raíces en el poema De rerum natura de Lucrecio. Aunque me perturbe pensar que ya Goethe se valió de ella al referirse a la experiencia que sufrió en Jena, al presentarse en el campo de batalla después de la derrota frente a Napoleón. Hans Blumenberg en Naufragio con espectador, la recoge. En el capítulo IV del libro, que lleva por título el irónico Arte de sobrevivir, se describe el estado en que encontró Heinrich Luden, historiador de Jena, al desengañado y derrotado Goethe en aquellos momentos. Luden, según cita Blumenberg, le pregunta de golpe cómo le ha ido a Goethe y éste responde: Es un poco como el hombre que observa desde una sólida roca hacia el enfurecido mar: no puede socorrer a los náufragos, pero tampoco puede alcanzarle el oleaje….así salí de allí sano y salvo, dejando que el estrépito salvaje pasase a mi lado.
Pienso que a Borges, tan cansado de sí mismo, alguna vez le habría gustado convertirse en el intrépido James Joyce, pero sintió muy pronto que le faltaba coraje. No era él tampoco un navajero y en cambio estuvo siempre obsesionado por esos temas de vidas miserables. De manera espontánea, si la expresión tiene sentido en una personalidad que hizo de la construcción de artificios el sentido de su vida, Borges se sentía empujado hacia una literatura más feliz (nunca dudó en exponer sus preferencias) lejos de experimentos arriesgados, cuya importancia siempre se las acabó ingeniando para minimizar. La dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrecieron en 1955 y la designación de miembro de la Academia Argentina de las Letras, aunque tardíos, le vinieron de perlas y fueron ofrecimientos difíciles de despreciar. Propongo que Borges, con más o menos consciencia, tuvo que sentir la responsabilidad de Joyce, de sus exilios, de su muerte en la batalla con el entorno, mientras él se limitaba a tomar nota desde la solidez de la tierra firme, de cómo su otro, que había querido ignorar, se hundía, pereciendo en el huracán que él mismo había desencadenado.
Brillante entrada
Bo!
Me ha parecido una buena aproximación,aunque a decir verdad puede que a Borges le faltara el empeño de Joyce en su vida privada (y pública quizás tambien). Cualquier acercamiento a su vanidad era de lo más elocuente en las conversaciones de Montesco.
¿Crees que desde la academia Argentina se consideró su persona grata?