CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Publicaciones de la categoría: Filosofía

La lección del maestro

16 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Henry James, Javier Marias, Kant, Maurice Blanchot, Michel Foucault, Milita Molina, Ortega y Gasset, Schopenhauer, William James

De Henry James ha escrito Javier Marías que se volvió oscuro a fuerza de buscar la claridad. La más simple pregunta a una criada duraba en su formulación un mínimo de tres minutos, tal era su puntillosidad con la lengua y su horror a la inexactitud y al equívoco. Pero lo que sería un rasgo de carácter y una cualidad del estilo de sus novelas, llegó a ser interpretado por su hermano William (tal y como éste se lo hace saber en sus cartas) como una detestable y sombría ambigüedad, una falta de vocación por hacerse entender lisa y llanamente. El filósofo, que fue el autor de Las variedades de la experiencia religiosa, y se ocupó de lo vago y vaporoso, hasta el punto de afirmar que todo es sombra, le reprochó a su hermano Henry (lo cual no deja de ser una paradoja) que se alejara de lo sólido, que sus historias se acabaran diluyendo siempre  en la arena.

En una introducción a los Prefacios de Henry James que éste había escrito para la edición de Nueva York de sus Obras completas, Milita Molina recoge una frase que ilustra bien la falta de comprensión y el rencor velado del hermano al respecto: Has inventando un nuevo género, el de no contar historias. Henry James es uno de los autores menos complacientes y efectivamente uno de los más ambiguos e intrincados de la historia de la literatura, tanto por lo que concierne a la construcción de sus tramas, como en el modo en que retuerce sus frases mientras las va desplegando, hostigando el deseo, sin permitir que éste se satisfaga en ningún momento, nutriéndolo de esperanzas cuyo cumplimiento se acaba viendo siempre postergado.

¿Pero es cierto que lo hacía, como aseguraba el hermano, movido por una voluntad decidida de no hacerse entender? Si pensamos en la proposición de Ortega y Gasset, la claridad es la cortesía del filósofo, y se diera el caso de que Henry James se hubiera dedicado a la filosofía, se podría decir sin rodeos que este hombre que, al decir de Javier Marías, podía olvidarse de que tenía invitados a comer que lo esperaban sentados a la mesa, mientras él seguía trabajando, fue un hombre descortés. Ahora bien, Henry James no fue nunca un filósofo, aunque cabe considerar que recogió el testigo allí donde la filosofía había decidido abandonarlo. Yo creo advertir en este novelista a uno de los últimos metafísicos; dispuesto a soportar las críticas que lo presentan, por este motivo, bajo una exagerada y desconsiderada reserva hermética.

Henry James estableció una distinción que ayudará a comprender lo que estoy sugiriendo: Lo real es aquello que podemos conocer (no explicita el cómo, ni en qué medida, ni hasta qué punto pueda ser luego comunicado), lo romántico aquello que jamás podemos conocer directamente. Lo que dicho, en otros términos, no es sino una trasposición adaptada a su manera, de dos conceptos filosóficos que tienen un origen kantiano. De un lado el fenómeno, lo que se muestra, lo que se puede conocer, (que Henry James prefiere llamar lo real y yo prefiero, como Schopenhauer, llamar representación); del otro, el noumeno, la cosa en sí, lo real incognoscible (que él identifica con lo romántico).

De este modo y si es correcta mi interpretación, resultaría que Henry James estuvo interesado por la metafísica si por real tenemos en cuenta el núcleo impenetrable de lo romántico del que solo pueden detectarse señales, signos que apuntan más allá de ellos mismos, pudiéndose confundir a veces con un secreto que hay que desvelar, o la existencia de fantasmas que, igual que ocurre con los mitos ancestrales, siempre vuelven, con el botín que se encuentra entre Los papeles de Aspern, de cuya existencia, según subraya Milita Molina, nadie puede dar fe.

En su apariencia inmediata Otra vuelta de tuerca es una historia de fantasmas. Pero esos fantasmas actúan sólo de pantalla donde se proyectan ciertas obsesiones, ciertos temores profundos. Son un supuesto, un postulado en el que hay que creer (la historia debe ser contada con suficiente credibilidad por un espectador, un observador exterior, escribe en sus notas Henry James) para que lo real, lo romántico, pueda vislumbrarse. En la Crítica de la razón pura Kant distingue claramente entre conocer un objeto y pensarlo. A diferencia de la lógica o la teoría del conocimiento, la metafísica consiste en pensar eso que no puede ser conocido porque se sustrae por definición a las condiciones de toda experiencia fenoménica.

Milita Molina en esa introducción a la que ya me he referido antes mantiene que toda la obra de Henry James está al servicio de la operación realizada en esta novela. Es la forma en que la imaginación del hombre escindido interiormente en dos espacios culturales (vivió en Inglaterra ininterrumpidamente durante casi cuarenta años y poco antes de morir escribió: No sé cómo hubiera sido mi vida si me hubiera quedado en América, pero seguramente hubiera sido menos ambigua) puede cerrar esa herida a través de la fantasía que el lenguaje de la literatura emancipa, al ser ésta una de las posibilidades que ofrece.

La narradora, dice Maurice Blanchot, a propósito de la institutriz invisible que narra la historia de los dos niños que han sido horriblemente pervertidos en Otra vuelta de tuerca, no se conforma con ver los fantasmas que quizás los asedian, es ella quien les habla de estos, atrayéndolos hacia el espacio indeciso de la narración. Yo me pregunto si no es el propio Henry James quien dispuesto a descubrir en sus miradas lo que ella había visto, no se vio empujado a su vez a hacerlos callar.

¿Cuál es, pues, la lección del maestro? Mientras intentamos averiguar los pormenores que justificarían la presencia de esos fantasmas, se nos escapa el verdadero objeto del relato. Ponemos ante la mirada una causalidad incorrecta. De ahí quizás la importancia que atribuía Henry James al tema; la necesidad de tener previamente dispuesta la armazón del mismo, antes de emprender la escritura, para poder sumergirse libremente en ese otro juego que se organiza desde las preguntas que la perversa institutriz, en este caso, de imaginación calenturienta, formula sobre el origen del mal secreto. ¿Qué es lo que dijiste que no podías decir?

Juego de fuerzas asimétrico. Dialéctica de la ocultación, de una literatura que va mostrándonos sinuosamente para volverlo a velar, cómo el discurso crea lo real donde los niños se resisten a confesar su falta, pues intuyen de algún modo, que ésta cobrará existencia, haciéndose verdadera, al hablar de ella. Forzando que en un momento determinado de la historia, la institutriz se vea obligada a decir: me encontré desconcertada, perdida, porque si él era inocente, entonces ¿qué es lo que era yo?

En su Historia de la sexualidad, en el primer volumen que lleva por título La voluntad de saber, Foucault escribe: La confesión se convirtió en occidente, en una de las técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero (…). La confesión no es espontánea ni impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la arranca del cuerpo (…). La obligación de confesar nos llega ahora desde tantos puntos diferentes, está ya tan profundamente incorporada a nosotros que no la percibimos como un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo pide salir a la luz; que si no lo hace es porque una coacción la retiene, porque la violencia de un poder, pesa sobre ella.

Un último apunte: institutriz se dice en inglés governess; government, gobierno, quien detenta la autoridad. ¿Sería acaso para Henry James lo romántico, lo que se resiste al poder, lo que se niega a ser dicho?

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Sin duda estaba loco

02 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Gauguin, Hamsun, Heidegger, Meyer Schapiro, Van Gogh

En El origen de la obra de arte, Martín Heidegger sostiene que la esencia del arte debe inferirse de la obra de arte, pero acto seguido afirma que lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia del arte. El filósofo es consciente de que su afirmación nos conduce a un círculo vicioso. Pues no se entiende de qué modo a partir de una obra particular podría inferirse una esencia general, igual que parece necesario saber qué sea el arte para poder reconocerlo en las obras particulares. Para romper este círculo Heidegger se propone analizar una obra de Van Gogh en la que aparecen pintados un par de zapatos. Se trata en definitiva de aplicar el principio fenomenológico que nos recomienda volver a las cosas mismas. Ahora bien: ninguna obra particular puede expresar todo lo que el arte sea; ninguna definición del arte es suficiente como para acoger o excluir los objetos de su dominio. Toda obra artística es sui generis.

Arte es (a falta de cualquier definición mejor) lo que hacen los artistas, lo que se puede ver en las exposiciones, en los museos, en el teatro, en el cine, en la sala de conciertos, circunstancialmente en la calle. Del mismo modo que la Ciencia es lo que hacen los científicos, esas personas que se reconocen entre sí por sus prácticas, porque dominan la jerga, porque utilizan los mismos métodos. Y lo mismo se podría decir de la filosofía, pues sólo hace falta haber ojeado unos cuantos libros para saber que un libro de filosofía no se confunde con una novela.

Se es filósofo o artista porque uno entra en el juego, porque reconoce el lenguaje en el que se expresan ciertas ideas y conceptos, porque uno piensa a través de ellos, porque se siente acuciado por cierto tipo de problemas, de materiales… Luego está la cuestión de los límites que tiene que ver con la rivalidad de las camarillas, el público, la época, la historia, algo en cierto modo ajeno a la actividad estricta.

En un artículo que escribió Meyer Schapiro sobre la interpretación que hizo Heidegger de ese cuadro de Van Gogh en el que el artista había pintado un par de zapatos viejos, afirmaba el crítico que en el análisis que hizo Heidegger, el filósofo habla de su experiencia estética a partir de su propia concepción social, con su duro patetismo de lo primordial y terrenal (…) ignorando lo personal y fisonómico de los zapatos, de manera que el resultado final del trabajo es fruto de una imaginación que no hace sino proyectarse sobre el cuadro. ¡Cuando lo que se proponía Heidegger era una aproximación a la cosa misma movido por la esperanza de que ésta le revelara la naturaleza del arte, porque lo que sea el arte debe inferirse de la obra; un trabajo en el que la mirada del filósofo debería haberse volcado sobre el cuadro sin ninguna concepción filosófica previa, ciñéndose a los datos visibles con la mayor fidelidad!

En ese mismo texto, Schapiro escribe que una aproximación más ajustada a la obra de Van Gogh que la de Heidegger, puede hallarse en la descripción que Knut Hamsun hace de sus propios zapatos en un pasaje de la novela Hambre. Lo que el crítico da a entender, contraponiendo una descripción ya dada, al método del filósofo, es que los zapatos pintados por Van Gogh no son tanto los zapatos de una campesina que ha caminado a través de los surcos, siempre uniformes del campo que se extiende a lo lejos y que están barridos por un crudo viento, como acaba sosteniendo Heidegger tras su análisis, como los zapatos del propio artista acostumbrado a recorrer las calles de la ciudad.

Como si nunca hubiera visto mis zapatos, escribe el protagonista de la novela de Hamsun, me puse a estudiar su aspecto, su mímica cuando movía el pie, su forma y sus cañas usadas y descubría que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresión, les comunicaban una fisonomía. Algo de mi ser había pasado a mis zapatos y me hacían el efecto de un hálito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de mí mismo que respiraba…

Meyer Schapiro deja claro que no cree que exista un punto de vista privilegiado que permita hacer tabla rasa de todos los prejuicios y presupuestos que acompañan al momento en que el arte descubrirá qué sean en verdad los zapatos que se hallan representados en esa pequeña pintura. De modo que el resultado del anhelo de Heidegger no puede ser sino un espejismo.

Para justificar su punto de vista, Schapiro añade que la situación de Van Gogh en el momento de pintar esa naturaleza muerta, se parecía mucho a la que atravesaba el narrador de la novela de Hamsun cuando vagabundeaba por la ciudad de Cristianía. Siendo el caso que la pintura de Van Gogh había sido realizada en París y en la misma época (1886-1887) había pintado hasta ocho pares de zapatos de los que sólo tres muestran la oscuridad de su interior gastado que le habla de modo tan claro al filósofo; detalle que, sin embargo, no permite identificarlos.

Con todo, yo me pregunto hasta qué punto puede ser relevante a quién pertenecieron esos zapatos, y no deja de resultarme extraño que Schapiro se muestre tan empecinado en rebajar el valor de los análisis de Heidegger aportando pruebas documentales que demuestran que lo que éste ha tomado por el ser útil de los zapatos de una campesina en su juego recíproco con la tierra, son en realidad unos zapatos viejos que sirvieron en su momento al propio pintor cuando marchó desde Holanda a Bélgica para predicar entre los mineros. Importa en mi opinión que Van Gogh llegara a “verlos”. Y es en eso en lo que creo que consiste su verdad. Ya que sólo su mirada y sus manos de pintor fueron las que les hicieron caminar, sufrir, envejecer.

Por lo demás no creo que Van Gogh haya realizado en esta obra pintura del yo, como insinúa Schapiro después de leer la descripción que hace de ella Hamsun. El narrador de Hambre describe los zapatos que lleva puestos como si estos fueran una extensión de su cuerpo, pero el lugar donde se encuentran los zapatos que Van Gogh pinta, fueran o no los suyos, no resulta identificable.

Pero si no conviene insistir sobre la propiedad y la procedencia de esos viejos zapatos, no habría que olvidar que Van Gogh sintió siempre un fuerte impulso que lo llevó a ejercer de predicador y que esta primera vocación no lo abandonaría nunca.

De manera espontánea Van Gogh vivía volcado hacia los otros, antes que hacia su propio interior. Los otros más necesitados, los proscritos, los moribundos, los ignorados preferentemente. Durante su arrebatada existencia luchó por singularizar los objetos que substraía a la naturaleza evitando que esta los disolviera en un anonimato que les negaba el ser. No se trata pues de introspección ni de autoconocimiento. Vincent Van Gogh fue un hombre de acción, un pintor piadoso, obsesionado por la idea de crear la vida.

En las cartas a su amigo Bernard, el loco del pelo rojo (como lo popularizó el cine) le habla de Cristo a quien considera el verdadero artista. Ese Cristo es el artista más grande entre todos los artistas, despreciando el mármol y la arcilla, el color, (…) trabaja con espíritu y carne vivos, hace hombres en lugar de estatuas.

Existe un texto de Gauguin que se encuentra en los Escritos de un salvaje, que Seix Barral publicó en 1974 (Schapiro lo recoge en su artículo aunque sólo se refiere a él para decir que se trata de una historia conmovedora) que vale la pena leer desde esta perspectiva: En la mina sombría, negra, un día, el amarillo del cromo lo inundó todo, fulgor terrible del fuego grisú, dinamita del rico que no falta. Unos hombres que en aquel momento ascendían fueron engullidos por el carbón y aquel día dijeron adiós a la vida, adiós a los hombres, sin una blasfemia. Uno de ellos terriblemente mutilado con el rostro quemado fue recogido por Vincent. “Y sin embargo, decía el médico de la compañía, es un hombre acabado, a menos que se produzca un milagro o que disponga de unos cuidados maternales muy costosos. Es una locura ocuparse de él”. Vincent creía en los milagros, en la maternidad. El loco (decididamente estaba loco) veló durante cuarenta días al moribundo; impidió sin descanso que el aire penetrara en las heridas y pagó las medicinas. Y habló como sacerdote consolador (decididamente estaba loco). La obra loca hizo revivir a un muerto.

Propongo que el sentido de los zapatos sobre los que discuten Heidegger y Schapiro, sin ponerse de acuerdo, tiene mucho que ver con lo que se cuenta en esta historia; pienso que Vincent Van Gogh, que no se trató nunca muy bien a sí mismo y no dudó en dudar de sus capacidades Por qué seré tan poco artista que siempre lamento que los cuadros no vivan, llegó a alcanzar su demencial objetivo. Esos zapatos “vivos” son la prueba. Ahí siguen, después de haber aguantado valientemente la fatiga del viaje, en el museo de Amsterdam, muchos años después de que el destino natural los llevara a desaparecer un día en la basura. Sin duda estaba loco.

http://www.vangoghmuseum.nl/vgm/index.jsp?page=1576&lang=en

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El suicidado de la sociedad

16 sábado Feb 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura

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Andre Breton, Antonin Artaud, Jacques Rivière, Nietzsche, Palau i Fabre, Van Gogh

Uno comprende a Jacques Rivière cuando en 1923, en una carta que fue el principio de una larga y fructífera correspondencia, le decía a Antonin Artaud que no iba a publicar sus poemas, pero no se extraña de que en esa misma carta, a renglón seguido, le dijera que sus poemas le habían interesado lo suficiente como para querer conocer a su autor.

Convencido de haber dado con una personalidad excepcional, Jacques Rivière no quiso perderse la oportunidad que le ofrecía un autor que constituía para él un auténtico descubrimiento y después de discutirlo con Artaud acabó proponiéndole la publicación de la correspondencia que habían iniciado, dando a conocer de esa manera la reflexión que entre ambos se había ido gestando.

Avalado por su estatus, Jacques Rivière, director de la Nouvelle Revue Française, se permitió hacerle algunas recomendaciones al entonces joven poeta y le expuso lo que pensaba abiertamente de su escritura: He aquí, más sucintamente mi pensamiento: la mente es débil en cuanto que necesita de obstáculos –de obstáculos adventicios. Por sí sola se pierde, se destruye.

Rivière consideraba que los poemas de Artaud no eran suficientemente buenos porque flotaban, se dispersaban en el vacío del absoluto que lo desquicia  por un exceso de libertad; faltos de precisión ofrecían de él una imagen desmadejada y torpe.

En este sentido yo creo que el editor acertaba cuando añadía que la palabra tiene que haber golpeado un objeto sordo antes de que lo alcance la razón. Pues ahí donde faltan del todo el objeto y el obstáculo, la mente continúa, inflexible y débil; y todo se desmorona en una inmensa contingencia.

Nietzsche, incluso, había señalado el hecho de que el pensamiento se desenvuelve mejor cuando siente las bridas que tiran de él. Por lo demás, no deja de ser cierto que desde un punto de vista expositivo y formal Antonin Artaud llegó a alcanzar las mayores cuotas de pensamiento en los momentos en que rebajó sus pretensiones literarias: cuando hablaba de sí mismo, tomándose como objeto concreto de análisis o cuando arremetía contra aquellos que querían encofrar su mente, como puede verse en la respuesta que le dirige a Bretón después que éste le invitara a participar en la Internacional surrealista; cuando hizo de su espíritu una máquina de guerra con la que objetivarse. Con la sociedad y su público no existe otro lenguaje que el de las bombas, las metralletas, las barricadas y similares. 

Con todo, no hay duda de que Jacques Rivière se equivocó al no comprender la verdad profunda de Artaud. Ya que lo que unía a Artaud con la literatura no tenía nada que ver con la necesidad de perfeccionarse en el oficio. Créame que no tengo ningún objetivo inmediato ni mezquino, que no quiero sino resolver un problema palpitante, le responde Artaud después de escuchar sus consejos. Pues lo que le urge y expone con toda claridad en esa correspondencia es saber si su pensamiento en el que está implicado su ser entero, tiene o no derecho a la existencia. Una cuestión secundaria era para él averiguar si ese pensamiento que siente que le ha sido arrebatado desde el instante del nacimiento se expresará mejor en verso o en prosa. Nada pues en las razones que esgrime Artaud para justificar su actividad de escritor que tenga que ver con la literatura. Toda escritura, para el autor del Pesa-nervios, es una porquería. (…) Toda la gente de letras es cochina.

Lo que Antonin Artaud indaga con su escritura es la forma de su propio abismo, al no participar, al negarse a participar, de una comunidad de hablantes, de la que se siente ajeno. Reprocho a los hombres de este tiempo que me hayan hecho nacer por las más innobles maniobras mágicas en un mundo que no quiero y de querer impedirme por maniobras mágicas similares hacer un agujero por donde abandonarlo. El agujero que le permitiría abandonarlo era aquél que había empezado a cavar con su propia escritura caótica y resquebrajada, hundiéndose en su impotencia radical, porque donde otros proponen obras él sólo pretende mostrar el vacío por el que se desliza su mente.  

Por igual motivo, su relación con el surrealismo debería considerarse una relación circunstancial; coincido con Palau i Fabre en que Antonin Artaud no podía verse reflejado en alguien más que en Antonin Artaud. Aunque Breton reconociera en 1952 que nadie había puesto más espontáneamente al servicio de la causa surrealista todos sus medios, que eran grandes (…) poseído por una especie de furor que no perdonaba a ninguna de las instituciones humanas.

Las cartas a André Breton, donde Artaud juzga la oportunidad de la Internacional surrealista, constituyen un documento demoledor y esclarecen como ningún otro testimonio por qué debía declinar la invitación a participar en ella, después de que el movimiento hubiera traicionado su razón de ser, al convertirse en una institución más entre las instituciones; comprometido con la burguesía y el esnobismo mundial que tenía bastante con contemplar y adquirir bellas mercancías artísticas en un galería superchic, ultrafloreciente, rimbombante, capitalista (por mucho que tuviera sus fondos en una banca comunista) pero que no podía soportar la realidad y la vida. El único, el verdadero tema que interesaba a Artaud, el único tema que interesó también a Vincent Van Gogh, quien en su desesperación se reprochaba el no poder inyectársela a sus pinturas. Por qué seré tan poco artista que siempre lamento que los cuadros no vivan.

Nietzsche desveló el origen de los valores al descubrir lo que había sido silenciado tras la máscara de la verdad. Antonin Artaud sufrió ese desvelamiento en carne propia.  Me han reducido a ser un autómata que anda pero un autómata que siente la ruptura de su inconsciencia. Ciertamente estoy muerto desde hace tiempo, ya estoy suicidado. ME han suicidado. Si me mato no será para destruirme sino para reconstruirme.

Es así, como cualquier experiencia ligada a la sociedad, a cualquier disciplina o espectáculo de ocultismo (la exposición de la Internacional surrealista había sido concebida como un sucesión de etapas de iniciación, cuando no existe nada en que alguien pueda ser iniciado), tenía que resultarle detestable porque convierte al individuo en un ser obediente, alienado, sujeto pensante que atado a su pensamiento entrega su voluntad dócilmente a las potencias que reducirán su cuerpo a los componentes de una máquina preparada para cumplir su función.

El hechizamiento es el ardid, el efecto de magia, viene a decirnos Artaud, por el cual se ha logrado convencer al mundo de que la vida sólo es posible por el sometimiento a Dios, a la ley, al orden, a las palabras cuyo significado se encuentra dado antes de que nadie empiece a hablar. Para mí las ideas claras son ideas muertas y acabadas. (…) La escritura fija el espíritu y lo cristaliza en una forma y de la forma nace la idolatría; la gramática, el partido… podría haber añadido.

Murió al pie de la cama en la habitación que ocupaba en el asilo de Ivry-sur-Seine, mientras intentaba ponerse un calcetín. Su cuerpo roto e inservible, sin órganos, se había escurrido por el sumidero a consecuencia de un cáncer anal.

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Optimista desesperado (1)

19 sábado Ene 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Chaïm Soutine, Francis Bacon, Franck Maubert, Nietzsche

Existe un cuadro de Rembrand en el que el pintor nos muestra, de un modo directo y crudo, la imagen de un buey abierto y desollado. En esta misma onda, Chaïm Soutine, en el periodo que transcurrió entre las dos guerras mundiales pintó una gran cantidad de cuadros representando trozos de carne y animales destazados: conejos, bueyes, corderos… En la época en que pintó aquellos cuadros, Soutine, que había nacido en una pequeña aldea lituana, había confesado que pasaba mucha hambre y estaba obsesionado con la comida. Así, es posible que uno de los sentidos que puede que tengan esas pinturas sea el de presentar a los animales como alimento, mostrando el lugar dramático que ocupan en la cadena trófica. De ascendencia judía, este artista del hambre y la escasez debía de conocer, no obstante, el tratamiento estricto al que había que someter la carne a fin de que ésta estuviera disponible para un consumo kosher en la mesa. Ello explicaría el porqué, por la misma época, Soutine pintó también tantos pasteleros.

Sin embargo, no es Soutine sino Francis Bacon, el pintor en quien se ha acabado reconociendo la imagen del pintor de la carne. Su obra Pintura, realizada en 1946 y expuesta en la actualidad en el MOMA, en un despliegue de realismo visceral, no economiza al presentarnos varias partes del despiece de un animal, entre las cuales destaca un pecho gigantesco abierto en canal y en cruz, rodeado de ristras de casquería cuya procedencia no puede ser otra que el matadero. El paraguas abierto en segundo plano, bajo el cual se reconoce a un personaje con traje gris oscuro, al que una hilera de dientes ha sustituido a la cabeza, constituye el único elemento no orgánico de apariencia neutra; integrado en ese abigarrado conjunto, lejos de producir la sensación de que el hombre se siente a cubierto, acentúa el desasosiego que la pintura despierta.

Que Bacon se haya identificado con el pintor de la carne no es en consecuencia extraño, ni un efecto derivado sólo por la presencia en sus cuadros de cuerpos que, en más de una ocasión, muestran el interior, sus entrañas. Basta pensar en esas crucifixiones en las que Bacon ha puesto a la víctima cabeza abajo, para entender lo que quiero decir. Bacon fue el primero en referirse a la fascinación que sentía por la carne. Según había confesado más de una vez, le gustaban los rojos, los amarillos, su grasa.

Entre los recuerdos más lejanos que decidieron su futuro como pintor, Bacon comenta a sus entrevistadores que le marcaron dos experiencias. La primera tuvo que ver con las escenas de playa pintadas por Picasso en las que aparecen aquellas mujeres de cuerpos enormes que fueron expuestas en la galería Rosenberg de París en 1928 o 1929, la segunda en Londres, ante el mostrador de una carnicería. En cualquier caso ambas, fueron para él un choque visual.

Con todo, esta etiqueta, esta imagen que él mismo se ha encargado de popularizar, asimilándolo en algunos aspectos a un matarife de la cultura, es en mi opinión muy deformante y supone un obstáculo para acceder al sentido que enmascaran esas palabras suyas.

Bacon ha pintado cuadros muy bellos y es sin duda la impronta de esa belleza (que como soñaba André Breton, es una belleza convulsiva) la que nos hace volver una y otra vez a su obra, manteniéndolo veinte años después de su muerte como uno de los pintores de mayor actualidad; no tanto el aspecto escabroso de sus pinturas

Cuando la crítica le acusaba de hacer una pintura desagradable y violenta, Bacon respondía que no existe violencia en mostrar un cuerpo que está siendo o ha sido maltratado. Todo lo contrario. Aunque no fuera tampoco su intención denunciarla, pues nunca quiso salvarse de esas acusaciones poniendo su pintura a cubierto, bajo el paraguas del compromiso que empujaba a algunos artistas a asumir el papel de portavoces de los excesos de la guerra o aquellos otros que seguían cometiéndose en la sociedad tecnificada. No hay mensaje en sus cuadros, la anécdota no tiene, según nos dice, importancia. Bacon lo repitió una y otra vez: él no hacía expresionismo. Pero si existe alguna categoría que se le puede aplicar, esa categoría es una categoría creada por él y para él mismo.

Yo quería hacer una pintura clínica, le responde Bacon a Franck Maubert en una de sus entrevistas (…) los objetos de arte más grandes son clínicos. Bacon aspiró siempre, y su deseo fue consolidándose con el tiempo, a un registro clásico que situara su pintura en un lugar preponderante en la historia del arte. Su diálogo, que existe, pues no es la suya una actitud que se cierre a lo que acontece a su alrededor, se establece sin embargo, con aquello que va sucediendo en el lienzo durante el proceso de creación, del mismo modo que no duda en apoyarse, si le hace falta, en los grandes clásicos de la historia de la pintura: Velázquez, Ingres, Picasso, Degas…

¿Pero qué significa pintura clínica en un autor clásico como Bacon? En su lenguaje, clínico, no significa otra cosa que realismo total. Un realismo por otro lado que tiene poco que ver con la imagen que es capaz de ofrecernos la fotografía: no hay historia que contar. Si bien su uso, en el transcurso de elaboración de ciertos cuadros, puede resultarle útil; la fotografía está ahí, frente a sus ojos, para recordarle que la realidad que oculta o enmascara, es precisamente la que hay que desentrañar.

En su apariencia externa, Bacon considera la imagen, tal como ésta se ofrece a nuestro alrededor como un producto cosificado, o si se quiere momificado, como pensaba Nietzsche de los conceptos al referirse en ellos a su petrificación y esclerosis. Paradójicamente le interesaba el arte egipcio, que visto en su superficie se halla en la antípodas del suyo.

Como pintor, Bacon tiene mucho del filósofo que sufre mientras persigue, en su alegre desesperación, la forma de aunar belleza y verdad. Belleza y verdad que sólo pueden desvelarse en la pintura, en el lienzo, tras un proceso dialéctico, no racional sino instintivo, próximo al paroxismo del predador que puede perder su presa, asumiendo como una necesidad el desplome que arruine el trabajo realizado o el accidente que lo libere, porque en la práctica artística nada que se decida a priori tiene interés.

Un combate tenso, no exento de sufrimiento y dolor, como el que puede verse en algunos de sus grandes trípticos, en los que resulta difícil discernir si las figuras, los cuerpos, humanos o animales, se estrechan en un abrazo amoroso y mortal, o simplemente descansan o aúllan exhaustos porque no pueden ya más. Una lucha entre el objeto que se resiste a ser penetrado y el pintor; por el despojamiento de la imagen que les relega a ambos al engaño de la representación.

http://www.moma.org/collection/object.php?object_id=79204

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Sabio, maestro, mago

08 sábado Dic 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Ernst Jünger, Hans Blumenberg, Julien Hervier, Musil, Nietzsche, Platón, Sartre, Schopenhauer

De las muchas obras que llegó a escribir Ernst Jünger parece que existe acuerdo, por parte de la crítica, en considerar que Sobre los acantilados de mármol fue su obra maestra como novelista. Sobre el sentido que esta obra encierra, en cambio, las opiniones son diversas. Según Hans Blumenberg, La mirada de Jünger parte de la sospecha de que lo visible no es sino la aparente envoltura de algo más esencial. En este aspecto, los sucesos descritos en Los acantilados apuntarían hacia una realidad más originaria y próxima al mito, cuyo fin no sería otro que asegurarse la pervivencia en la memoria del lector.

El propio Jünger, respondiendo en una conversación a Julien Hervier, en referencia a esta obra (que en el momento de su aparición muchos interpretaron como un alegato contra el nazismo que provocó que en 1940 fuera prohibida) comenta que todos los datos políticos son efímeros pero lo demoníaco, lo titánico, lo místico, que se disimula detrás, se conserva constante y guarda un valor inmutable.

Jünger no oculta su platonismo. Entre los autores a los que siempre acabó volviendo se encuentran Nietzsche y Schopenhauer (según propia confesión éste último fue el filósofo que le enseñó a pensar) pero también Platón; y su empeño decidido fue siempre buscar estructuras invariantes. Por eso, como comenta Sánchez Pascual (su mejor traductor al castellano) al referirse a El trabajador, el libro peor comprendido de su producción, resulta difícil hacer que sus obras se lean en clave estrictamente política. Jünger señala siempre más lejos; aunque a algunos les pueda parecer la suya una maniobra de evasión o de enmascaramiento.

En sueños, dice Jünger, en esa misma conversación que mantuvo con Hervier, se encuentra primeramente el tipo. Después en la realidad, se encuentra la encarnación del tipo en forma debilitada. Y así, el elemento desencadenante de “Sobre los  acantilados de mármol”,  fue el sueño de una noche única.

Durante algún tiempo Ernst Jünger gozó de un prestigio ambiguo. Fueron años en que más de uno temiendo que le pudieran ver estrechando sus manos, prefería situarse lejos de su zona de irradiación. Jean Paul Sartre sin ir más lejos, que las llevó siempre sucias de tinta, decía odiarlo, no tanto por sus opiniones políticas, como cabría esperar, sino porque le molestaba su porte aristocrático. Como si un gusto extremo por lo claro y luminoso tuviera que combinarse necesariamente con una conciencia turbia y oscura. La prosa de Jünger es a veces tan vibrante que parece que esté a punto de quebrarse como un cristal. Pero Sartre se equivocaba. Se sabe que el denostado autor tuvo el valor de rechazar el ofrecimiento de formar parte de la depurada Academia Alemana de Poesía y que llegó incluso a prohibir a los nazis que hicieran el menor uso de sus escritos.

La aristocracia de Ernst Jünger era de raíz nietzscheana y en este sentido libre, fruto sólo del compromiso consigo mismo. Con todo, no es extraño que confunda y asombre que aquel hombre que fue capaz de mostrar tantas agallas en momentos de dificultad excepcional, tuviera tiempo en plena guerra para dedicarse a la caza sutil, la captura de pequeños coleópteros, que fue siempre para él una de sus grandes aficiones, al igual que lo fue también clasificar plantas y coleccionar relojes de arena. Gustos todos ellos refinados que remitían a un estilo de vida arcádico que se situaba espiritualmente, lejos de la era de los titanes en la que la humanidad estaba siendo embarcada a grandes pasos, como consecuencia del desarrollo de la técnica. Curioso también que en la segunda guerra mundial anotara en sus diarios, con pleno convencimiento, que el arte requerido para  juntar veinte palabras en una frase perfecta podía valer más la pena que guiar veinte regimientos al combate. Sobre todo si se tenía en cuenta que en la primera guerra, aquella misma mano había escrito que él (Ernst Jünger) y otros jóvenes de su generación partían hacia el frente bajo una lluvia de flores en una embriagada atmósfera de rosas y sangre.

En su apariencia externa y en su juventud, podía recordar a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos: elástico y bien dotado para el deporte; parecía siempre a punto de experimentar con posibilidades nuevas. Mirado en el detalle, en cambio, era fácil descubrir que Jünger no sentía el aprecio casi reverencial por la ciencia del que hacía gala Musil, ni tendría escrúpulos en colocarla al mismo nivel que la magia o el consumo de drogas. En su obra Acercamientos, donde su mirada se acera con ayuda de sustancias, no duda en analizar la influencia que su consumo ha podido tener en todos los tiempos sobre las diferentes culturas.

Jünger, es evidente, tiene poco que ver con el austríaco Ulrich, alter ego de Musil. Su personalidad emboscada es la propia del anarca que se encuentra mejor dentro de una ermita forrada de libros que en el gimnasio preparándose con ejercicios físicos, o rodeado irónicamente de gente elegante y poderosa que se entretiene pensando cómo evitar que una sociedad caduca y arruinada se desplome. Ni siquiera porque Jünger y Ulrich hubieran afilado sus ideas en las muelas del nihilismo dispuestas previamente por Nietzsche. Lo que no quiere decir que Jünger no acostumbrara a abandonar su refugio y se mostrara en el ágora al aire libre.

Contra las apariencias, el autor de la Visita a Godenholm  no es tan frío en su dominio, ni elude el ser impetuoso. De ahí que Scwarzenberg, el sabio, maestro y mago, retirado en su pequeña isla escandinava, sea capaz con su sola presencia de parar la inquietud que acelera nuestro mundo; ya que cualquier término árido de la lengua de los sabios cobraba gracias a él una luz nueva y desconocida hasta entonces. Ello hace comprensible que pueda decirle a Moltner (afectado por un sentimiento de indigencia que le hace estar al acecho de ayudas milagrosas) que Godenholm, el lugar a donde ha ido a visitarlo, cargado con padecimientos que no despiertan su interés, no es ningún sanatorio sino un laboratorio.

No estamos tampoco en los Alpes suizos, cerca de Davos, cuando se pensaba aún que la enfermedad podía ser combatida con métodos tradicionales, pues ahora las enfermedades ¿no es el nihilismo una de ellas?  son  preguntas  en las que lo decisivo es como se llevan. Después de todo, dice Scwarzenberg, su casa es como una posada española donde los huéspedes no encuentran más que lo que traen consigo de equipaje.

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