CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Publicaciones de la categoría: Pintura

Me inclino a pensar

26 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Agustín de Hipona, Arthur C. Danto, Chirico, Ives Bonnefoy, Kline, Morandi, Wittgenstein

El crítico Arthur C. Danto ha escrito en ¿Qué es el arte? que preguntar por la esencia del arte plantea un problema relativo al conocimiento, mientras que la afirmación que sostiene que una obra es arte, describe, únicamente, su en sí como objeto.

Referido a la consideración de ciertas obras, puede decirse entonces, sin temor a que alguien piense que se es poco riguroso, que algo es arte aunque no se sepa decir por qué. Descansa esta solución en la teoría sobre los juegos de Wittgenstein, quien en las Investigaciones filosóficas desarrolló la tesis de que el significado de un concepto depende de su uso. Entre lo más divulgado de su teoría se encuentra la comparación del lenguaje con una caja de herramientas. Un ejemplo sencillo que permite ilustrar su contenido sería el siguiente: escribo, tecleo en el ordenador, navego con Google, cuelgo un nuevo post en el blog. En un sentido que no roza siquiera lo superficial soy incapaz de explicarme el funcionamiento de esta maquinaria. Pero no confundo mi ordenador con mi vieja Olivetti. Ni Internet con mi biblioteca. Lo que pido y espero de estos artefactos, es otra cosa.

En mi forma de relacionarme con los objetos pongo de manifiesto ese conocimiento mío y aunque sea insuficiente, no por ello es equivocado. No poseo el conocimiento del informático, eso es cierto. Pues mi juego se sitúa en otro nivel. Es algo parecido a lo que ocurre con alguien que estando en la estación de metro afirma que lleva esperando “mucho tiempo”, o que ya “no le queda tiempo” suficiente para hacer aquello que querría, o que “no es tiempo” aún para la vendimia. Pero se ve en cambio envuelto en un mar de dudas si le preguntan por el significado concreto del término que está utilizando. Contestar entonces qué sea el tiempo podría serle penoso y acaso, como hace Agustín de Hipona en sus Confesiones, acabe por responder que se trata de una extraña paradoja. Visto desde esta óptica el tiempo no tiene dimensión y si se quiere atrapar desaparece.

No olvido que Agustín añade, al núcleo de sus reflexiones, que el pasado es el recuerdo, el presente aquello a lo que se está atento, el futuro lo que se aguarda: memoria, atención y espera, forman pues la experiencia subjetiva del tiempo. ¿Será él quien nos de la clave para saber qué es el arte?

La verdad es que no creo que sea posible dar una definición invariante del arte, pero me inclino a pensar que ha de tener en cuenta esa vivencia personal; la que definen unas prácticas, unos deseos, unas nostalgias. Pues depende de en qué mundo se está dispuesto a vivir. De en qué mundo, por el contrario, no se está dispuesto a hacerlo.

Giorgio Morandi que nació en 1890 y murió en 1964, después de haber visto un catálogo de la obra de Franz Kline, reconoció que se alegraba de no ser joven en aquel momento, pues si hubiera nacido veinte años más tarde, se habría encontrado en la misma situación que los expresionistas abstractos en los Estados Unidos. Para Morandi había llegado el día en que el “tiempo presente”, había terminado. Y ese día le bastó saber que una copa es una copa y un árbol un árbol.

Abro al azar La nube roja de Ives Bonnefoy mientras me dejo llevar por un suave flujo de ideas que buscan un difícil arraigo. Leo casi por casualidad el siguiente comentario a propósito de la obra de Chirico, perdido entre las ruinas de la antigüedad clásica: ¿Y si el arte, al parecer moribundo, encontrara en todo esto un porvenir nuevo, imprevisto? Al dar la vuelta a la esquina, a lo lejos -no ya una nueva calle- si no la luz.

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Una bola, una alcachofa, una sardina

12 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Andre Breton, Apollinaire, Benvenuto Cellini, Giorgio de Chirico, Giovani Lista, Nietzsche, Picasso, Pintura metafísica, Proust

En el siglo XVI, Benvenuto Cellini planteaba provocativamente que la escultura era un arte superior a la pintura porque esta ofrecía al espectador un único punto de vista, mientras que la escultura podía ofrecerle hasta ocho. Pero era un debate vano. Pues no resulta claro que diferentes perspectivas sobre un mismo asunto aporten necesariamente algo mejor.

Es un prejuicio de mala matemática el que antepone la razón numérica a la cualidad de la visión. Lo sabe cualquiera que haya padecido visión doble en algún momento. Ello podría explicar el cansancio que provocó el cubismo analítico cuando el genio de Picasso, en su momento, se encargó de mostrar, aunque fuera cuatro siglos más tarde, lo corto del planteamiento de Cellini.

La industria nos ha acostumbrado a pensar que dos hombres pequeños, sumando esfuerzos, pueden superar a uno grande. Pero no se ha conocido nunca que un equipo de diez, por ejemplo, haya llegado a hacer algo parecido a Las Meninas o tan enigmático como ese cuadro de Chirico, Canto de amor, en el que un guante de goma cuelga de un clavo en la pared donde se halla colgada a su vez una cabeza de yeso griega.

A Giorgio de Chirico lo quiso para sí André Breton, después de que su amigo Apollinaire lo definiera como un inepto de gran talento. Pero ni uno ni otro pudieron ignorar lo que más allá de las apariencias los separaba.

Al referirse al sueño, y esto basta para reconocer hasta qué punto sus posiciones fueron antagónicas, dice Chirico: es cierto que es un fenómeno extrañísimo y un misterio inexplicable, pero aún lo es más el misterio y la apariencia que nuestra mente otorga a ciertos objetos. Esos objetos a los que se refiere el pintor, son en ocasiones objetos sencillos: una bola, una alcachofa, una sardina, una escuadra de dibujante, una galleta, un molinillo de viento de juguete, objetos que la imbecilidad universal arrincona entre las inutilidades, que de otra manera habrían sucumbido al olvido, un reloj que aparece detenido poco antes de la una treinta.

Las obras de Giorgio de Chirico nos sumergen en el misterio de la pérdida, de ese tiempo pasado que no ha de volver jamás, que se perdió inexorablemente sin que llegara a poseerse.

Giovanni Lista ha querido ver una influencia de las ideas de eterno retorno y superhombre de Nietzsche a través de su experiencia turinesa, una influencia que en su pequeño escrito Las meditaciones de un pintor, el propio Chirico avala. Pero su recepción anímica, melancólica, poco o nada tiene que ver con el entusiasmo hiperbóreo del alemán.

La Italia a la que él viaja para confrontar sus recuerdos, es la Italia de la infancia que un día le fue dada a conocer por su padre. Hay algo, por lo demás, en la sensación de tiempo suspendido que transmiten sus cuadros pintados entre 1911 y 1914, que a mí me hace pensar en Proust: las losas que no encajan del baptisterio de San Marcos en Venecia que comunican su desnivel al pie, el ruido de una cuchara contra el plato.

Chirico mismo escribió, en esa misma época, en el texto citado: La revelación de una obra de arte (pintura o escultura) puede nacer de golpe, cuando menos se lo espera, y puede ser provocada por la vista de cualquier cosa. Como una visión que anuncia su propia ruina bajo apariencia de eternidad.

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Cadáver exquisito

05 sábado Abr 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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André Masson, Breton, Descartes, Freud, Giacometti, Giorgio de Chirico, Jack J. Spector, Marx Ernst, Miró, Morandi, Novalis, Picasso, Surrealismo

Las hipótesis, dijo Novalis, son redes. A veces al recogerlas encontramos algo. Pero el inconveniente de esta forma de captura es que la malla se haya hecho demasiado grande. Entonces no sabemos lo que se pierde.

Como Descartes, Breton quiso fundar, de una vez por todas, el arte, hacer tabla rasa, anular la tradición y las escuelas a fin de liberar la fuerza, no del sujeto pensante, si no del inconsciente que Sigmund Freud acababa de descubrir.

No obstante, el inconsciente liberado, al negar aquello que lo ligaba al pasado, conseguía su cometido solo de un modo insuficiente y superficial. Y así como Descartes no había podido desembarazarse de ciertas categorías filosóficas sin las cuales no habría podido seguir pensando, también André Breton habría de exasperarse buscando un origen que avalara su propuesta entre sus predecesores. El fenómeno explicaría por qué tampoco pudo retener a su lado a ninguno de los grandes que coquetearon con el surrealismo: Picasso, Marx Ernst, Miró, Giorgio de Chirico.

Pues, de acuerdo con la exigencia del automatismo, toda pintura que mereciera el nombre de surrealista tenía que renunciar necesariamente a ser pintura. Una exigencia que superaba con creces la paradoja. No fue extraño entonces que los compañeros de Breton no se dejaran retener por más que este les prometiera el oro de los tiempos mientras durara el viaje:

En los presentes momentos, no hay diferencia en los propósitos fundamentales entre un poema de Paul Eluard o de Benjamín Péret y una tela de Marx Ernst, de Miró o de Tanguy. La pintura, liberada de la preocupación de reproducir básicamente formas del mundo exterior, utiliza ahora a su vez, el único elemento exterior del que ningún arte puede prescindir, a saber, la representación interior, la imagen presente en el espíritu.

Ignora Breton, al escribir este texto en La situación surrealista del objeto en 1935, que mucho de lo que hace un pintor tiene que ver con los procedimientos técnicos. Pues no existe imagen presente en el espíritu al margen del lenguaje propio de la pintura. ¿Qué quiere decir representación interior? Se diría que para él, esta representación puede existir en la mente del artista con independencia de que haya sido o no plasmada. No se da cuenta de que al operar de esta manera, confisca al creador al espacio ocupado por el sujeto, forzándolo a reconocerse entre imágenes facticias, propias de la fantasía, sobre las que también Descartes se había pronunciado, aunque fuera para desecharlas inmediatamente.

Es obvio que Breton, poseído por una gran imaginación discursiva, desconoce cómo procede el imaginario del pintor, de qué modo este opera. Pues esas imágenes que él sueña captar un día durmiendo solo alcanzan su existencia durante el proceso de elaboración de la pintura, en la dialéctica que el artista establece con los materiales, a partir de la resistencia que estos le imponen en su afán por trascenderlos.

Ni siquiera las máscaras africanas que inspiraron Les demoiselles d’Avignon, habrían cobrado su pleno significado fuera del espacio pictórico, clásico en cierto modo, en que el pintor las inserta sustituyendo los rostros de tres de las mujeres. Pues Picasso, verdadero conocedor de su arte, sabe que la pintura solo puede revolucionarse desde dentro.

Las exigencias del método onírico o el automatismo psíquico puro se muestran insuficientes y suponen una limitación para un pintor verdadero que no se satisface con un cadáver exquisito. Incluso André Masson, uno de los fieles del grupo, llegó a temer, según hace notar Jack J. Spector, que su abundante producción de dibujos automáticos desembocara en la formación de una fórmula académica.

Es en este sentido y desde un punto de vista estrictamente plástico creativo, que considero que un pintor tiene poco que ver con un poeta, del mismo modo que pienso que no es determinante que el pintor se enfrente a un objeto externo o interno. La imagen es siempre imagen propia, punto de vista inconfundible. Basta contemplar los bodegones metafísicos de Morandi o a Giacometti trabajando en su periodo no surrealista, preocupado fundamentalmente por hacer “lo mismo” una y otra vez (lo que veía, tal como lo veía) para comprender lo que aleja al artista comprometido con la imagen, del programa del surrealismo.

Pero tampoco el psicoanálisis dijo nunca que el inconsciente liberado fuera a ser una panacea.

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Lo visible pintado

22 sábado Mar 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Cézanne, Deleuze, Kandinsky, Proust, Zen

Es un dicho conocido que el arquero zen, si quiere dar en el blanco, apunta hacia otro lado. Al pintor que representa el paisaje en la tela, le ocurre algo parecido y si da muestras de interesarse por él, en realidad se fija en lo que no se ve. Lo visible pintado, de este modo, no se identifica con la mirada, aunque por ella se engañe el espectador.

Cézanne lo llamaba a eso, su pequeña sensación. Y la viene a describir como la certidumbre de una presencia invisible que puede captar sólo en ciertas ocasiones. No porque los sentidos mientan haciéndole creer al ojo algo distinto de lo que realmente encuentra frente a él, que no es el caso, sino porque lo visto a través suyo, no difiere de lo ya sabido.  

En sus clases acerca de la pintura, que podemos leer en castellano gracias a la edición de Cactus publicada en Buenos Aires, a eso ya sabido, Deleuze lo llama cliché. Y es condición sine qua non, para que el pintor pinte el cuadro, que antes lo destruya y provoque su catástrofe.

Yo identifico ese cliché con las ideas preconcebidas que el artista lleva en la cabeza, o entre sus bártulos, poco antes de empezar a trabajar, lo que traslada de ella voluntariamente a sus pinceles: la búsqueda del motivo y la organización previa del tema que acaso el día antes empezó a desarrollar, el lastre impropio de lo aprendido tras el acierto del último trabajo, del que debe despojarse, urgiéndole a empobrecerse. Pues ese saber convierte la mirada mediada en una falsa inmediatez.    

A Cézanne se le multiplicaban los motivos, los temas, sumido en la pesadumbre de ver cómo lo logrado por el esfuerzo de arrancarle la verdad al paisaje, se derrumbaba ante sus ojos en el momento más inesperado.

Las ocasiones en que la visión se vuelve privilegiada son pocas. Pero se dan en todos los campos de la creación. Así en el arte como en la literatura; al ver Cézanne a unos jugadores de cartas o a unas bañistas en un estanque, o cuando inesperadamente, en un cuadro apoyado en la pared, Kandinsky no es capaz de identificarlo como suyo. Los campanarios de Martinville vistos desde el pescante del coche del Dr. Percepied, producen un efecto análogo en la imaginación de Marcel Proust.

Liberada de la voluntad, la conciencia se expande y se contrae igual que pasa con la resaca (hablo del mar). Y lo que vemos a su través se sustrae al efecto de la causalidad dominante.

Una impresión, es para un artista lo que un experimento para un científico, con la diferencia de que en el caso del científico, la inteligencia precede al acontecimiento y en el caso del escritor la inteligencia lo sigue. Esta diferencia que reconoce Proust en su obra, resulta fundamental.

Lo que perdura en el arte y se podría extender también a la filosofía, es el particular punto de vista.  De ahí que no se hable del estilo de Mendel o de Albert Einstein. 

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Sin duda estaba loco

02 sábado Mar 2013

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Gauguin, Hamsun, Heidegger, Meyer Schapiro, Van Gogh

En El origen de la obra de arte, Martín Heidegger sostiene que la esencia del arte debe inferirse de la obra de arte, pero acto seguido afirma que lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia del arte. El filósofo es consciente de que su afirmación nos conduce a un círculo vicioso. Pues no se entiende de qué modo a partir de una obra particular podría inferirse una esencia general, igual que parece necesario saber qué sea el arte para poder reconocerlo en las obras particulares. Para romper este círculo Heidegger se propone analizar una obra de Van Gogh en la que aparecen pintados un par de zapatos. Se trata en definitiva de aplicar el principio fenomenológico que nos recomienda volver a las cosas mismas. Ahora bien: ninguna obra particular puede expresar todo lo que el arte sea; ninguna definición del arte es suficiente como para acoger o excluir los objetos de su dominio. Toda obra artística es sui generis.

Arte es (a falta de cualquier definición mejor) lo que hacen los artistas, lo que se puede ver en las exposiciones, en los museos, en el teatro, en el cine, en la sala de conciertos, circunstancialmente en la calle. Del mismo modo que la Ciencia es lo que hacen los científicos, esas personas que se reconocen entre sí por sus prácticas, porque dominan la jerga, porque utilizan los mismos métodos. Y lo mismo se podría decir de la filosofía, pues sólo hace falta haber ojeado unos cuantos libros para saber que un libro de filosofía no se confunde con una novela.

Se es filósofo o artista porque uno entra en el juego, porque reconoce el lenguaje en el que se expresan ciertas ideas y conceptos, porque uno piensa a través de ellos, porque se siente acuciado por cierto tipo de problemas, de materiales… Luego está la cuestión de los límites que tiene que ver con la rivalidad de las camarillas, el público, la época, la historia, algo en cierto modo ajeno a la actividad estricta.

En un artículo que escribió Meyer Schapiro sobre la interpretación que hizo Heidegger de ese cuadro de Van Gogh en el que el artista había pintado un par de zapatos viejos, afirmaba el crítico que en el análisis que hizo Heidegger, el filósofo habla de su experiencia estética a partir de su propia concepción social, con su duro patetismo de lo primordial y terrenal (…) ignorando lo personal y fisonómico de los zapatos, de manera que el resultado final del trabajo es fruto de una imaginación que no hace sino proyectarse sobre el cuadro. ¡Cuando lo que se proponía Heidegger era una aproximación a la cosa misma movido por la esperanza de que ésta le revelara la naturaleza del arte, porque lo que sea el arte debe inferirse de la obra; un trabajo en el que la mirada del filósofo debería haberse volcado sobre el cuadro sin ninguna concepción filosófica previa, ciñéndose a los datos visibles con la mayor fidelidad!

En ese mismo texto, Schapiro escribe que una aproximación más ajustada a la obra de Van Gogh que la de Heidegger, puede hallarse en la descripción que Knut Hamsun hace de sus propios zapatos en un pasaje de la novela Hambre. Lo que el crítico da a entender, contraponiendo una descripción ya dada, al método del filósofo, es que los zapatos pintados por Van Gogh no son tanto los zapatos de una campesina que ha caminado a través de los surcos, siempre uniformes del campo que se extiende a lo lejos y que están barridos por un crudo viento, como acaba sosteniendo Heidegger tras su análisis, como los zapatos del propio artista acostumbrado a recorrer las calles de la ciudad.

Como si nunca hubiera visto mis zapatos, escribe el protagonista de la novela de Hamsun, me puse a estudiar su aspecto, su mímica cuando movía el pie, su forma y sus cañas usadas y descubría que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresión, les comunicaban una fisonomía. Algo de mi ser había pasado a mis zapatos y me hacían el efecto de un hálito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de mí mismo que respiraba…

Meyer Schapiro deja claro que no cree que exista un punto de vista privilegiado que permita hacer tabla rasa de todos los prejuicios y presupuestos que acompañan al momento en que el arte descubrirá qué sean en verdad los zapatos que se hallan representados en esa pequeña pintura. De modo que el resultado del anhelo de Heidegger no puede ser sino un espejismo.

Para justificar su punto de vista, Schapiro añade que la situación de Van Gogh en el momento de pintar esa naturaleza muerta, se parecía mucho a la que atravesaba el narrador de la novela de Hamsun cuando vagabundeaba por la ciudad de Cristianía. Siendo el caso que la pintura de Van Gogh había sido realizada en París y en la misma época (1886-1887) había pintado hasta ocho pares de zapatos de los que sólo tres muestran la oscuridad de su interior gastado que le habla de modo tan claro al filósofo; detalle que, sin embargo, no permite identificarlos.

Con todo, yo me pregunto hasta qué punto puede ser relevante a quién pertenecieron esos zapatos, y no deja de resultarme extraño que Schapiro se muestre tan empecinado en rebajar el valor de los análisis de Heidegger aportando pruebas documentales que demuestran que lo que éste ha tomado por el ser útil de los zapatos de una campesina en su juego recíproco con la tierra, son en realidad unos zapatos viejos que sirvieron en su momento al propio pintor cuando marchó desde Holanda a Bélgica para predicar entre los mineros. Importa en mi opinión que Van Gogh llegara a “verlos”. Y es en eso en lo que creo que consiste su verdad. Ya que sólo su mirada y sus manos de pintor fueron las que les hicieron caminar, sufrir, envejecer.

Por lo demás no creo que Van Gogh haya realizado en esta obra pintura del yo, como insinúa Schapiro después de leer la descripción que hace de ella Hamsun. El narrador de Hambre describe los zapatos que lleva puestos como si estos fueran una extensión de su cuerpo, pero el lugar donde se encuentran los zapatos que Van Gogh pinta, fueran o no los suyos, no resulta identificable.

Pero si no conviene insistir sobre la propiedad y la procedencia de esos viejos zapatos, no habría que olvidar que Van Gogh sintió siempre un fuerte impulso que lo llevó a ejercer de predicador y que esta primera vocación no lo abandonaría nunca.

De manera espontánea Van Gogh vivía volcado hacia los otros, antes que hacia su propio interior. Los otros más necesitados, los proscritos, los moribundos, los ignorados preferentemente. Durante su arrebatada existencia luchó por singularizar los objetos que substraía a la naturaleza evitando que esta los disolviera en un anonimato que les negaba el ser. No se trata pues de introspección ni de autoconocimiento. Vincent Van Gogh fue un hombre de acción, un pintor piadoso, obsesionado por la idea de crear la vida.

En las cartas a su amigo Bernard, el loco del pelo rojo (como lo popularizó el cine) le habla de Cristo a quien considera el verdadero artista. Ese Cristo es el artista más grande entre todos los artistas, despreciando el mármol y la arcilla, el color, (…) trabaja con espíritu y carne vivos, hace hombres en lugar de estatuas.

Existe un texto de Gauguin que se encuentra en los Escritos de un salvaje, que Seix Barral publicó en 1974 (Schapiro lo recoge en su artículo aunque sólo se refiere a él para decir que se trata de una historia conmovedora) que vale la pena leer desde esta perspectiva: En la mina sombría, negra, un día, el amarillo del cromo lo inundó todo, fulgor terrible del fuego grisú, dinamita del rico que no falta. Unos hombres que en aquel momento ascendían fueron engullidos por el carbón y aquel día dijeron adiós a la vida, adiós a los hombres, sin una blasfemia. Uno de ellos terriblemente mutilado con el rostro quemado fue recogido por Vincent. “Y sin embargo, decía el médico de la compañía, es un hombre acabado, a menos que se produzca un milagro o que disponga de unos cuidados maternales muy costosos. Es una locura ocuparse de él”. Vincent creía en los milagros, en la maternidad. El loco (decididamente estaba loco) veló durante cuarenta días al moribundo; impidió sin descanso que el aire penetrara en las heridas y pagó las medicinas. Y habló como sacerdote consolador (decididamente estaba loco). La obra loca hizo revivir a un muerto.

Propongo que el sentido de los zapatos sobre los que discuten Heidegger y Schapiro, sin ponerse de acuerdo, tiene mucho que ver con lo que se cuenta en esta historia; pienso que Vincent Van Gogh, que no se trató nunca muy bien a sí mismo y no dudó en dudar de sus capacidades Por qué seré tan poco artista que siempre lamento que los cuadros no vivan, llegó a alcanzar su demencial objetivo. Esos zapatos “vivos” son la prueba. Ahí siguen, después de haber aguantado valientemente la fatiga del viaje, en el museo de Amsterdam, muchos años después de que el destino natural los llevara a desaparecer un día en la basura. Sin duda estaba loco.

http://www.vangoghmuseum.nl/vgm/index.jsp?page=1576&lang=en

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