CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Cézanne

Lo visible pintado

22 sábado Mar 2014

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Literatura, Pintura

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Cézanne, Deleuze, Kandinsky, Proust, Zen

Es un dicho conocido que el arquero zen, si quiere dar en el blanco, apunta hacia otro lado. Al pintor que representa el paisaje en la tela, le ocurre algo parecido y si da muestras de interesarse por él, en realidad se fija en lo que no se ve. Lo visible pintado, de este modo, no se identifica con la mirada, aunque por ella se engañe el espectador.

Cézanne lo llamaba a eso, su pequeña sensación. Y la viene a describir como la certidumbre de una presencia invisible que puede captar sólo en ciertas ocasiones. No porque los sentidos mientan haciéndole creer al ojo algo distinto de lo que realmente encuentra frente a él, que no es el caso, sino porque lo visto a través suyo, no difiere de lo ya sabido.  

En sus clases acerca de la pintura, que podemos leer en castellano gracias a la edición de Cactus publicada en Buenos Aires, a eso ya sabido, Deleuze lo llama cliché. Y es condición sine qua non, para que el pintor pinte el cuadro, que antes lo destruya y provoque su catástrofe.

Yo identifico ese cliché con las ideas preconcebidas que el artista lleva en la cabeza, o entre sus bártulos, poco antes de empezar a trabajar, lo que traslada de ella voluntariamente a sus pinceles: la búsqueda del motivo y la organización previa del tema que acaso el día antes empezó a desarrollar, el lastre impropio de lo aprendido tras el acierto del último trabajo, del que debe despojarse, urgiéndole a empobrecerse. Pues ese saber convierte la mirada mediada en una falsa inmediatez.    

A Cézanne se le multiplicaban los motivos, los temas, sumido en la pesadumbre de ver cómo lo logrado por el esfuerzo de arrancarle la verdad al paisaje, se derrumbaba ante sus ojos en el momento más inesperado.

Las ocasiones en que la visión se vuelve privilegiada son pocas. Pero se dan en todos los campos de la creación. Así en el arte como en la literatura; al ver Cézanne a unos jugadores de cartas o a unas bañistas en un estanque, o cuando inesperadamente, en un cuadro apoyado en la pared, Kandinsky no es capaz de identificarlo como suyo. Los campanarios de Martinville vistos desde el pescante del coche del Dr. Percepied, producen un efecto análogo en la imaginación de Marcel Proust.

Liberada de la voluntad, la conciencia se expande y se contrae igual que pasa con la resaca (hablo del mar). Y lo que vemos a su través se sustrae al efecto de la causalidad dominante.

Una impresión, es para un artista lo que un experimento para un científico, con la diferencia de que en el caso del científico, la inteligencia precede al acontecimiento y en el caso del escritor la inteligencia lo sigue. Esta diferencia que reconoce Proust en su obra, resulta fundamental.

Lo que perdura en el arte y se podría extender también a la filosofía, es el particular punto de vista.  De ahí que no se hable del estilo de Mendel o de Albert Einstein. 

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Pensar con chaleco rojo

01 sábado Sep 2012

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Adorno, Cézanne, Descartes, Husserl, Platón

Decía Adorno en 1970, al inicio de su Teoría estética, que ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente. Y yo creo que hay pocas afirmaciones que tengan que ver con el arte que puedan considerarse más acertadas. Pero, en lo que concierne a evidencias, algo parecido se podría decir de las relaciones que a lo largo de la historia han ido manteniendo la filosofía y la pintura: no es evidente que los filósofos hayan entendido siempre el sentido específico de las artes plásticas.

Desde Platón, que repudió al artista, confundiéndolo con un vulgar artesano, por no estar a la altura de sus exigencias metafísicas, hasta llegar a Hegel, quien hace ya dos siglos anunció la muerte del arte, no creo que hayan existido actitudes vitales más difíciles de conciliar. Y sólo a principios del siglo pasado, con la aparición de la fenomenología, me parece que haya salvado el filósofo esa incomprensión, al embarcarse éste con el artista en lo que podría considerarse un proyecto común.

En un principio, la fenomenología, resultado de las investigaciones de Edmund Husserl, surge sobre todo como respuesta crítica al positivismo que comprende la naturaleza como un orden que se ha de someter al método experimental de la física. Al igual que en Descartes, el punto de partida de este enfoque es la suspensión, la puesta entre paréntesis, de todos los conocimientos previos, a fin de hallar alguna cosa que se presente como cierta y evidente. Pero contrariamente al padre del racionalismo moderno, Husserl no parece dispuesto a sacrificar la experiencia. Éste no cree que Descartes haya sido consecuente con su propio método al aceptar sin vacilaciones un modelo de racionalidad científica inspirado en la geometría. Lo que tras la puesta entre paréntesis del mundo se le presenta a Husserl es una evidencia distinta, no la abstracta y vacía del pienso luego existo, sino la certidumbre de la cosa misma, la carne, como presencia en su mente.

A las cosas mismas, había sido el conocido lema de Husserl. Pero la forma en que éstas se muestran y se hacen presentes, no es por mediación de un ser trascendente (dios), sino de manera inmediata en la propia conciencia. Y es en este sentido en el que la explicación que da Husserl de la fenomenología como ciencia descriptiva, se aproxima a la pintura. Lo que se describe en ella es lo que en la conciencia se da tal y como se da en su pureza, sin que pueda confundirse lo dado con lo que sería una máscara, algo que esconde u oculta otra cosa. Lo que la fenomenología pretende es ser descripción esencial de lo que se aparece ante los ojos. Es esta la primera vez en la historia de la filosofía en que lo que se quiere y se busca es meramente ver.

Husserl mismo nunca consideró que elaborara otra cosa que una ciencia, acaso imposible, de la visión. Ni su pretensión fue más allá de alcanzar un puro ver sin obstáculos. Su mayor deseo no fue otro que liberar al pensamiento, tanto de la interpretación científico-naturalista de la realidad, como de la creencia ingenua en el mundo tal y como éste es interpretado en la actitud natural que lo convierte en mero útil al adaptarlo a nuestros intereses más inmediatos.

¿Pero cómo interpreta un pintor aquello que se aparece tal y como se aparece? Hay una obra de Cézanne muy elocuente a este respecto. Se trata del muchacho del chaleco rojo pintada entre 1890 y 1894. En ella se muestra, en primer lugar, un joven junto a un escritorio en actitud reflexiva: posiblemente un momento de indecisión o de duda le mantiene profundamente abatido. La inclinación del cuerpo en diagonal sobre el cuadro acentúa la gravedad de la situación. Pero el efecto queda compensado por la posición del brazo izquierdo que apoyado en el escritorio permite, a su vez, que el muchacho repose la cabeza en el interior de su mano abierta y echada hacia atrás.

La intención máxima la consigue Cézanne, por la manera en que ha decidido resolver el brazo derecho. De proporciones desmesuradas la extremidad tira hacia abajo como buscando el centro de gravedad y manifestando el cansancio terrible a que están sometidos el hombro y el codo. Doblado casi en ángulo recto, sobre las piernas del muchacho cubiertas por una manta, concluye en la mano semicerrada que sugiere la dificultad del muchacho para tomar una determinación. Finalmente, sobre el escritorio, y ante los ojos, se nos aparece la carta que ha debido sumirlo en tal estado.

¿Qué es, en definitiva, lo que nos muestra Cézanne? No una mente preocupada, sino un cuerpo todo él partícipe del pesar. No se trata de una representación alegórica, realista o psicológica de este muchacho. Lo que se manifiesta en el cuadro es el abatimiento del cuerpo mismo y del pensamiento que forman una unidad indivisible. En la pintura de Cézanne el cuerpo entero del muchacho se halla implicado en la meditación. La extremada largura del brazo señala las proporciones justas de un brazo que tiene dificultades para pensar. Lo que nos muestra Cézanne es la indisoluble unidad de forma y contenido, del espíritu y la carne. Un brazo que se halla en esa situación no tiene la misma longitud que un brazo que descansa u otro que ríe. Como un dibujo de Rembrandt pintado con los colores del Greco no sería nunca un dibujo de Rembrandt sino algo extraño e irreconocible.

La duda, la indecisión, el cansancio del muchacho, no son meros conceptos; no son, como diría Cézanne, literatura representada en colores, sino una realidad cuya encarnación se hace posible por la mediación del pintor cuando éste supera el prejuicio de las tradiciones y se ocupa únicamente de ver. Tal el objetivo de la pintura. En mi opinión una experiencia semejante de la visión, nada cartesiana, acaso nos dé una idea de lo que Cézanne quiso expresar tantas veces con la palabra certidumbre.

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De dudas y certezas

14 sábado Jul 2012

Posted by Felix Pelegrín in Arte, Filosofía, Pintura

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Cézanne, Descartes, Emile Bernard

Recuerdo haber leído que en cierta ocasión, Paul Cézanne, respondiendo a un cuestionario conocido con el nombre de Mis confidencias, afirmó que su máxima ambición era obtener la certidumbre. Con probabilidad, de haber sido un filósofo, su expresión me habría resultado obvia ya que son muchos los que han compartido esta aspiración. Siendo, en cambio, un pintor, la respuesta no dejó de sorprenderme. Dedicar toda una vida al arte por el afán de procurarse un estado de claridad mental (entiendo que es esto lo que la certidumbre procura) me parece una reducción incomprensible de la actividad pictórica. De ahí que me plantee ahora si no atribuí entonces al pintor un uso demasiado restrictivo del término.

En una conversación mantenida en 1904 con Emile Bernard, éste le dijo: Usted ha querido volver a empezar el arte como Descartes había vuelto a empezar la filosofía. Ha hecho tabla rasa de todo lo realizado antes de usted. ¿Pero era justa la comparación? Por toda respuesta Cézanne admitió únicamente que, en efecto, él era el precursor de un arte nuevo. No era aquella la primera vez que alguien establecía un paralelismo entre la tarea desarrollada por el padre del racionalismo moderno y la suya propia. Pero creo que las diferencias vitales de una y otra personalidad impiden aceptar sin más esta analogía. La imagen que cubrió en su vejez a la figura de Cézanne, atormentado por el ansia de reflejar la riqueza de tonos que la naturaleza le ofrecía ante los ojos, poco o nada tiene que ver con la afección metódica y la cautela que acompañó en su vida a las dudas cartesianas.

Fue antes de que mediara el siglo XVII, cuando René Descartes, formado en la tradición escolástica, reconocía, en efecto, no haber acumulado en sus años de estudiante, otra cosa que unos conocimientos tan hueros y vacíos que, a la postre, habían acabado sumiéndolo en un mar de dudas y errores. En su cabeza, la filosofía heredada de sus maestros, hacía que sus pies, que bien podían convertirse en los de un gigante, se tornasen como de barro y resbalaran en un suelo poco firme. En consecuencia, Descartes se vio llevado a tomar una decisión: liquidar el pasado, haciendo tabla rasa de una tradición que no consistía para él más que un cúmulo de prejuicios. A partir de ahí, lo que Descartes iba a plantearse era algo tan decisivo como arriesgado: adquirir una visión propia de la realidad y del conocimiento que se le presentara como certeza.

En la historia de la filosofía, su aventura intelectual supuso, por encima de todo, el descubrimiento de la subjetividad, un hallazgo decisivo que habría de permitirle superar todas las dudas metafísicas. Pero tal descubrimiento tuvo un precio y éste fue demasiado alto: la matematización rabiosa de lo real a costa de toda sensualidad. ¿No sería extraño entonces que dos siglos y medio más tarde la certeza sin sombras, vitoreada por Descartes, pudiera complacer a Cézanne, un hombre comprometido por encima de todo con la sensación?

Sugiero que se piense en la precavida cautela de Descartes (que le llevó a no publicar su Tratado del mundo con el consiguiente extravío del mismo) al recibir la noticia de la condena de Galileo por la tesis de que la tierra se movía (tesis que el propio Descartes sostenía en su obra) o en su confortable moral provisional mientras iba elaborando las reglas básicas de su método. Y se compare con el desasosiego existencial que invadió al pintor toda su vida.

Se sabe que en sus últimos años, Cézanne estuvo obsesionado por la representación de unos cuantos temas, siempre los mismos, como es el caso de la montaña de Sainte Victoire (de la que existen más de treinta óleos y casi otras tantas acuarelas) así como por la pintura de bañistas, tema del que se conocen casi ciento cuarenta trabajos entre dibujos, acuarelas y óleos, sin que en ningún momento llegara a sentirse plenamente satisfecho de los logros alcanzados. Unas semanas antes de morir, mientras seguía ocupado en estas obras todavía, escribió a su hijo lo siguiente: Aquí, a orillas del río se multiplican los motivos; el mismo motivo visto desde otro ángulo, ofrece un estudio de gran interés y de tal variedad que me parece que me podría ocupar con él durante meses sin cambiar de sitio, simplemente girándome un poco a la derecha o a la izquierda. Este fragmento de una carta sumamente reveladora, acaba por completar al que le antecede: Quiero decirte finalmente que, como pintor, me siento iluminado por la naturaleza, pero me cuesta muchísimo realizar estas sensaciones. No puedo alcanzar en el lienzo la intensidad que se brinda a mis sentidos. No poseo la maravillosa paleta de colores que tiene la Naturaleza.

¿Cuál fue la experiencia fundamental de Descartes? Cogito ergo sum, Pienso luego existo. Pero la certidumbre acabó por exigirle el repudio de su propio cuerpo, debido a la identificación del yo con el puro pensamiento. Qué distinta resulta de la de Cézanne. Mientras que en el filósofo la comprensión de sí mismo como sustancia pensante hace que éste se libere de un golpe del sentimiento de reclusión al que las limitaciones del cuerpo tienen sometido a su espíritu, en el pintor se produce un efecto inverso: La tenaz insistencia de Cézanne en arrebatarle al mundo toda la sustancia pictórica pone de manifiesto, de manera cada vez más acentuada, los límites de su humanidad. Su experiencia se vuelve arrebatadora a medida que la finitud se va adentrando en la obra a través de la propia expresión. Luego, la aventura de Cézanne, eso sí, habría de ser determinante en el desarrollo posterior de la pintura.

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