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Todavía a principios del siglo pasado, Antonio Azorín podía sostener esta idea: No existe ningún hombre que observado de cerca no tenga su originalidad.

Como si quisiera negarlo, Giorgio Morandi dejó de pintar, en su misma época, personas humanas. ¿Quizás porque le interpelaban con demasiada insistencia? En sus cuadros hay espacio solo para objetos pequeños: frascos, botellas, jarrones, una aceitera usada, una tetera, una caja sin etiqueta alguna que permita identificar su uso.

Ya desde sus inicios, Morandi había decidido sustituir el rostro por ciegos ojos de maniquí. De haber conocido la frase de Azorín, supongo que la habría corregido, limitando su posible verdad al mundo estricto de las cosas. De forma que bajo ciertas condiciones de modulación pictórica y de composición de objetos, unos junto a otros, tocándose unos con otros, cubriéndose unos a otros, mostraran su originalidad: que eran distintos y únicos, capaces de convocar por ellos mismos el misterio.

El efecto paradójico que producen sus pinturas es que estos cuerpos inanimados, pintados con colores muy terciarios (abundan los ocres cremosos, rosas, blancos y azules elaborados) por lo general mates o de aspecto nacarado, parece que se iluminen y respiren como seres vivos en esas pequeñas telas que no suelen superar unos cuantos centímetros.

Al referirse a la pintura metafísica de Morandi, los críticos limitan su producción a los cuadros pintados entre 1918 y 1919 bajo presupuestos que en aquella época compartió con Giorgio de Chirico y Carrà. Después, vienen a decir, Morandi se convirtió en un pintor de bodegones que, empeñado en el realismo, combinaba su poética de estudio con la visión breve del paisaje. Un paisaje que se desplazaba en apariencia hacia la abstracción. Yo, en cambio, cada día más admirado por su obra, considero que pintura metafísica fue lo que Morandi estuvo haciendo toda su vida, siendo su mayor expresión ese espesor del objeto que roza el hermetismo hasta parecer que lo trasciende.

Como en la poesía de Ungaretti.

Cada color se expande y se recuesta
Entre otros colores
Para estar más solo si lo miras.

La imagen enfrascada en ella misma se condensa transfigurando la realidad. Todo misterio radica así en la ausencia de misterio. Que ello sea posible constituye en mi opinión el enigma de su obra.

En su pintura posterior a ese período comentado, Morandi sigue siendo un metafísico. Ha descubierto que no es necesario recurrir al artificio de bañar en luz difusa los objetos, pues cuando estos son vistos adecuadamente revelan su singularidad con luz propia. Lejos de todo fluir que los empuje hacia la disolución, su mirada los protege, los rescata del polvo del olvido, les concede el calor que el siglo querría negarles.

La metafísica no es un más allá que constituya un falso destino. De ese malentendido es responsable, en parte, Platón. Se halla en el ojo del pintor, en la disposición del ánimo que nos devuelve a un mundo habitable.

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