CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Céline

Comediante y mártir

27 sábado Oct 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Bernard-Henri Lévy, Céline, Jean Genet, Nietzsche, Roland Barthes, Sartre, Simone de Beauvoir

Nos recuerda Eduardo Grüner en la presentación de San Genet, comediante y mártir (estudio biográfico sobre la obra de Jean Genet que realizó Sartre) que ya en la década de los sesenta del siglo pasado, en los años en que estaba consolidándose la fiebre estructuralista en Francia, Roland Barthes se atrevió a vaticinar que cuando hiciera falta de nuevo una ética, volveríamos a Sartre. Las palabras de Barthes daban a entender que muerto el perro, podía ser que no se acabara la rabia. Sartre era el perro y ello obligaba a conceder algún crédito a la teoría del eterno retorno.

Sartre había repetido en diferentes ocasiones que valía más ser inmortal antes de la muerte porque no había seguridad de llegar a serlo después. Había descubierto que la vida se juega en cada momento y que ese momento es ciego mientras no se cierra el círculo. Como sucede con el tiempo circular que concibió Nietzsche, el origen se encuentra en el futuro. Es éste el que ilumina cada uno de los momentos pasados. Así Sartre podía ser que fuera más nietzscheano de lo que siempre había dado a entender y llevara toda la vida preparando su vuelta. Luego lo que decía Barthes podía ser algo más que una broma.

Pero nadie quería imaginar al perro resucitado. Es un signo de los tiempos, que empezaba ya a reconocerse, el que la moda acabe volviendo y Sartre había acaparado no sólo la pasarela sino también la mayoría de los aparadores. La estrategia no podía ser otra que, una vez que llegara el momento, nadie absolutamente se acordara de él. Y para ello había que empezar pronto, mientras estuviera vivo, confrontándolo con su diferencia.

Como a Sócrates, a Sartre le acusaron de corromper a la juventud. ¿Existe una línea que vaya más allá de la fealdad que comparten ambos filósofos, que los conecte? ¿Acaso el idealismo que Sartre reconoció en Las palabras del que tardó treinta años en liberarse y del que puede que en verdad no se liberara nunca? ¿Extrañan estos paralelismos? ¿Sería absurdo pensar que llegado el caso Sartre habría estado dispuesto a tomar la cicuta? ¿Cómo interpretar las siguientes palabras tomadas de su autobiografía que presentan la imagen del que sería el futuro escritor, reducido a sesenta kilos de papel, dieciocho mil páginas de texto en veinticinco tomos? Me toman, me abren, me extienden en la mesa, me alisan con la palma de la mano y a veces me hacen crujir.

No en vano, el libro citado sobre Jean Genet, con quien Sartre tenía una extraña afinidad, incluye en el título, más allá de la ironía que expresa, la palabra mártir. Existen análisis en esta obra monumental que describe una personalidad en construcción, que recuerdan demasiado a los que aparecen en su ensayo de autobiografía  Las palabras.

Sin que pudiera comprender tanta inquina como dirigieron contra él, Bernard-Henry Levy, en su espléndido estudio Sartre y su tiempo publicado en Francia con la llegada del nuevo milenio, se preguntaba: ¿Cuántos escritores franceses de la segunda mitad del siglo XX  han tenido, en vida, sus obras en el Índice del Santo Oficio, so pena de excomunión para sus lectores, mientras los curas maldecían su nombre desde los púlpitos? Pues no había suficiente con que pudiera contestarse que los libros de Sartre despedían un inmundo olor a letrina, como publicaba Le Monde (efectivamente no son pocas las veces en que huele mal, el título La náusea, sin ir más lejos, no es agradable) o que representaban el triunfo de la desidia y la mugre. O que él era al fin y al cabo un pobre tipo que presumía de que pudieran reconocerlo por las manos sucias que indicaban que se había pasado las horas escribiendo (la tinta de la estilográfica debía chorrear cuando escribía sin parar hasta que la muñeca se le acababa quebrando) como si fuera un trabajador manual.

¿Faltan o sobran datos? Nadie puede creer en estas razones. Ni siquiera porque se equivocó al no querer juzgar los crímenes del Estalinismo mientras denigraba a Soljenitsin, o porque se negó a aceptar el Premio Nobel ofendiendo a un mismo tiempo a la Academia sueca y a los franceses, que quedaban puestos en evidencia por un orgulloso desagradecido.

Como señala desconcertado Bernard-Henri Levy, se pusieron bombas dos veces en su piso, le atacaron en nombre de Dios y de la ciencia, de la moral y la decencia, de la juventud y la vejez, de la extrema derecha, de la extrema izquierda, del comunismo y del anticomunismo. Céline, a quien Sartre tenía en la mayor consideración como escritor (puede que Céline sea el único que quede de nosotros, le comentó Sartre una vez a Simone de Beauvoir) le llamó condenado desecho podrido. Claro que Sartre había escrito de él que se había vendido a los nazis por dinero. Por lo demás, La náusea se abre con una cita suya que se mantuvo cuando ambos habían dejado de tenerse en cuenta.

Todo ello no basta. Aunque Sartre mismo en Las palabras (libro que sorprendentemente dejó interrumpido cuando el pequeño Jean Paul alcanza la edad de doce años) reconociera que a partir de un momento se volvió traidor y que ya no dejó nunca de serlo. Por mucho que me meta en lo que hago, que me entregue sin reservas al trabajo, a la ira, a la amistad, sé que en cualquier instante renegaré de ello, lo quiero así y me traiciono, ya en plena pasión, por el alegre presentimiento de mi futura traición. Tal era su temor a petrificarse, su angustia a quedar fijado para siempre bajo una categoría psicológica, política o sociológica.

No obstante y volviendo a la cita del principio, yo creo que ese tiempo a que hacía referencia Roland Barthes, después de que la bestia del neoliberalismo representada por el mercado haya campado durante los últimos veinte años a sus anchas por el paisaje europeo expoliándolo, ha llegado. Sin embargo el propio Sartre había dicho más de una vez que lo que confería valor a los libros, eran las circunstancias que habían inspirado su nacimiento. Sartre escribió siempre pensando en las urgencias que le imponía el presente, asumiendo el desgaste que implica la fricción constante con los hechos. No otra cosa es la existencia entendida desde sus posiciones filosóficas: un hallarse arrojado en mitad de la vida con la responsabilidad, quiéralo o no la persona, de tener que elegir. Éste es el sentido del aislamiento, del desamparo que transmiten y respiran todos sus personajes.

Sólo por una apuesta que expresa la libertad radical que lo separa del resto (son los otros los que desde la práctica que acompaña a su mala fe, quieren cosificarlo encerrándolo en un espacio y tiempo irreales) puede el hombre reconocer a sus semejantes. Sus libros son máquinas pensadas en primer lugar para el combate (hay que cambiar la mirada que serializa) y no tanto para contribuir al goce estético. Lo real no es bello para Sartre, lo dijo en Lo imaginario y La náusea es su ejemplo vivo. Sin embargo durante la lectura de la novela se descubren perlas en la basura. No es algo distinto lo que significa para él la noción escritura comprometida.

Se aborde desde el ámbito en que se aborde: filosofía, novela, teatro, o biografía (géneros en los que Sartre se desenvolvió y llegó a escribir obras con igual soltura) la sustancia de los libros, que él equipara a la de la realidad, está trenzada con palabras. Y ser consciente del poder que estas palabras ejercen es lo que los convierte en armas aptas para la lucha. Pues cada palabra pronunciada, escrita, leída, dejada caer y captada por la conciencia, al liberarlas esta de su espesor, contribuye a desvelar el mundo. Y desvelarlo (Sartre insiste en precisar su concepto de acción) supone ya cambiarlo. Cuando uno vive, dice Roquentin el protagonista de La náusea, su alter ego, no sucede nada, los decorados cambian, la gente entra y sale, eso es todo (…) pero al contar la vida todo cambia. Sólo que es un cambio que nadie nota.

Bernard-Henri Lévy lo ve claro: su concepto de compromiso no es un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, es un concepto filosófico que designa los poderes metafísicos del lenguaje. ¿No podría ser sencillamente que la indiferencia con que a partir de un momento se pretendió sepultar su obra y que aún hoy, treinta y dos años después de su muerte, dura, tenga algo que ver con que Sartre, que sabía lo que hacía y a qué se exponía, aunque no por ello fuera a detenerse, decidió meter su dedo sucio y libre en la llaga donde a todos dolía?

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A propósito de la caza mayor

28 sábado Abr 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline, David Sandison, Freud, Hemingway, Joyce, Nietzsche

No hace mucho, yendo de librerías, pude comprobar que había empezado a reeditarse de forma más o menos abundante la obra de Ernest Hemingway, un autor que fue una referencia para los que éramos jóvenes a principio de los setenta cuando todavía estaba vivo el dictador y los toros no sufrían persecución y en las familias acomodadas había siempre alguien que disfrutaba de licencia de caza.

Desde posiciones ideológicas muy diferentes, el encaje de Hemingway en el panorama literario español de entonces requirió cierta cintura y no menos pragmatismo para adecuarse a las circunstancias. Había participado en la guerra civil como corresponsal del North American Newspaper Alliance con un claro compromiso en favor del lado republicano, pero las leyes de la naturaleza siempre implacables o acaso la propia conciencia del escritor comprometido principalmente con la literatura harían que pagara por esas faltas.

A Ernest Hemingway le fascinó siempre España y en particular los toros y todo aquello que tenía que ver con la fiesta que Franco se había encargado de exportar como el símbolo más propio del país. Su relación con el régimen por fuerza tuvo que ser ambigua. Él mismo, cuando se enteró de la victoria final de las tropas fascistas, escribió: Los muertos dormirán con frío esta noche en España y dormirán con frío todo el invierno mientras la tierra duerme con ellos. Los muertos no necesitan levantarse. Ahora forman parte de la tierra y la tierra no puede conquistarse nunca… Sobrevivirá a todas las formas de tiranía. Pero no tendría escrúpulos en celebrar su sesenta aniversario en la España del desarrollismo de Franco, rodeado de bailarines flamencos y fuegos artificiales donde, totalmente borracho, como lo refiere David Sandison en su biografía, se atrevió a disparar con una escopeta de feria a unos cigarrillos encendidos que el torero Antonio Ordóñez sujetaba con los dientes.

Aplaudido como un autor que saboreó el éxito casi desde el principio, Ernest Hemingway se sintió siempre un fracasado. El Premio Nobel que le había sido concedido siete años antes en 1954, no había hecho más que empeorar las cosas, pero los gestos recios de que se servía para demostrar en un momento dado su repentino acuerdo con la vida, contribuyeron sin duda a que en España se planteara la conveniencia de incluirlo entre los autores de culto.

El 2 de julio de 1961, al amanecer, después de un periodo de grave depresión inducida por el consumo de alcohol que le llevó a admitir que había perdido definitivamente su talento, tras ser sometido durante semanas en la primavera anterior a una terapia a base de electrochoques, Ernest Heminway ajustó sus cuentas con el mundo y con todos aquellos que, como los tiburones que acaban devorando al pez espada en El viejo y el mar, se habían encargado de negarlo hasta convertirlo en menos que cero.

Existe una buena galería de escritores que han acabado hartos de vivir pero no son tantos los que han llevado el hartazgo hasta el límite. Se requiere un carácter violento para quitarse la vida con una escopeta de caza. Yo no dudo que Hemingway lo tenía. De él se cuenta que en cierta ocasión, viendo una corrida de toros, saltó a la plaza con la voluntad de someter con sus propias manos al animal, aunque al final resultara no ser más que una vaquilla. No lo juzgo. Pero resulta revelador subrayar un carácter cuya necesidad de medirse con el peligro implicaba la lucha cuerpo a cuerpo por el reconocimiento de sus cualidades más viriles. De sobras es conocido que el brío que aseguraba que hacía falta para enfrentarse con una bestia salvaje no le asistía en sus relaciones amorosas y estaría por ver si era tan decisivo a la hora de apretar el gatillo contra un león.

A mi me pasa lo que a Joyce cuando decía no entender a aquel hombre que se había presentado ante él como un representante de la literatura americana en París y sólo pensaba en organizar cacerías en África. Incluso aunque la chica, al final de la historia, como sucede en La breve vida feliz de Francis Macomber, se acabe quedando con el cazador experimentado.

En la Genealogía de la moral Nietzsche nos recuerda que los instintos que se reprimen se vuelven contra uno mismo. Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis para confirmar este acierto del filósofo alemán y la historia del cristianismo muestra la puesta en práctica de esa verdad.

Hemingway no fue nunca un intelectual y cuando lo intentó acabó estropeando lo mejor de sí. Su talento fue el de un escritor que acabaría dejándonos novelas y cuentos precisos como maquinarias perfectamente ajustadas llenos de nostalgia de la vida (para él siempre estaba en otra parte) y sabor local que hacen las delicias de aquellos que, como escribió Céline, sentimos que el viaje es por entero imaginario.

Quizás después de todo, lo que ocurrió fue que en un momento de lucidez, cuando el final ya corría a su encuentro de forma inevitable, Hemingway reconoció que la única pieza que había perseguido y querido cazar desde siempre, era esa que lo observaba ahora desde tan cerca, con ojos como perdidos de gran mamífero exhausto.

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Celiniana

22 miércoles Feb 2012

Posted by Felix Pelegrín in Literatura

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Céline

Después de oír las palabras del ministro de economía.

Pienso en Céline en África, perdido en mitad de la selva, durante la primera gran guerra. La claridad y la distinción de su método. Escribo de memoria: Me di cuenta de que avanzaba en la dirección correcta hacia los hombres, olía a mierda.

La primera vez que leí Viaje al fin de la noche lo hice en un ejemplar de la colección Folio de Gallimard que había comprado en la Librería Francesa del Paseo de Gracia en Barcelona, después de haber buscado durante varios días infructuosamente una versión en castellano. Recuerdo que para el tiempo que había de durar su lectura (con seguridad varias semanas) me procuré un diccionario que llevaba siempre conmigo. Sorprendentemente cada vez que buscaba en él una u otra entrada, el diccionario no la incluía. De manera que, a medida que me abría paso entre las densas páginas del Voyage mal leídas, las lagunas de comprensión se multiplicaban tanto que la labor llegó a resultarme sofocante. Cuando llegué a la página 632 que era la última del libro, me sentía tan confuso como fascinado, aunque no pudiera dar cuenta exacta de lo que me había sucedido.

Algún tiempo después paseando una noche por las Ramblas, al acercarme a uno de los quioscos que seguían abiertos, descubrí entre las revistas, sintiendo algo así como un pequeño sobresalto, que la editorial Edhasa acababa de publicar una traducción muy libre en castellano a cargo de Carlos Manzano. Compré el ejemplar sin pensármelo dos veces, aunque no anduviera yo entonces muy bien de recursos y me parecieran muchas las mil cien pesetas que costaba. Al día siguiente me volqué en su lectura, esta vez sin tropiezos, zampándome las páginas con voracidad mientras comprobaba que el libro se me revelaba ahora no sólo como el libro desesperado y violento que ya había captado que era, capaz de convertir sus propios excesos en un gran alegato contra los horrores de la guerra y la maldad humanas, sino que tenía la impresión de que superaba incluso -tal vez porque su autor era médico, me dije- el efecto salutífero de la mejor medicina. Sin rubor pensé que aquel libro brutal y descarnado contenía en sí mismo todo el significado que yo asignaba a la palabra Arte.

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