CUADERNO PARA PERPLEJOS

~ Félix Pelegrín

CUADERNO PARA PERPLEJOS

Archivos de etiqueta: Descartes

Ballenas y Gigantes

07 sábado Jul 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Cervantes, Descartes, Kant, Melville, Schopenhauer, Unamuno

En Tres novelas ejemplares y un Prólogo, Miguel de Unamuno, en el Prólogo, escribió que Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o Macbeth tanto como Shakespeare. De esta forma aparentemente ligera, Unamuno cuestiona que exista una diferencia substantiva entre el autor y sus criaturas, poniendo en solfa los modos en que la realidad misma se muestra. La realidad en la vida de don Quijote, añade, no fueron los molinos, sino los gigantes. Pero este aserto requiere del propio escritor una clarificación: los molinos eran aparienciales, los gigantes nouménicos. Lo oscuro del lenguaje se debe a que los conceptos que utiliza Unamuno para movilizar sus ideas se encuentran en Kant, leído por Schopenhauer, aunque él prefiera no citarlo.

Dicho de otra manera y sin tecnicismos, lo que quiere apuntar con esas palabras es que los molinos eran aparentes y los gigantes reales. Qué sea pues lo real, según Unamuno, se halla en las ideas que don Quijote proyecta sobre las apariencias que son en cambio todo lo que Sancho ve.

Siguiendo esta línea argumentativa yo creo que se podría añadir que el capitán Ahab, Moby Dick y Herman Melville son igualmente reales en el sentido unamuniano, y que Ahab lo es porque Herman Melville llegó a pensarlo. Entiendo aquí esta actividad de la mente en un sentido amplio, es decir que Melville pudo dar cuerpo y vida a Moby Dick a través de la escritura de la novela. De la misma forma que ocurrió con Moby Dick a partir del momento en que, habiéndose enfrentado el capitán Ahab con ella por primera vez, después de perder éste en la lucha una de sus piernas, decidió dotarla de esas características que no son las de un cachalote común y la hacen inconfundible. No su tamaño sin parangón, ni su color extraordinario, ni su deforme mandíbula, que son sólo aparentes, la forma en que se muestra y aparece al resto de la tripulación (capaz de reconocer sólo este aspecto del animal) sino sobre todo su perversidad inteligente, insuperable.  

Si es correcta esta aproximación hay que admitir que no deja de ser terrible y desesperanzador (nos movemos entre márgenes de irracionalidad) que ambos personajes, don Quijote y Ahab, cuyos autores imaginaron diferentes y únicos porque vivían en la realidad, fueran víctimas de la locura. Una locura que en el caso de don Quijote (como se sabe) se explicaría por el exceso de lecturas que acabó intoxicando y despertando en él su carácter excepcional, pero que en el caso del capitán Ahab se produjo después de la experiencia traumática que quedó materializada por la amputación irreversible de su pierna.

Dos grandes diferencias, no obstante, se me ocurre que existen entre la locura de uno y otro personaje, que separan claramente sus visiones e impiden que se puedan reducir la una a la otra. La de don Quijote ha sido inducida por la imaginación, el exceso de lecturas; es real en el sentido en que dice Unamuno pero su origen es ficticio, produce un bucle reversible que es el que permitirá que don Quijote acabe recuperando la cordura.

Estamos en la misma época en que Descartes escribe en Holanda el Discurso del método. Apenas treinta y dos años separan su publicación del libro de Cervantes. También en su obra, el filósofo francés se vio acosado por genios malignos, quimeras, hipogrifos, ideas que él llamaba facticias (ficticias para que se entienda, ideas de la fantasía) que lo obligaban a establecer en qué consiste esa diferencia entre lo real y las apariencias. Pero Descartes no estaba dispuesto a enloquecer. Y según él se había propuesto, haciendo un uso adecuado de la razón, logró embridar la realidad, la sometió a la ley y la dejó mansa y sin fuerza. Después de recorrer en su búsqueda el campo del conocimiento a través de la duda metódica finalmente halló el criterio de verdad que aportaba claridad y distinción a sus ideas. Nada más le hacía falta.

La locura del capitán Ahab en cambio lo es sin remisión. No habría que obviar que don Quijote y el capitán del Pequod se encuentran separados en el tiempo y el espacio por doscientos cincuenta años y la expansión de la conquista de un nuevo mundo. El origen de su monomanía no es imaginario, dado que el muñón en la pierna se encarga de materializarla. Lo que se ve y se muestra a los ojos de cualquiera, el hecho aparente, ha dejado constancia de que la bestia existe. Su razón de ser es de otro orden, lo que la hará, en grado sumo, contaminante.

A través de la mordedura, el capitán Ahab recibe la furia destructiva de Moby Dick. Con un efecto aglutinante, se suma en él la rabia, cierta cualidad bestial que despierta su deseo obsesivo de aniquilar al otro. Otro, que no se limita a reflejar la causa directa de su odio, sino que implica a la humanidad representada en la variedad de tipos que conforma la tripulación del Pequod: desde el civilizado maestro que va narrando la historia (Ismael) hasta el caníbal que cederá su ataúd sin saberlo para que Ismael se salve (Queequeg).

Como en la fábula del escorpión que no puede obrar contra su naturaleza, el arpón de los balleneros se dobla, en esa aventura que recorre la experiencia de lo sublime, sobre quien lo arroja. La forma simbólica que adopta es la del doblón de oro clavado por el capitán Ahab en el mástil y que será para aquél que aviste primero a Moby Dick en el horizonte.

No se trata de capturar a una ballena cualquiera, pues sólo vale que se capture esa, que no se confunde con las apariencias y hace resplandecer la luz blanca que ha cegado al capitán.

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Los otros nombres de Beckett

05 sábado May 2012

Posted by Felix Pelegrín in Filosofía, Literatura

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Beckett, Descartes, Heidegger, Hemingway, Nietzsche

Ahora debo hablar de mí, aunque sea con su lenguaje, será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo, de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy… Es la voz del Innombrable, el protagonista de la última de las novelas que forman la trilogía francesa de Samuel Beckett, escrita en un idioma que no era su lengua materna, según él mismo comentó alguna vez, por el interés exclusivo de empobrecerse.

Como un pintor que sabe que domina demasiado la técnica y empieza a dibujar con la mano izquierda para renovarse y no caer en manierismos, también Beckett, al igual que sus personajes que se dedican a ir de un lado a otro sin motivo aparente con la mochila cargada con lo indispensable, buscando dónde parar (aunque nunca nada pueda parar y nada se detenga nunca) decidió un día abandonar la casa confortable de su lengua nativa, en la que había aprendido el significado de las cosas, con el propósito de  indagar y explorar más de cerca la realidad.

Una lengua es por encima de todo y en primer lugar un mapa que nos ayuda a orientarnos en el territorio, y sólo más adelante se convierte en un arma que permite controlar y dominar lo que nos rodea. Gran parte de la obra de Nietzsche consiste en mostrar este aspecto casi invisible del lenguaje, que sin embargo Beckett rechaza. Beckett representa en este sentido la antítesis del cazador.

Si Hemingway se pasó la vida tras el elefante blanco y descubrió muy tarde que no se hallaba más que en la propia idea que se había formado de él, Beckett supo desde el principio que el objetivo que perseguía no estaba más lejos que la lengua que habitualmente utilizaba. Con ese cambio, que supuso sustituir el inglés por el francés, Beckett se negó la felicidad del uso de las palabras y los juegos de artificio a que era tan sensible, con la esperanza de que no añadieran más obstáculos a la empresa que se había propuesto. Porque lo que buscaba no era evadirse contando historias como hace Malone (el protagonista de Malone muere) mientras espera aburrido a que llegue el final; sino adentrarse en un territorio inexplorado donde no fuera impensable una lengua hecha de balbuceos insignificantes. ¿Es posible, aunque se trate de una posibilidad remota, vivir una experiencia anterior a la aparición de los nombres que nos ofrezca el ser, bajo un aspecto distinto al de su dominación?

Como Mercier y Camier, personajes que extrajo de su ingenio, él tampoco quería ser desviado de la ruta. Era reconocible que en el idioma inglés donde Beckett se había desarrollado en su primera época de escritor, siendo secretario personal de James Joyce, éste había agotado todas las existencias en un derroche sin precedentes. De ahí que Murphy, que conoce el absurdo de querer seguir gastando, se niegue en redondo a trabajar y busque la verdad sentado en su mecedora. Por ello en su etapa inglesa a la que pertenecen las novelas Watt y Murphy, los juegos verbales y el absurdo de las situaciones parecen orientados muchas veces a despertar la risa, por más tristes que sean las circunstancias en que se encuentran los protagonistas de esas historias; mientras que al sustituir su primera lengua por el francés (lengua que aunque Beckett utilizaba a la perfección debía tener para él una textura más áspera y seca, menos melódica) aquella risa fue perdiendo progresivamente presencia hasta convertirse a menudo en una mueca de extrañeza que no dudará en expresarse en ocasiones con gritos sordos de angustia y de dolor.

En este sentido el recorrido que atraviesan los personajes de sus novelas, cada vez más despojados de todo, resulta consecuencia directa de haber ido conquistando una forma nueva de acercamiento a lo real. Una corbata, un paraguas, un sombrero o la camisa acaban siendo tan superfluos como unos calcetines.

Hay quien ha sugerido la presencia del pensamiento cartesiano en las ficciones de Beckett: la separación entre cuerpo y pensamiento, como si se tratara de dos sustancias que escinden al sujeto; razón por la cual sus personajes se sentirían excluidos del mundo de forma que el vínculo que habrían debido de establecer con las cosas permanecería inevitablemente roto. Pero Samuel Beckett era ateo y el recurso que encontró Descartes en la figura de Dios, que habría de permitirle recomponer la unidad perdida entre el espíritu y el mundo, él no lo podría aplicar.

Yo no creo sin embargo, que el problema que plantea su escritura tenga que ver con esta cuestión. Y me parece necesario que el despojamiento que ejerció sobre el espíritu acabara identificándolo con su sustancia física. El sufrimiento absurdo que se respira en sus libros es real e incontestable.

¿Qué dolor será comparable al que sufren esas figuras desarraigadas que en cualquier momento pueden despertar en el fondo de un cubo de basura o perder las piernas para convertirse en un torso con cabeza obligado a ver pasar, fugaz o eternamente, ante sus ojos siempre abiertos, sombras o reflejos de seres quizás reconocibles de otra época, o a oír meros susurros que no llegan a precisarse como verdaderos sonidos? ¿Qué decir de Molloy ocupado en chupar guijarros que va guardando en los bolsillos de su roída chaqueta, o de Malone cuando intenta acercarse el bacín con la ayuda de un bastón porque ya no puede o no encuentra una razón que lo empuje a levantarse de la cama?

Si el lenguaje es como decía Heidegger la casa del ser, lo que si puede afirmarse que logró Beckett con su literatura, fue dejar la casa desmantelada, ocupada únicamente por restos de cascotes y ruinas, en cuyo techo abierto en adelante sólo brillaría la noche estrellada. Como las ruinas a las que se acercan para dormir a resguardo esa pareja inolvidable que forman Mercier y Camier que cuando evocan descuidadamente los días calurosos de su juventud, tanto nos recuerdan a sus antepasados Bouvard y Pécuchet.

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