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Existen muchas fotografías de Pavese que han popularizado la imagen de un escritor compacto, duro, entero, realizado; empeñado en divulgar el mito a que dio lugar su muerte. No deja de ser chocante si se tiene en cuenta que, probablemente no se sintió nunca cómodo en su propia piel y que sin duda no llegó a modelarla de acuerdo a su gusto. La primera impresión que producen la mayoría de esas fotos es una impresión calculada, pero yerra quien juzgue su personalidad a partir de ellas. Tras las gafas de intelectual, que no pueden engañar a nadie, surgen temerosos, como pequeños carbones que estuvieran a punto de apagarse, unos ojos que anuncian lo peor, lo terrible, el momento en que se cerrarán desapareciendo de ellos cualquier traza de esperanza. El rostro incompleto, oscurecido por el abandono, que no permite ya seguir siendo trabajado pues su artífice sabe desde hace tiempo que es esa una tarea ardua que cansa.
En alguna de las páginas del Oficio de vivir, Cesare Pavese nos recuerda que a partir de los cuarenta años cada hombre es responsable de su propia cara. Deduzco de esta afirmación que a partir de ese momento el rostro ha alcanzado la máxima definición por lo que sería inútil forzarlo a ver si aún puede resultar algo nuevo de él. Tanto si al final concluye en un rostro hosco y rudo, como si lo cierran líneas suaves y fofas que lo privan de concreción, la suerte, se diría, está echada. Y así ocurre que a partir de ese momento uno pasa a convertirse en un hombre enérgico o un hombre disoluto, una persona moral o corrupta, de una vez por todas y para siempre. Dicho en pocas palabras: uno pasa a convertirse en destino. A partir de los cuarenta años no hay excusas.
Pavese apenas se adentró más allá de ese límite y no pudo comprobar hasta qué punto el rostro puede o no seguir evolucionando. Tenía cuarenta y dos años poco después de haberse librado de ir a la guerra a causa del asma que padecía y haberse afiliado al partido comunista italiano (aunque su implicación en la política no hubiera estado nunca clara), cuando lo descubrieron en una habitación de hotel en Turín el 28 de agosto de 1947. El verano era la estación más bella, como certifica el título de una de sus novelas, la más propicia quizás para la muerte. Pavese decidió morir durante la noche, fue un acto concienzudo, no un accidente, como suelen ser la mayoría de los suicidios, lejos de sus amigos. Se diría que murió como un perro apaleado, enfermo de misoginia, después de haber ingerido una buena dosis de somníferos y sufrido una última decepción amorosa. A su lado y como única compañía con quien compartir sus últimas horas, el libro más hermoso que llegó a escribir de entre los muchos que escribió y uno de los más bellos que se escribieron en la primera mitad del siglo pasado: Diálogos con Leucó, el libro más querido y simbólico, donde explora la profundidad de los mitos, del amor, de la muerte. Aunque el propio Pavese dejara consignada por escrito la petición a sus amigos de que una vez que lo descubrieran cadáver no hicieran demasiado ruido, fue inevitable que lo desobedecieran. Para todos ellos se había cumplido lo más temido después de que él mismo tuviera el valor de escribir lo esencial en la última página del diario, descubierto a la mañana siguiente entre otros papeles en el interior de una carpeta: La cosa más secreta temida ocurre siempre. Basta un poco de valor. Cuando más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de la vida, y cae la idea del suicidio. (…) Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.
Aquellas frases se dijeron en serio, no fueron un bluf de escritor que tras la resaca se ríe de los excesos verbales que dejó anotados la noche anterior. Pavese cumplió su palabra. Pero no evitó que le sobreviviera una obra muy hermosa entre la que encuentran títulos como: La playa, Fiestas de agosto, Antes de que cante el gallo, La Luna y las fogatas, Entre mujeres solas, El diablo en las colinas, El Bello verano. El libro de poemas cuyo título profético Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, me abrió al resto de su obra.
Ahora que acaban de publicarse en edición de bolsillo sus cuentos completos traducidos por Esther Benítez al español no resultará una molestia volver a frecuentarlo.