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Nos recuerda Jorge Semprún que a Malcolm Lowry le gustaban los prólogos; tanto es así que a veces su lectura de un libro, se agotaba en él. La anécdota la recoge del prólogo que el propio Lowry escribió en 1948 para la edición francesa de Bajo el volcán y la comenta Semprún en otro prólogo muy particular a El volcán, el mezcal, los comisarios… un librito que recoge dos cartas que escribió Lowry: una a su editor Jonathan Cape (en la anterior entrada ya me referí a esta carta); otra dirigida al abogado Ronald Paulton para exponerle las razones por las que las autoridades mexicanas lo retuvieron en Acapulco por ir indocumentado y con la excusa de que después de su estancia en México, ocho años antes, había abandonado el país sin pagar una multa: siete semanas que acabaron convirtiéndose en una pesadilla burocrática digna de la imaginación de Kafka.

Semprún añade que en esa edición francesa que Lowry prologó, se había añadido otro texto de presentación de Maurice Nadeau y un postfacio de Max-Pol Fouchet. La razón de tanto ejercicio de preparación, estaría relacionada según infiere, con la falta de confianza que la recepción de la novela, a solas y a secas podía tener entre el público francés. No he tenido la oportunidad de leer tales escritos preparatorios a excepción del que compuso el propio Lowry, y la edición de que dispongo de la obra (la misma que he vuelto a releer estos días) se presenta completamente despojada y libre de comentarios en una traducción muy hermosa realizada por Raúl Ortiz y Ortiz. Pero soy de la opinión, de que el libro a solas y a secas en la edición al castellano, se defiende más que bien.

Siguiendo en la línea interpretativa de mi anterior entrada, Si pudiera ser Franz Kafka, añadiré algunas ideas que profundizan en ella. De la trilogía proyectada en El viaje que nunca termina, variante alcohólica de la Divina comedia que no llegó a ver la luz, Lowry sólo pudo terminar el Infierno (Bajo el volcán) porque su sentido de la realidad se agotaba en lo fenoménico, en la experiencia terrible que cada una de sus borracheras le ofrecía. En este sentido, la pérdida del manuscrito En lastre hacia el mar blanco durante el incendio de su cabaña fue una auténtica “prueba de fuego” que el libro y el propio escritor no superaron.

La textura espiritual de Lowry nada tiene que ver con la religiosidad convencional, por más que el título de alguno de sus relatos, Escúchanos, oh señor, desde el cielo tu morada, apunte en la dirección contraria. Sino es que vale meter en un mismo saco la náusea fría y cadavérica del mezcal y la trascendencia. Una cita de Baudelaire que el Cónsul Geoffrey Firmin, después de vaciar el contenido de una coctelera, lee en casa de M. Laruelle, el amigo de la infancia que le traicionó con Ivonne, ilustra lo que quiero decir: Los dioses existen, son el demonio. Por ello, lejos de resultar una catástrofe de consecuencias funestas, la ruina del Paraíso, devorado por el fuego, no podía sino poner en marcha la rueda de la fortuna que empujó a Lowry a concentrar sus esfuerzos y concluir el único tema para la cual estaba verdaderamente dotado.

Aunque el conjunto de su obra puede reunirse en varios volúmenes, publicados en su mayoría póstumamente sin que hubieran sido sometidos a una última revisión (Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, sería de acuerdo a mis gustos el más logrado entre ellos), Malcolm Lowry fue, en un sentido fuerte del término, el creador de un único libro en el que su oscura profundidad brilla con la intensidad del sol de México. Como todo artista verdadero, Lowry no hizo sino recrear una y otra vez las mismas obsesiones.

La dispersión a la que fue siempre proclive, era el fruto de un vigor artístico que se proyectaba de manera incesante a la búsqueda de sí mismo, verdadera pasión luciferina que no le permitía ningún descanso. De sobras es conocido el papel que en todo ello cumplió el alcohol y cómo en los últimos años de su vida acabaría convirtiéndose en la única forma de huir de la depresión. Lowry repitió muchas veces que bebía sólo para poder estar de vez en cuando sobrio.

Las fuerzas existentes en el interior del hombre que le producen terror de sí mismo a que hace referencia en su carta a Jonathan Cape aparecen simbolizadas de una forma doble: el volcán humeante, cuya furia se desatará a través del caballo marcado por la voluntad ciega que representa el número siete, cuando éste golpee con sus cascos a Ivonne hasta producirle la muerte; la barranca, capaz de concitar todas las potencias demoníacas; lugar sin parangón donde la historia reúne a la carroña, sólo asimilable a los efectos que el mezcal produce en el Cónsul.

El cónsul es culpable de un crimen que no ha cometido, pero del que se siente fatalmente, responsable. Esa imaginación que parece atribuirse a una debilidad moral, es necesaria; define al genio y lo perfila como un ángel caído, un brujo negro en el lenguaje de Lowry, más amante del esoterismo. La causa nos recuerda a aquella que atormentó a Lord Jim y al capitán Ahab obsesionado con la captura de Moby Dick; despertó en el joven Lowry el entusiasmo por la aventura marítima, mientras iba aprendiendo a beber en el colegio y a tocar el ukelele que luego transformará en una de las aficiones frívolas de Hugh, el hermano del Cónsul, que también le traicionaría con Ivonne. No es por mero azar que al producirse el encuentro entre Ivonne y el caballo que le dará muerte bajo la lluvia en el bosque, Hugh, que se ha quedado rezagado mientras caminaban juntos en busca de su hermano, vaya cantando y tocando esa pequeña guitarra ignorante de lo que sucede.

El mezcal es la tierra devastada; desde el momento en que la botella se toma y se destapa, explica y justifica la expulsión del Edén ya que otro mundo distinto, después de ese gesto, no es posible. En sí mismo el mezcal es vía de conocimiento y hará que Lowry tome conciencia, al acabar su novela, de que la creación artística sólo podía ofrecerle un sucedáneo de redención.

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